Epílogo (extracto)

En “La Libertad guiando al pueblo”, cuadro expuesto en 1831 con el título “Escenas de barricadas”, Eugène Delacroix representó el alzamiento que, en julio de 1830, se levantó contra el rey Carlos X por el ahogo del parlamento y la libertad de prensa. Con el antecedente de la restauración borbónica, las barricadas de París no habían sido un acontecimiento puramente popular o siquiera jacobino, sino que sumaron entusiasmos en sectores de la burguesía liberal.

Por lo mismo, al dar vida a la escena, Delacroix percibe en las jornadas de julio un movimiento histórico completo, con la colorida imagen de la Libertad (la imagen es conocida: una mujer de torso desnudo empuñando la bandera tricolor) encabezando a un pueblo que, a su vez, también avanza. La nación francesa y su pueblo avanzan; la República y los derechos conquistados, también. ¿Quién podría interponerse entre aquella Libertad y su destino, la liberación de Francia y, muy pronto, de toda Europa?

El mismo año en que Delacroix presentaba su afamada versión de la revolución liberal, un joven jurista, también francés, comenzaba un trabajo de investigación en Estados Unidos. Había sido comisionado por el gobierno del rey Luis Felipe para observar el funcionamiento de su sistema penitenciario. Sus anotaciones en terreno, sin embargo, sobrepasarían con creces cuanto competía al ámbito de las cárceles y la aplicación de la ley.

Lo que Alexis de Tocqueville registró en 1835 en “La democracia en América” se habría de convertir en una de las observaciones más agudas sobre la democracia contemporánea. Para Tocqueville, nada menos que una “revolución democrática” se estaba verificando en Estados Unidos, con rasgos que la diferenciaban del proceso europeo. Allí la igualdad no parecía ser un proyecto utópico entre muchos otros; más bien se trataba de un aspecto de la convivencia y las costumbres, y se encontraba resguardada por una Constitución que la hacía comulgar con la libertad.

Pese a no ser precisamente un entusiasta de la revolución, nada le impedía a Tocqueville valorar en el régimen instaurado en América el imperio de una estructura jurídica tal y como la consagrada en la Carta de 1787. Es decir, la libertad en Estados Unidos era viable por causa de la protección del orden, la separación de poderes y el respeto al derecho que permitía —y no limitaba— su ejercicio. Una democracia posible, no ideal.

Ambas escenas de la década de 1830, en Francia y Estados Unidos, reflejan parte interesante de los dilemas relacionados con las ideas políticas en la modernidad y, más precisamente, sobre lo que hoy conocemos como democracia. Recordemos que el vértigo revolucionario francés, desde 1789, había supuesto el despertar y la difusión de una gama de principios absolutos que inflamaron las pasiones de una época, entre ellos, la libertad y la igualdad. Pero, a la vez, y como bien observaba Tocqueville, estos principios continuarían siendo poco más que abstracciones de no alcanzar algún grado de concreción y estabilidad en el tiempo; de no dar con una arquitectura institucional que los sustentase.

En una fórmula: principios e instituciones como anverso y reverso de cualquier régimen que pretenda poner a prueba el paso del tiempo. Por lo mismo, no es extraño que ambas escenas —francesa y estadounidense— hayan representado dos modos, dos imágenes del carácter de la democracia en la época moderna, dos grandes intuiciones, a la vez, sobre la manera en la que se desenvuelve la vida política: por un lado, aquello que concierne a los principios y al contenido “épico”, a las ideas que animan cualquier sistema de gobierno, con sus estandartes y el vagón de la historia empujando desde atrás; por el otro, lo que se ha denominado la naturaleza de tal o cual sistema, a saber, su forma e instituciones, la praxis política. Ambas escenas, en fin, constituyen dos momentos relevantes de la historia de la democracia y, podría decirse, incluso de la conciencia histórica de Occidente. Nada menos.

A lo largo de este libro se ha insistido en la importancia de esta distinción —que, valga decirlo, he tomado de Montesquieu—. Y al hacerlo se han priorizado los principios, esto es, los valores y las representaciones que singularizan a un régimen respecto de otro, en tanto nos ayudan a pensar históricamentela democracia. ¿En qué sentido? Hemos mencionado que la democracia ha sido durante siglos investida de motivos y símbolos que son testimonio de su talante y seducción, y que van más allá de sus aspectos institucionales y sociales. De acuerdo con esta premisa, este libro ha rastreado e interpretado la idea de democracia en Chile a mediados del siglo XX de la mano de dos de estos principios, el pueblo y la historia. Puesto que ambos han dotado de inteligibilidad y trascendencia a las ideas políticas en la época contemporánea, ya fuera en Europa, Estados Unidos o, en nuestro caso, Chile.

Por lo pronto, el pueblo ha constituido uno de los recursos más visitados en la modernidad y la promesa, ¡el mito fundante!, de cualquier democracia que se precie de tal; la historia, a su vez, ha señalado la interpretación rectora del derrotero de la misma democracia —y, sobre todo, su futuro— a través del tiempo. En el mundo contemporáneo, la democracia no ha constituido un mero sistema de gobierno entre otros: a la luz de sus principios, la podemos reconocer como una verdadera categoría de pensamiento histórico para los modernos, con especial notoriedad durante la segunda mitad del siglo XX. Esta es la razón por la que el enfoque propuesto en este trabajo ha sido la historia intelectual y no —fuera de la relevancia de todas ellas— la historia política, social o institucional de Chile.

A su vez, y por haberse nutrido el país desde muy temprano en su trayectoria republicana de temas comunes a Occidente, no debería extrañar que el debate intelectual chileno en torno a la democracia haya guardado más de una coincidencia con la manera en la que se ha desenvuelto la política moderna —bamboleada, como decíamos, entre la épica y la política institucional, volviendo a Delacroix y Tocqueville—. Es, en efecto, uno de los primeros aspectos que saltan a la vista al adentrarse en la historia intelectual de los grupos y movimientos estudiados.

Esto se debe a que las ideas políticas en Chile durante estas décadas (1945-1965) estuvieron teñidas de disputas de alcance mundial que remiten al acervo cultural y al vocabulario que hoy asociamos con la modernidad: democracia y revolución, pueblo y proletariado, progreso y reacción. Las tres tendencias intelectuales y políticas en cuestión se hicieron parte de aquel escenario tan característico del siglo XX, en particular en lo que respecta a la primera década de posguerra y los años de Guerra Fría, fundando en él sus concepciones sobre la democracia.

En el caso de la izquierda de inspiración marxista, representada en los partidos Comunista y Socialista, hemos acentuado el rol que le cupo al concepto de revolución —proletaria, socialista— en su idea sobre el régimen idóneo para el país. El horizonte de la revolución se encuentra detrás del papel atribuido por el PC chileno a la Unión Soviética como garantía de las fuerzas democráticas y de la emancipación de las clases trabajadoras, al igual que en la acentuación, por parte de la tradición socialista, de un lenguaje sumamente crítico con la democracia liberal. A su vez, la importancia de la Revolución cubana en idearios y manifiestos fue palpable a lo largo de América Latina, motivando anhelos de transformación social profunda en el pensamiento de izquierda en Chile, ya fuese por vía pacífica o violenta.

A este respecto, el debate en torno a la compatibilidad entre democracia y revolución, o entre democracia y socialismo, descubre los aciertos y los puntos ciegos de esta izquierda, así como interroga el grado de adecuación institucional que podrían alguna vez haber encontrado sus afanes revolucionarios. La convivencia de estas concepciones con la participación estable de comunistas y socialistas en la política parlamentaria durante estas décadas constituye, después de todo, uno de los puntos más interesantes para la reflexión en torno a los vínculos entre ideas y política en el siglo XX chileno.

En cuanto al socialcristianismo criollo, influido desde sus inicios por tendencias, movimientos y partidos católicos de Europa occidental, nos encontramos con una particular apertura e interés por los temas del siglo. Entre los chilenos de la Falange Nacional se hicieron frecuentes conceptos tales como “humanismo integral” y “democracia cristiana”, todo al alero de las reflexiones surgidas tras el fin de la Segunda Guerra Mundial en el seno de la Iglesia católica, especialmente en lo que se refería a la pertinencia de la democracia pluralista.

Desde los orígenes del falangismo chileno, estas ideas se habían articulado con posiciones muy severas con respecto al comunismo, el capitalismo y el liberalismo, un rasgo común entre los intelectuales católicos europeos. Será el Partido Demócrata Cristiano, ahora bien, el que presentará un desafío aún mayor a la hora de conciliar ideas y praxis política. Sobre todo, puesto que los intelectuales democratacristianos se encargaron de promover una determinada interpretación histórica de la modernidad, que nacía de una creencia anterior acerca de la crisis de la civilización cristiana. ¿Y cómo estar a la altura de tal empresa? La urgencia de revitalizar las bases de la cristiandad, de insuflar de principios cristianos la precaria moral de la sociedad liberal, pronto convencieron a estos grupos de la necesidad de una profunda reforma de las estructuras que, tanto en las palabras como en los programas, tomará los contornos de una oferta revolucionaria —cristiana—.

En los años sesenta, el concepto “democracia cristiana” pasaría a ser sinónimo de Revolución en Libertad, con todas las connotaciones y salvaguardas que serían necesarias establecer en la política chilena de la época.

En tanto, las tendencias intelectuales que hemos asociado con la derecha no se quedaron atrás y su interpretación tanto de la posguerra como de la democracia también nació de una observación histórica conocida en otras latitudes. En el caso de los intelectuales conservadores y tradicionalistas agrupados en torno a revistas como Estudios y Finis Terrae, la influencia decisiva había sido, desde sus comienzos, el suelo fértil del catolicismo en Occidente y, desde él, la labor creadora de España en América. En tal contexto, saldrán al ruedo tanto los atributos del ordenamiento político medieval como una crítica de la cultura, apoyada esta en un antiliberalismo con escasos matices, que en los años sesenta decantará en un rechazo del fenómeno revolucionario y del progreso, ídolo moderno.

La mera posibilidad de una democracia, según este esquema, no tendría que ser conciliada tanto con la política institucional como con las cualidades permanentes —pero, en el siglo XX, extraviadas— de los pueblos cristianos, especialmente del chileno. Pretender instaurar un régimen extraño, el liberal, contra los valores más arraigados del pueblo, no auguraba más que toda suerte de alteraciones y sobresaltos. En vez de la épica moderna, el rescate de epopeyas dignas de memoria, como la conquista; en vez de la tabula rasa revolucionaria, el cuidado de la tradición. En las corrientes nacionalistas, ahora bien, aquel rescate sí será pensado en términos políticos y considerará, llegado el caso, la instauración de una revolución nacional o, para Estanquero, de una “democracia portaliana” autoritaria.

Es de notar que haber prestado atención tanto al socialcristianismo como a estas corrientes intelectuales de derecha da cuenta de cierta complejidad ideológica de los años de posguerra en lo que respecta a Chile y América Latina, en un mundo que dudosamente estuvo fracturado, sin más, entre capitalistas y comunistas, entre demócratas y totalitarios. En esto hay detrás una elección metodológica no poco común en el quehacer de la historia intelectual, interesada en las especificidades en la configuración de cada ideario, así como en las trayectorias biográficas, en las lentas sinuosidades y ambigüedades de los compromisos públicos.

Fuera de lo ya tratado, habrá saltado a la vista del lector que uno de los rasgos más recurrentes en este libro es la aguda y tenaz crítica de la (llamémosla así) democracia vigente en el país por parte de un grupo considerable de intelectuales chilenos. Una crítica que fue desde la tibia sospecha hasta la más completa de las abyecciones. Y hay preguntas que, desde el presente del historiador, resulta casi imposible obviar. Pues bien sabemos que, menos de una década después de donde termina nuestro recorrido, esta misma democracia había dejado de existir.

El interrogante es evidente: ¿qué rol les cupo a las ideas en la historia larga de la crisis y el fin de la democracia chilena? ¿Hasta qué punto fueron los intelectuales (y, se diría, los intelectuales entusiasmados con una carrera política) responsables en la erosión y la destrucción de la convivencia cívica en Chile? Es improbable que una historia intelectual de la democracia chilena esté completa si dejara de preguntarse por la manera en que la discusión pública en torno a la propia democracia, presentada hasta aquí, desembocó pocos años después en la más aciaga de sus crisis.

Cualquier ensayo de respuesta tiene, claro está, recovecos. Si bien cada una de las tendencias intelectuales estudiadas rechazó o al menos dudó sobre la legitimidad de la democracia vigente, esto no las llevó a abandonar un vocabulario afín a la democracia y sus principios, valiéndose de ella y explotando la maleabilidad del concepto. Convertida la democracia en un recurso inescapable del debate contemporáneo, se hacía muy dudoso no apelar o referirse a ella, las más de las veces para imaginar escenarios florecientes de un régimen democrático más perfecto y más justo, depurado de pecados de origen.

A mediados del siglo XX, recordemos, Chile lucía una opinión pública bastante activa, con casas editoriales, revistas y periódicos según cada tendencia o afinidad. Fue en este contexto, aquel de una crítica abundante y requerida, donde una buena parte de los intelectuales chilenos creyó ser intérprete de una noción enriquecida de lo que había sido la historia y el pueblo de Chile, cual estándar al que la democracia debiera ajustarse. Frente al ideal, la democracia vigente vituperada por muchos, valorada por los menos, aparecía demasiado estable y oligárquica, demasiado liberal.

Lo trágico para los chilenos es que a los pocos años la profecía revolucionaria —en uno u otro sentido— se hizo cruda realidad y la vieja y malquerida democracia de 1925 había pasado a la historia. Y ciertamente se añoró. Y pesó sobremanera el haber despreciado, una y otra vez, aquella estabilidad institucional tan esquiva al resto de América Latina.

¿Digo, con esto, que el desenlace era predecible, o incluso inexorable, y que la democracia chilena se encaminaba inevitablemente hacia su quiebre en 1973? ¿Y todo porque, lisa y llanamente, parte de los intelectuales parecía no creer en la democracia? Por cierto, no. Lejos de cualquier visión determinista de las cosas, señalar que hacia 1973 la chilena era una democracia sin demócratas, como se hizo alguna vez sobre la Alemania posrevolucionaria en 1919, sería ir demasiado lejos (además, se podría argumentar que son prioritariamente la política y los partidos los llamados a solucionar los conflictos producidos en su seno, también cuando son de orden ideológico).

Tampoco significa dejar de lado factores aún más importantes (¡decisivos!) como la politización de las Fuerzas Armadas o, por supuesto, el golpe de Estado. A lo que me refiero, más bien, es a reconocer el peso político y social que tienen las ideas; ideas presentes en y a través de la actividad política profesional, pero que la trascienden.

Ficha de autor

Diego González Cañete es doctor en historia por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Es autor del libro «Una revolución del espíritu. Frei, Eyzaguirre y Góngora en los años de entreguerras (Santiago: Centro de Estudios Bicentenario, 2018)».

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