“Nunca pensé en ser artista, pero siempre el arte estuvo en mi vida. Yo crecí en una casa taller, porque mi papá trabajaba en la casa. El arte invade todo. Mi casa nunca estuvo muy decorada. Siempre linda, pero llena de maquetas, estandartes, banderas, tapices, animaciones... Mi mamá tenía siempre máquinas de coser funcionando, porque también era muy artista, materializaba muchas obras de mi papá... Me acuerdo de llegar del colegio y lo primero que me decían era: ‘¡Cuidado! ¡no pises!'”, dice Beatrice di Girolamo, sentada en una de las mesas de Selvaggio, su panadería en el Barrio Yungay.

La artista visual, escultora y pintora, hija de Vittorio di Girolamo y de Marta Armanet, hizo su práctica de diseño en Apple Chile y ahí se quedó después como directora de arte, donde se sumergió primero en el mundo del diseño gráfico.

En su casa taller —un espacio deslumbrante en la Ex fábrica Caffarena— expone algunas de esas piezas de maderas recicladas que juegan con los colores y la luz y de las que ha hecho su sello, también en su panadería, aunque su obra mayor, sus piezas de gran tamaño, adquieren vida propia en el Metro Estación San Alberto Hurtado, en edificios de grandes empresas y en algunos hogares de coleccionistas (@beatricedigirolamo).

“Mi mamá me enseñó la ‘manipulación de materiales', como le llamaba, porque cada material requiere una manipulación diversa. Ella siempre estaba muy metida en el mundo masculino. Muy femenina, de rush y taco alto, pero siempre taladro en mano. De mi papá, heredé la profundidad para abordar los temas, la organización y el rigor”, relata.

Su primera obra la hizo con tablas para macerar vino. “Es un encuentro, un enamoramiento. Muy fuerte. Es un momento de mucha verdad, que te pasa a llevar, es a pesar de uno. El 2009 expuse por primera vez en una galería, la de Patricia Ready y no paré más”.

—¿Tu papá te habló siempre de arte?

—Sí. Recuerdo que cuando era niña, él llegó a la casa con una serie de esculturas de un gran artista de arte concreto y mi mamá indignada le dijo: “¡¿Pero cómo traes eso si estamos apretados de lucas?!”. “El arte es el alimento del alma. Es otra manera de comer”, decía él. También es de mi familia el tema de la cocina. Mi nonna Elvira amasaba y le enseñaba a mi mamá, hacía mucha pasta y pañotas, siempre estaban ahí, el arte y la masa. De alguna manera, yo lo repliqué ahora. No planifiqué nada, pero ha sido volver a mi infancia.

—¿Cuándo llegaron los murales?

—El 2004 empecé con la madera, pero empecé a pintar de mucho antes, desde que veía a mi papá y a mi nono Giulio. Soy la menor de cinco hermanos, y ellos me marcaron mucho también. Uno hacía maquetas de barco, hoy es diseñador naval, el otro es arquitecto, el otro ecólogo, otra geógrafa y otra es una diseñadora gráfica seca. Yo era bien loca y nunca sentí que me censuraran. Comencé a pintar sobre tela primero, tomé unos cursos de arte, pero no sucedía nada conmigo y la pintura, entonces comencé a poner arena, a buscar texturas. Armé unos bastidores y comenzar a pintar sobre la madera y eso me gustó mucho. El soporte también tiene vida. ¿Y por qué las maderas no se salen del formato? Ahí empecé a jugar con las tablas.

—En 2021 inauguraste “Vestigios: Arqueología de la Ciudad”, para el Metro, una obra de 136 metros cuadrados de superficie. ¿Fue clave en tu trayectoria?

—Esa obra marcó un antes y un después en mi trayectoria como artista. Fue un desafío muy grande. Nos demoramos seis meses en construirlos y cuatro años en recolectar las donaciones de la comunidad, porque esa participación era clave en mi propuesta, que seleccionó el Hogar de Cristo. Lo interesante de trabajar con formato grande es que necesitas un equipo y construyes junto a ellos. La gente me traía cosas importantes para ellos, como un closet antiguo, un portón hecho a mano, pelotas de fútbol, una trutruca, un lazo de huaso. Me tocó la pandemia y el estallido social, por lo que puse mascarillas y los vestigios de las marchas también. Metí Chile en esa obra. Fue muy potente. Ahí tomó otra dimensión mi trabajo.

—¿Fue difícil al inicio?¿Era un peso el apellido di Girolamo? Una familia de artistas: tu abuelo, tu papá, tu tío Claudio, tu prima Claudia y varios más…

—La verdad, mi comienzo fue rápido; gustó mi trabajo y yo lo aproveché. Fue navegar con vela con el viento a favor. Al principio yo no me quise dedicar al arte, porque encontraba que era ya mucho, ¡demasiados artistas! Y me puse a diseñar. Mi hermana diseñadora era mi ídola. ¡Mi papá fue un adelantado a su época! Hacía trabajos geniales, unos muebles como cubo, los escandinavos de ahora, y no lo entendieron. Mi papá siempre fue muy de vanguardia. Y no es que sienta “la presión de ser di Girolamo”, lo asumo y juego, porque no me he colgado de eso. Tampoco es que diga: “Soy di Girolamo, entonces soy taquilla” (risas). Sí, hay artistazos en mi familia. Pero a mí los que me impresionan son los artistas que nacen en familias donde no hay ningún artista. Eso tiene mucho más mérito.

“El arte invade la vida”

Beatrice estaba intentando disfrutar un cumpleaños, triste, porque le habían pedido su taller en Vitacura, cuando la cumpleañera —una amiga— la arquitecta Cazú Zegers, la vio y le ofreció la mejor solución que pudo haber soñado: el espacio que hoy ocupa en Yungay.

“Llegué sola a este lugar en 2015, después se vinieron mis compañeros de Galería MUT, que se habían quedado sin taller”, dice sobre la comunidad artística que comenzó a forjar. Hoy comparte espacio con 14 artistas, como Sebastián Maquieira, Klaudia Kemper, Jessica Briceño, Cristián Silva–Avária, Tania González, Norton Maza, María Claro, Cristian Velasco y Sebastián Palma, entre otros.

“Para la pandemia, en el 2020, me vine a vivir acá”, relata.

—¿Es solo ganancia vivir en el lugar donde trabajas?

—Hay un plus porque me levanto, me preparo un café y comienzo. Pero el arte invade la vida. De repente un proyecto grande te invade el living y uno quisiera no ver ese proyecto un rato, no te desconectas nunca. Ahora me acomoda, porque además estoy al lado de mi panadería.

—En este diálogo con tu obra, ¿qué tan fácil es darte cuenta de que está terminada?

—Buena pregunta. Me gusta dejarla no lista. Siempre paro un poco antes, porque tiene que generar un poco de vértigo. Es como la pasta, cuando queda sobrecocinada no funciona, debe ser al dente. A veces, me pasa que digo “¡esto está pésimo!” y me voy, pero al día siguiente vuelvo y la miro, “¡esto está bien bueno!” (carcajadas). Es importante hacer pausas y tomar distancia. Muchas veces le saco foto y pruebo en el computador otras variantes.

—Es un estilo que ya manejas tan bien, ¿sigue siendo desafiante?

—Totalmente. Cada obra para mi es desafiante, nunca hago lo mismo que antes. Cada obra que hago me pone nerviosa. Trabajo mucho por encargo, porque son proyectos que se aproximan mucho a la arquitectura. Jamás me dejo estar. Después de la serie “Robles”, armé la línea “Vestigios”, que incorpora neumáticos, latones, puertas, ventanas. Y luego la serie “Artífices de la luz”, dibujando las sombras sobre una superficie con fierritos.

—Después de la obra del Metro ya te denominaste artista, ¿no? Marcó un vínculo distinto con la gente también, con aquel público que no va a las galerías.

—Cierto. Es que no es llegar y autodenominarse artista; hay que ganárselo. Yo no creí serlo durante mucho tiempo, tenía mucho pudor. Hacer un proyecto con la comunidad como este suena lindo, pero hazlo. Haz que funcione y que cuando se cuelgue no se caiga con el paso de los trenes. Hay un tremendo trabajo detrás. Mi papá lloraba en la inauguración, fue muy emocionante. Y fíjate que una noche estábamos montando, 2 de la mañana, yo arriba de un andamio cuando una chica del aseo me dice con la escoba en la mano: “Qué bonito, ¿y esto qué es?”. YAo le dije: “Todo esto es para ustedes, es un museo abierto a toda la gente”. Yo recuerdo mucho ese diálogo.

“El pan es súper democrático”

“Mira, viene gente de todas las ondas. Esta panadería podría estar en Vitacura, pero está acá y con precios accesibles. Igualdad de oportunidades y dignidad. Es que el pan es súper democrático”, dice Beatrice observando a quienes entran a Selvaggio, una casona de 1920, con aires de museo, con el pan leudando a la vista y los panaderos amasando frente a los comensales.

Es un espacio de mucha madera sobre un fondo azul casi negro, como el color del cielo a la hora en la que estos panaderos trabajan, a cargo de Alejandro Aguilar, “brazo derecho” de Di Girolamo. “Partimos con algo muy pequeño. Después con las pizzas, con las mesitas, los toldos, el restaurante. Nada fue muy planeado. Hacer pan es un arte, por eso hicimos un mini museo del pan con el origen y descripción de cada producto”, explica.

Entre el público frecuente, está el Presidente Gabriel Boric, quien vive a un par de casas de distancia.

—El Presidente inauguró la zona infantil en el Parque Portales y te nombró entre los emprendedores que trabajan a diario por transformar el barrio.

—El barrio estaba bien abandonado, bastante a maltraer. Se fundó en 1839, es el barrio más antiguo de todo Santiago. Que el Presidente se haya instalado acá es una muy bonita señal y habla de sus ganas de levantar este barrio. Porque tenemos un patrimonio material e inmaterial muy grande. Hay una comunidad muy fuerte, una junta de vecinos muy activa, es un barrio muy especial. Se ha estigmatizado mucho, porque como vive el Presidente acá, los medios destacan solo la delincuencia. Por eso el Presidente hizo un llamado a contar sobre lo bueno. Este parque va a ser un eje desde Quinta Normal hasta el centro. Es importante instaurar la confianza, que es de lo que habló la ministra Tohá. Se están recuperando los espacios que estaban tomados por la delincuencia.

—Es que la delincuencia es real, son los mismos vecinos los que sufren y piden mayor seguridad.

—Sí, pero hay delincuencia en todos lados. Este barrio está mucho mejor que antes. Yo vivo muy tranquila acá. Y también porque el Presidente está acá salimos en la revista Time Out como el noveno barrio más cool del mundo. Hay una pulsión muy grande en este barrio con el arte. Me encanta Yungay, porque siento que vivo en Chile. Aquí hay personas en situación de calle y otras de muy buena situación. Muchos migrantes también, aquí hay de todo.

—Y cuando viene para acá, ¿qué tal?

—Viene harto, saluda como cualquier persona y se sienta en una mesita a leer. Nadie lo molesta. Hemos conversado sobre la urgencia por intervenir el barrio. Él quiere tener una reunión con Irací Hassler, con los bolicheros y los vecinos. Ya se han llevado a albergues a varias personas en situación de calle, se siente otra energía. El tema de la cultura también es clave para él, dijo que se iba a juntar con la ministra para coordinar acciones. Es que la cultura es fundamental para una sociedad.

—Varios artistas se han declarados decepcionados, porque había altas expectativas ante un plan de gobierno que fortalecía la cultura.

—En cultura estamos al debe, es verdad. Entiendo ese sentir, porque no vemos muchos cambios. Falta apoyo a los artistas visuales, a la escultura, la pintura, la danza. Chile necesita una intervención en educación y cultura porque un pueblo culto es otro mundo. Es un alimento para el alma y una manera de prevenir la delincuencia y desigualdad. La cultura es todo.

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