“Cuidado con el nudo ciego que devela la corbata. Los ciudadanos, tal vez, no son tan lineales e ingenuos”.

Paul Watzlawick, filósofo austriaco nacionalizado estadounidense, fue el autor de la frase “todo comunica”. Básicamente remarcaba la importancia de los elementos no verbales de cualquier comunicación. Las expresiones, los gestos, la posición corporal o incluso la forma de vestir, transmiten mensajes.

En el mundo de la política, la vestimenta de los líderes también elabora un conjunto de señales de comunicación no verbal. Las coloridas camisas de Nelson Mandela simbolizaron la lucha contra el Apartheid. Según su sastre personal, Yusuf Surtee, Mandela utilizaba sus camisas con estampados coloridos para identificarse con las tribus sudafricanas y distanciarse de los exploradores europeos que colonizaron ese país y sus descendientes.

En la misma línea, Mao Zedong pondría de moda las camisas Mao, término que usamos hasta el día de hoy. Esta prenda ancha y abotonada fue la que vistió el “Gran Líder” al declarar la fundación de la República Popular de China en 1949. La vestimenta, de diseño uniforme, pretendía simbolizar el triunfo de una sociedad sin distinciones de clases.

En el caso de John F. Kennedy, el joven y carismático presidente de Estados Unidos, elegía siempre trajes azules y grises, porque para él transmitían confianza, y la sociedad americana siempre valoró que la marca de esos trajes fuese de la industria nacional.

En el caso de Chile, los atuendos no han sido un elemento muy diferenciador a la hora de comunicar. A excepción de ejemplos fugaces, como la chaqueta roja de Sebastián Piñera (que pretendía simbolizar un estilo de acción, de trabajo en terreno) o el delantal blanco de Michelle Bachelet (que renovaba en ella un cálido estilo de cuidado y autoridad), los presidentes han tendido a elegir una manera clásica y neutra de vestir.

Boric, rehuyendo a sus raíces, debido a que la corbata es un invento croata, decidió no usarla, quizás, como símbolo de una nueva política o de un presidente más cercano. ¿Ha sido exitoso en comunicar o construir un estilo propio a partir de ese gesto?

Recientemente, en un focus group, expusimos ante un grupo de concurrentes un conjunto de imágenes del presidente. En un ejercicio de asociación visual, se les pidió a los participantes que expresaran los sentimientos, pensamientos o ideas que les sugerían las imágenes. Lo que más nos sorprendió fue la reacción que produjo que el presidente no usara corbata. Para los participantes —hombres de clase media, trabajadores de mediana edad— el hecho de no usar corbata constituía un privilegio.

“¿Cómo es eso?”, interrumpió el moderador, sorprendido porque la ausencia de corbata, en vez de considerarse como un gesto de juventud y modernidad, fuera interpretada como ostentación de un privilegio. Un participante ilustró el pensamiento dominante de los presentes: “En nuestra empresa, los que no ocupan corbata son los hijos del dueño”. Invitado a elaborar algo más profundamente, agregó: “Nosotros, los empleados, si vamos mal vestidos, nos echan cascando. Vestirme sin corbata es un lujo”.

Sorprendente que, contrario a lo que se podría pensar, cuando el Presidente no usa corbata queda automáticamente parado en la vereda de la élite y sus privilegios; no en la de los trabajadores o los ciudadanos comunes y corrientes. Asombrosamente, quien cree estar cambiando las viejas lógicas y los privilegios del poder, “sin querer queriendo”, puede estar reforzándolas.

No se trata de un hecho aislado. Hay otros mensajes no verbales que, inadvertidamente, pueden estar remarcando el mismo mensaje: comparecer en La Moneda en horarios más cercanos al mediodía, desaparecer o guardar silencio frente a temas que le son propios, usar los bienes públicos para visitar a amigos o parientes, o llegar atrasado a actos públicos que exigen de su presencia. ¿Qué servidor público, o ejecutivo privado, podría hacer lo mismo? ¿Qué ciudadano chileno puede escoger la hora en que llega a su oficina y cambiarla, con distintos tipos de justificaciones, dependiendo del humor que tenga?

Cuidado con el nudo ciego que devela la corbata. El público y los ciudadanos, tal vez, no son tan lineales e ingenuos como se cree. Y, debajo del agua, ven un conjunto de gestos que, aún con las mejores intenciones, acentúan una estética de privilegios.

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“Hay toda una biblioteca de versiones y análisis, pero ninguna crónica detallada de lo que ocurrió en Chile durante esos días terribles”.

Marcelo Somarriva Q.

Varios políticos y autoridades de este gobierno han invocado a los movimientos sociales para que ejerzan una presión para destrabar las reformas legislativas que pretenden impulsar y que permanecen estancadas en el parlamento. Estos llamados a que la movilización social haga valer sus puntos de vista se traducen en pedir que la calle se manifieste y exprese sus voluntades.

Con esto no solo se da por sentado que esta calle apoyará sus propuestas, que se supone han sido diseñadas y pensadas por su propio bien, sino que también se transmite un mensaje hacia la derecha o a los empresarios. Estos llamados a la movilización traen por debajo un chantaje más o menos solapado o se usan para activar un fantasma que busca meter miedo, algo muy evidente si se toma en cuenta que algunos de los que llaman a la calle son los mismos que en otras oportunidades han deslizado la amenaza de un nuevo “estallido”, con la cantinela de “no lo vieron venir” o la sonajera del “se los dije”. Algo que recuerda esos “vietnames” con los que jugaba Altamirano, con algo de la satisfacción malsana de quien acepta la destrucción con el falso consuelo de creer que siempre se tuvo la razón.

Me parece que aquí hay una secuencia de eufemismos e hipocresía. Se dice que nadie debiera temer a la voluntad general. Se confía además que “las movilizaciones sociales” espontáneas se comportarán exactamente como ellos quieren que lo hagan, como si tuvieran un control remoto para manejarlas. Cuando se habla de la calle nadie piensa en una romería con gente desfilando entre cánticos y pancartas, en un clima de sana camaradería. Eso no funciona. Cuando la semana pasada un grupo de organizaciones sociales convocó a un gran paro nacional, esperaban revivir los días de octubre de 2019 porque nunca han tenido más fuerza y poder.

Por detrás de todo este simulacro de soberanía popular se sigue dando una batalla por fijar una interpretación de los acontecimientos de ese mes de octubre. Después de nuestro bochorno constitucional se dice que hay una reacción conservadora que busca reducir la gesta del “estallido” en una mera asonada delictual olvidando su épica. No hace mucho, una de las versiones de nuestro presidente le dijo a un grupo de adherentes que “en el último tiempo hay quienes han tratado de reescribir la historia reciente de Chile. Y a lo que pasó el 2019 le han llamado el estallido delictual o un golpe de Estado no convencional incluso”. Esto no es cierto, y no por las opiniones del presidente al respecto, sino solo porque esa historia no ha sido escrita. Salvador Allende dijo que “la historia la hacen los pueblos”, pero eso no quiere decir que ellos la escriban. Otros tienen que hacerlo, estableciendo lo que ocurrió y ofreciendo, si es necesario, una interpretación que podrá revisarse siguiendo determinadas reglas. Hay toda una biblioteca de versiones y análisis, pero ninguna crónica detallada de lo que ocurrió en Chile durante esos días terribles. ¿Quién quemó el metro?

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