A los 76 años, Nelly Richard sigue siendo una voz influyente en la sociedad chilena, analizando el rol del arte en contextos sociopolíticos. Nacida en Francia en 1948, se trasladó a Chile en 1970, donde se convirtió en una figura del pensamiento crítico y cultural.

Teórica, crítica cultural y ensayista, estudió Letras Modernas en la Universidad de La Sorbonne y desempeñó un rol protagónico en la conformación de la Escena de Avanzada, referente del arte durante la dictadura militar. Becaria de la Fundación Guggenheim y Doctora Honoris Causa por la Universidad de Buenos Aires, es autora de numerosos libros, entre los que destaca “Márgenes e instituciones. Arte en Chile desde 1973”.

Este año publicó “Tiempos y modos. Política, crítica y estética” (Planeta), una colección de ensayos escritos entre 2020 y 2023, donde reflexiona sobre el estallido social de 2019, la Convención Constituyente, el triunfo del Rechazo en 2022 y la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado.

—Después de octubre de 2019, muchos afirmaron que el gobierno de Sebastián Piñera era una dictadura. ¿Consideras que esta equiparación realizada durante el 18-O trivializó la memoria de los abusos, la represión y las violaciones a los derechos humanos cometidos durante la dictadura?

—Los contextos entre un período y otro no son equiparables y no creo que haga falta calificar de dictadura al gobierno de Sebastián Piñera, quitándole rigor a la palabra y desgastando su uso. Sí pienso que el gobierno de Piñera fue el símbolo de un diseño de acumulación monopólica de la riqueza que consagra el lucro y promueve el culto meritocrático del éxito individual vía la competencia en perjuicio de los vínculos colectivos cuyo tejido queda afectado. Octubre de 2019 puso en cuestión ese diseño de gestión y manejo empresarial de una democracia de mercado que excluye la deliberación pública y la participación ciudadana.

“Me interesa trabajar con los bordes para ensayar tácticas del entremedio”

—Pasolini afirmaba que la sociedad de consumo produce homogeneización en la sociedad. El pintor Guillermo Núñez le comentó a este diario: “Vi con mi mujer el famoso estallido y dije: esto no tiene nada de popular. Cada uno pedía lo que quería. Era más bien una oportunidad de tener más consumo. No fue el pueblo el que se levantó. Porque cada persona que llegó a la Plaza Italia traía un letrero con lo que quería. Era interesante en ese sentido. Ver que la dictadura había hecho su efecto”. ¿Qué opinas sobre este diagnóstico?

—Habría que ponerse de acuerdo sobre qué entender por pueblo. Esta categoría ha sufrido mutaciones en el mundo postindustrial e hipercapitalista, desde el momento en que el mundo popular dejó de ser sinónimo del mundo obrero que tenía a la fábrica como matriz de las relaciones de trabajo asalariado. La desaparición de la fábrica y el incremento del trabajo informal modificaron el concepto marxista de clase social. El mismo Pasolini supo advertir el lado reaccionario de la cultura popular contagiada por el fetichismo de la mercancía. Las revueltas, como lo vivimos en octubre de 2019, son escenarios habitados por multitudes que salen a la calle para visibilizar demandas en el espacio público, sin haberse puesto de acuerdo en el esbozo de un programa de transformación política. Esas multitudes, autoconvocadas a través de las redes sociales, son inorgánicas y sus demandas dispersas. El trazo de unión que las hace converger es el estar en contra del estado de cosas dominante tal como lo manifiesta la consigna del No +. La revuelta no es la expresión unificada de un pueblo que funcione como sujeto político homogéneo.

—¿El estallido fue una insurrección motivada por consumidores insatisfechos?

—Durante octubre de 2019, asistimos a la performatividad de un estar juntos en las plazas y las calles que no es equivalente al nosotros del pueblo que funcionaba como referente orgánico de la formación y conciencia de clase en la tradición de izquierda. En la Plaza Dignidad se juntaban sujetos de procedencia heteróclita. Algunos llevaban en sus biografías una memoria del combate antidictatorial mientras otros varios concurrían al centro de la ciudad solo para exhibir la crudeza de su condición de desechos periféricos. La figura misma del saqueo pudo ser leída como venganza anarquista contra los símbolos capitalistas de la riqueza o bien como aprovechamiento del caos para robar más artículos de consumo que capturan el deseo de quienes, desde la marginalidad social, responden al espejismo de las marcas. Las revueltas mezclan identidades impuras y sus multitudes oscilan entre la creación y la destrucción. Esto significa un quiebre de lectura para la izquierda de la revolución proletaria, a la que cuesta asumir las identidades híbridas, que convergen fugazmente en las protestas sociales sin responder a nada programático.

—En tu libro expresas críticas hacia las narrativas triunfalistas sobre el estallido social. ¿Podrías profundizar en tus desconfianzas y cómo crees que esos eventos fueron interpretados y utilizados políticamente en Chile?

—Abordo el motivo de la revuelta social de octubre 2019 en dos dimensiones. La del acontecimiento social que remeció al país y la de las narrativas de izquierda que ocuparon su figura como clave de un imaginario de la sublevación. La revuelta de octubre liberó las energías colectivas de quiénes se sentían expulsados de un modelo de administración social, político y económico de la sociedad que confisca el poder y le impide a la democracia ejercerse colectivamente según criterios de justicia y derechos sociales. El rescate que hago de este potencial emancipador de la revuelta me aleja de la condena antioctubrista que satura hoy las tribunas de la actualidad nacional. Pero es cierto que mostré escepticismo frente al triunfalismo de la izquierda radical que creyó que octubre de 2019 le iba a cavar la tumba al neoliberalismo. No compartí la tesis del corte explosivo de una revuelta cuya potencia destituyente iba a derogar el conjunto de poderes constituidos y tomé distancia de la fascinación apocalíptica de la desintegración como final consumado. Trato de preguntarme en qué tiempos y modos puede conjugarse nuevamente lo político, evitando la oposición dicotómica entre el afuera de la calle versus el adentro de las mediaciones políticas e institucionales que tanto celebró la revuelta. Es esta una oposición cuyo binarismo me parece esquemático y sin salida. Me interesa, desde la crítica, trabajar con los bordes para ensayar tácticas del entremedio, recurriendo a la imaginación más cercana a lo estético.

“El pasado es material abierto a relecturas”

—Escribes que la derrota del Apruebo “liberó un inconsciente político conservador y reaccionario capitalizado por la derecha y la ultraderecha que convirtieron septiembre de 2023 en un escenario declaradamente hostil a todo homenaje a las víctimas de las violaciones a los derechos humanos en representación de las agrupaciones de familiares de detenidos desaparecidos”. ¿Cómo interpretas el impacto que tuvo el triunfo del Rechazo en el plebiscito de 2022 para la izquierda chilena?

—Considero que el Rechazo en el plebiscito de 2022 fue la mayor derrota política y anímica que sufrió la izquierda en los últimos 50 años. Vino a obturar una secuencia de cambios que prometían reformular la práctica democrática: el movimiento estudiantil del 2011, el mayo feminista 2018, la revuelta de octubre 2019, la votación para derogar la Constitución de Pinochet en el plebiscito del 2020, la conformación de la Convención Constitucional con su fórmula paritaria, los escaños indígenas y la participación de integrantes de la sociedad civil y de los movimientos sociales; la asunción de Gabriel Boric en representación de Apruebo Dignidad. El Rechazo no sólo interrumpió un trayecto de avances destinado a ampliar los contornos de una democracia más igualitaria. El Rechazo volvió a instaurar el dominio de una derecha y ultraderecha cuya ofensiva política, mediática y fáctica de acoso y persecución a la izquierda no se había desplegado nunca con tantos artificios desde la reapertura democrática, provocando una clausura autoritaria y conservadora de la sociedad. Se van a cumplir en octubre 5 años de la revuelta y ojalá que, junto con el testimonialismo expresivo que va a celebrar su compromiso con la irrupción del pueblo en las calles, haya oportunidad para un ejercicio crítico que le permita a la izquierda detectar las fallas de articulación entre pulsión, deseo, voluntad, posibilidad, potencia y poder que nos llevaron al desastre.

—La directora del INDH, Consuelo Contreras, dijo que durante el estallido social “no hubo violaciones sistemáticas a los DDHH, porque para que se dé la sistematicidad tiene que haber un acuerdo entre distintos órganos del Estado”. ¿Coincides con ella y Sergio Micco?

—No soy ninguna experta en la materia y carezco de las precisiones que podrían aportar tanto los informes de los organismos nacionales e internacionales como los mismos tribunales para saber si las violaciones de los derechos humanos fueron generalizadas o sistemáticas durante la protesta. Que hayan sido generalizadas es comprobable por la gran cantidad de víctimas afectadas y por la reiteración de ciertos patrones de conductas como en el caso de las lesiones oculares. No tengo competencia para afirmar si hubo o no sistematicidad en cuanto a la intencionalidad de un gobierno que le traspasa al conjunto de sus instituciones, la orden políticamente concertada de atentar en contra de la integridad física de los manifestantes. Independientemente de las convicciones propias de cada cual, eso corresponde que lo dictaminen los tribunales. Más allá de esta discusión técnica y jurídica, prevalece una sensación de impunidad en la población porque, tal como lo afirmó el propio Ministro de Justicia Luis Cordero, se produjeron más de diez mil demandas hasta octubre de 2023 por violaciones de derechos humanos durante la protesta y solo 27 se han traducido en condenas. Flota la duda de si las causas han sido archivadas por falta de antecedentes y pruebas requeridas por los tribunales en cada demanda o si existió una voluntad de encubrimiento institucional de las responsabilidades políticas de los altos mandos. Este es el tipo de duda que mercería ser aclarada públicamente de modo confiable.

—El año pasado el gobierno de Boric conmemoró los 50 años del golpe. El exdirector del Museo de la Memoria, Ricardo Brodsky, sostiene que, cuando la memoria se constituye en la identidad de una comunidad política, puede conducir a rigideces discursivas militantes y sectarias, dejando a esa comunidad de memoria anclada a un pasado sufriente. Ahora bien, ¿cómo podemos evitar que los traumas del pasado se apoderen del presente de nuestras vidas?

—El pasado no es la secuencia concluida de lo que la historia deja atrás, sino un material abierto a relecturas que deben salirse de las visiones contemplativas del ayer. Y también de la tentación por construir monumentos que solo terminan petrificando al recuerdo, queriendo mantenerlo sin fisuras. Las conmemoraciones suelen querer enmarcar el pasado para fijar alguna verdad oficial y ya vimos cómo fracasó esta operación institucional en septiembre de 2023. Por lo demás, la trama del pasado debe estar dispuesta a que se desarmen y rearmen sus hilos cuántas veces sea necesario. Hay que salvaguardar el recuerdo a cada vez que este se vea amenazado por la borradura negacionista pero también debemos evitar que, en nombre de lo heroico, se rigidice el pasado de sufrimiento y luchas en una versión dogmática. Sólo un trabajo incesante de recreación del pasado permite descifrar los nudos de significación histórica en la tensión viva entre pasado y presente. La memoria crítica es aquella que se abre a varias constelaciones interpretativas, sin ignorar que va a permanecer algo irreconciliable entre las fracciones del pasado escindido que siguen en disputa.

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