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El estallido social dejó una larga lista de grabaciones inmediatas y documentales que celebraron el momento con un afiebrado entusiasmo. Estas obras reactivas e instantáneas contrastan con otras que iluminan el fenómeno desde la distancia que entrega el tiempo, como por ejemplo “Real Windows” (2022) —subvalorado trabajo de Pedro Pavez y Joel Cisternas que se centra obsesivamente en los enfrentamientos callejeros en Valparaíso, esquivando todo tipo de discurso épico— y “El que baila pasa” (2023), de Carlos Araya, elucubración imaginativa sobre una revuelta que es abordada como si hubiese sido un sueño. Ambas aproximaciones tienen colores distintos. Las primeras están marcadas por el triunfo; las segundas son conscientes del peso del fracaso.

“Mi país imaginario”, de Patricio Guzmán, pertenece a las entusiastas. Nació en las calles durante el 2019 y se extendió hasta el primer proceso constituyente. A pesar de los matices que surgen de la cavilación en off del director, se podría decir que la película funciona como un canto de esperanza que, justamente por eso, perdió algo de poder frente a los hechos posteriores. “¿Cómo es posible que esté delante de una segunda revolución chilena?”, se pregunta Guzmán mientras vemos la Alameda repleta de personas. Entre bailes, íconos efímeros y viejas glorias, el director rememora el espíritu de la Unidad Popular que retrató en “El primer año”, su ópera prima de 1972 que el 4 de abril volverá a los cines en una versión restaurada por la compañía neoyorquina Icarus Films.

El clima de celebración enlaza, al menos en apariencia, el primer documental de Guzmán con el último. La elección presidencial de 1970, que dio como ganador a Salvador Allende, abre lo que podríamos definir como una crónica calendarizada del primer año de Gobierno. El director no disimula su exaltación y no tiene por qué hacerlo (la objetividad es un gran mito en el cine): elogia la nacionalización del acero, el salitre y el cobre; resalta la preocupación del Gobierno por los mapuches, los mineros y los pescadores; filma a Allende con devoción y a un carismático Fidel Castro que bromea frente a los periodistas televisivos. No sería justo decir que es un panfleto porque todo está filtrado por la mirada personal de Guzmán, pero hay que reconocer que tiene ciertos ribetes de epopeya política.

La decisión de que las imágenes hablen más que las palabras hace que la obra tome cierta distancia del discurso más explícito de “Mi país imaginario”. Pero hay una diferencia más sustanciosa: “El primer año” no le da la espalda al descontento. La cámara registra las marchas, las reacciones en la Bolsa, el desabastecimiento. Los espectros de la derrota esperan al final del camino. Esto convierte al documental en la precuela perfecta de “La batalla de Chile”. Es una obra de transición involuntaria que concluye con una interrogación: “¿Fin?”

En términos formales, el Guzmán de juventud parece más lúdico y explorador que el posterior. El montaje es dinámico. La cámara se obsesiona con los rostros de los ciudadanos en primeros planos. El registro de las elecciones municipales del 5 de abril de 1970 incluye una sucesión de papeletas que entran en las urnas con el ritmo de una película experimental. La historia de Arturo Prat es narrada por niños de una escuela mientras vemos un collage de dibujos y pinturas. Estas decisiones rompen con los paradigmas rígidos del cine político de la época.

Ahora bien, el gran maestro en el uso de este tipo de recursos fue Chris Marker, inventor del cine subjetivo y una de las voces en off más brillantes de la historia. Él se hace cargo de una introducción pensada para el público francés en la que se narra, mediante imágenes fijas y las fotografías que Raymond Depardon tomó en el Chile de la UP, la historia del país desde la colonización. El prefacio es impecable como todo lo de Marker. “La primera dificultad de una película sobre Chile es hacer caber a Chile dentro de la película”, analiza lúcidamente el filósofo francés Régis Debray, bajo la dirección del autor de obras emblemáticas como “La Jetée” (el primer y quizás único documental de ciencia ficción) y “Sans soleil”.

Más allá de su valor testimonial, “El primer año” tiene el pulso frenético del cine de aquellos años. Es un diario de utopías que, al margen de su entusiasmo mutilado, no pierde vigencia dentro de la maquinaria cíclica de la historia.

El reestreno de la ópera prima de Patricio Guzmán coincidirá en la cartelera con “Himno”, documental del musicólogo Martín Farías (ganador del último In-Edit) que reconstruye la historia de la canción emblema de los días de la Unidad Popular: “El pueblo unido jamás será vencido”. Guardando las diferencias, aquí impera también un sentido lúdico que aleja la película de las convenciones (digamos, la construcción periodística tipo Netflix). Como si fuera Guzmán, Farías se hace una pregunta: “¿Cómo se hace un documental sobre una canción? ¿Cuáles son las imágenes que le corresponden a ese sonido?”. La respuesta es una amalgama de imágenes de doble exposición, rescatadas de algún archivo de la época, que se mezclan con extractos de propagandas anti-comunistas realizadas en Estados Unidos durante los 50.

Esa naturaleza de collage le da una frescura a una obra que evita idealizaciones para centrarse obsesivamente en la composición de Sergio Ortega, escrita junto a Quilapayún, que trascendió la Unidad Popular chilena para ser interpretada por los finlandeses de Agitprop, el portugués Luis Cília o La Fanfare Invisible, orquesta actual de jóvenes franceses que rescatan repertorio de protesta. “La canción tuvo un origen estético, no político”, afirma en un momento Ortega, quien se inspiró en la música clásica sin sospechar que 50 años más tarde sería usada como uno de los himnos infaltables del estallido social. En definitiva, y en suma, “El primer año” e “Himno” pueden funcionar como un díptico sobre sueños rotos, militancia y procesos colectivos.

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