Ainhoa Vásquez, investigadora y académica chilena, quien residió durante 16 años en México y que recientemente retornó al país, ha emergido como una figura frecuente en el debate público debido a que lleva más de diez años trabajando en temas vinculados al narcotráfico y la narcocultura nacional.

Doctora en literatura de la Universidad Católica, autora de «No mirar: Tres razones para defender las narcoseries» (2020) y editora de «Narcocultura de norte a sur. Una mirada cultural al fenómeno del narco» (2017), sostiene que, aunque los narcofunerales y los fuegos artificiales son autóctonos de Chile, existen elementos transculturales en la escena narco local, como la apropiación de la llamada “Santa Muerte”, símbolo de culto mexicano.

Hoy, su última publicación, «Narcocultura: Masculinidad precaria, violencia y espectáculo» (Paidós, 2024), llega a las librerías, estableciendo diferencias entre narcotráfico, narcocultura, narconarrativas y narcoficciones, desentrañando el complejo entramado conceptual que rodea a estas expresiones.

En esta entrevista, Vásquez —que actualmente está trabajando como metodóloga en un proyecto de investigación con la Universidad Austral, la PUC y la Universidad de Chile—, aborda el impacto del narcotráfico en la juventud chilena y reflexiona sobre cómo la música urbana y la narcocultura reflejan y contribuyen al ciclo de violencia y autoafirmación en torno al narco: “Ellos tratan de llamar la atención a través de esta música, pero también se van involucrando en el narcotráfico sin saber las consecuencias”.

“Mayol confunde la realidad con la ficción”

—En tu libro haces distinciones entre el narcotráfico, la narcocultura, las narconarrativas y las narcoficciones. ¿Cuáles son esas diferencias?

—El narcotráfico es el crimen, el negocio del que nosotros como personas comunes y corrientes no participamos porque no sacamos ningún rédito de esta industria. El narcotráfico va desde el cultivo, pasando por toda la cadena: transportistas, abogados, banqueros, proveedores; hasta llegar a los consumidores. Después tenemos a la narcocultura que es la cultura propia de los narcotraficantes, cómo se desenvuelven en el mundo, la relación entre ellos, su modo de actuar y habitar la violencia y las armas, la narcoestética estridente, kitsch, que nosotros asociamos al bling-bling. Luego tenemos las narconarrativas, que es cómo se cuenta el narcotráfico y la narcocultura, entre la ficción y la realidad, donde están la crónica, los documentales o la música. Es un fresco de esta narcocultura. Y las narcoficciones son la representación ficticia de esta narcocultura y de este mundo: las series de televisión, el cine, el arte y la literatura.

—¿Por qué piensas que la estética narco resulta tan fascinante?

—Porque es un signo de estatus. Y tiene que ver con nuestro deseo de consumir que viene del neoliberalismo. Vemos a gente que ha logrado salir de la pobreza y que tiene acceso a bienes materiales que son llamativos y les gusta exhibirlos. La narcocultura nos ha permeado. Decimos: “bueno, yo no me voy a volver narco, pero tal vez me gustaría tener un Hummer”. O “no me voy a volver narco pero tal vez me gustaría tener una cadena de oro que tuviera una pistolita”. En el fondo, es la épica de las películas y el capitalismo. De alguna manera la narcocultura te empodera. Nos permite adquirir esa ilusión, sin que te vuelvas narcotraficante.

—Esa ilusión me hace pensar en el “narcozorrón”, ese que se educó en los colegios más prestigiosos del país y que, sin embargo, consume, trafica y ostenta en redes sociales. En el sitio web «Tercera Dosis» se publicó un artículo titulado: “Narcozorrones y microtráfico ABC1”. ¿Qué reflexión te suscita esa figura?

—En México esta idea se llama “los alucines”, porque alucinan que son narcos. Hacen una performance de lo narco, aunque no estén vinculados con el narcotráfico. Una de las hipótesis de mi libro es que la juventud ha sido segregada. Los jóvenes de cualquier condición social y económica se sienten marginalizados, entonces adoptar la narcocultura es tomar un postura rebelde frente al mundo.

—Peso Pluma canceló su participación en el festival de Viña del Mar. Su figura se había vuelto noticia en el verano debido a una columna de Alberto Mayol que decía: “el 1 de marzo de 2024, día de cierre del Festival Internacional de Viña del Mar, ocurrirá algo estrictamente equivalente. Sí, un hecho equivalente a tener un cantante que promueve la pedofilia”. ¿Qué opinas de los dichos de Mayol?

—Es mezclar peras con manzanas. Está confundiendo la realidad con la ficción. Ese es justo el problema. Peso Pluma es un joven exponente de lo que ocurre en México. ¿Cómo le vamos a pedir que cante solamente sobre el amor si está viviendo una guerra contra el narco? Donde él nació hay una guerra contra el narco y las personas que lo rodean son narcotraficantes. Entonces, me parece que la visión de (Mayol) es elitista, sesgada y reduccionista respecto a un fenómeno que tiene aristas difíciles. No estamos hablando de una guerra de buenos contra malos. Hay un problema social y tenemos que ver cómo lo solucionamos. Y si seguimos criminalizando a los jóvenes porque hacen música que tiene que ver con el narco, no estamos entendiendo cuáles son las razones. Peso Pluma es un cabro que se crio en Sinaloa y él da cuenta de su mundo. El narco es su primo, su tío, su mejor amigo del colegio. Cuando estamos viviendo en un contexto de narcotráfico donde nuestros pares son narcotraficantes, no podemos hacer esas distinciones de ribetes morales tan fácilmente.

—La demolición de casas narco por parte del alcalde de La Florida, Rodolfo Carter, han sido exhibidas en televisión como un espectáculo mediático. ¿Cómo calificarías esas medidas?

—Es populismo. Demoler casas de narcos no soluciona nada. Distinto es si vas a demoler los narcomausoleos, porque ahí sí estás interfiriendo la vía pública, la comunidad. Es fundamental dar una señal simbólica y decir: “no voy a dejar que te tomes el espacio público”, pero otra cosa es lo privado. Las narcocasas son privadas; es inútil. Son medidas populistas que no garantizan nada, que ni siquiera entregan señales simbólicas. Pero la gente no es tonta, lo ve como un espectáculo.

—¿Se puede tener autoridades que combatan el narcotráfico si son consumidoras de drogas? ¿O piensas que las autoridades deberían hacerse un test de drogas para ejercer sus cargos?

—Yo creo que el problema que hemos tenido en la guerra contra el narco, en toda Latinoamérica, es que nos hemos centrado en el consumidor. El consumidor no es un delincuente. En general, es una víctima del narcotráfico. Sería importante no criminalizar al consumidor y, al revés, buscar otro tipo de políticas públicas que nos permitan acabar con el narcotráfico. Por ejemplo, la legalización. Si soy consecuente con eso, no creo que sea necesario hacerle un test de drogas a nadie. Pero sí apelo a la responsabilidad individual de quienes tienen cargos de poder. Es fundamental que nuestras autoridades no consuman drogas. Pero en Chile tenemos un problema de consumo impresionante. Es muchísimo más que en México. México es un país que no es consumidor, Chile sí. Tú vas a cualquier parte y te ofrecen droga.

“Los narcos son vistos como íconos rebeldes”

—La narcoinfluencer de TikTok, Sabrina Durán, conocida como Joakina Gusman, fue asesinada a tiros el año pasado. Ella tenía 24 años, estuvo en la cárcel y desde ahí compartía por redes sociales sus bailes y canciones de reguetón. ¿Ella practicaba el narcomarketing?

—Sí, ella hacía narcomarketing. En su caso, fue apropiarse de la marca del Chapo Guzmán para hacerse famosa. Pablo Escobar también es una marca registrada y tiene chapitas, tazas, polerones, poleras; es toda una mercadotecnia gigante en torno a su figura. Esto pasa porque (los narcotraficantes) son vistos como íconos rebeldes que han logrado romper con el sistema y desafiar a Estados Unidos. Tiene que ver con el marketing, pero también con la idea de sentirse poderosa.

—Dj Lizz, exponente del “Neoperreo”, contó en una entrevista que su música “es un espacio seguro no solo para las mujeres, sino para las disidencias, para contar la otra parte de esa realidad. Las mujeres empiezan a contar su historia, la de ser puta, la de ser traficante, la de ser una mujer de negocio, una mujer empoderada, una mujer madre, una mujer que dice, hace, se viste como quiere y que de alguna manera también refleja nuestra realidad social y política”. ¿Qué te parece su testimonio?

—Me parece inteligente. Ella está contando su realidad, lo que vivió, lo que pasa con las mujeres de su alrededor, que no tienen más alternativa, muchas veces, que volverse prostitutas, volverse traficantes, porque es una forma de salir de la exclusión en la que han vivido. La mayoría de las mujeres que se meten en el narco son víctimas. Porque son cosificadas, sexualizadas, o porque son reclutadas para cumplir los roles más bajos dentro de la cadena del narco, como ser burreras. Son más fáciles de atrapar y mueren en el camino cuando se les revienta la droga en el cuerpo. Muchas mujeres se involucran en el narco porque tienen hijos o tienen novios que las involucran. En México es tremendo el tema de la trata de blancas porque es tan redituable como el narcotráfico. A las mujeres las roban, las secuestran, las hacen prostituirse 200 veces al día, entonces imagínate el dinero que sacan con esto.

—El Tren de Aragua opera en Chile de manera similar.

—Exactamente. A mí en el libro también me interesaba rescatar a las otras, a las que no han sido víctimas. Hay poca información sobre la chilena Amanda Huasaf. Nosotros tuvimos el primer cartel latinoamericano que, además, fue liderado por una mujer. Ella nunca utilizó la violencia y era la responsable del 80% de la droga que entraba a Estados Unidos. A Amanda le funcionó perfecto el hecho de ser mujer y pudo operar con esta estructura de cartel durante casi diez años, porque era una señora muy elegante que nadie imaginaba que podía ser una narcotraficante poderosa.

—El podcast «¿Quién Mató a Anna Cook?» investiga la muerte de la DJ Anna Cook, que habría muerto de sobredosis en 2017. Ella tenía 26 años, era narcotraficante y grupos feministas dijeron que fue víctima de un femicidio. Su apodo, Cook, se debía a que cocinaba drogas. ¿Cómo interpretas ese caso?

—Encontré genial ese podcast. Me encanta este juego de voces, donde una (de las narradoras) es abogada del diablo. Y llegué un poco a la misma conclusión que ellas: que no hay nadie que haya matado a Anna Cook, no hay una intervención de terceros, pero sí hay una sociedad que la fue matando de a poco. Ella era una joven segregada por su condición socio económica, por ser lesbiana. Ella era un micro traficante que revendía esa droga que había comprado a un mayorista. Y tenemos que centrarnos en estos grandes, no en estos jóvenes que no ven otra salida.

—En tu libro hablas de los jóvenes que se tomaron Plaza Italia en 2019. ¿Qué relación existió entre la música urbana y el estallido social?

—Había mucho descontento por parte de los jóvenes y, coincidiendo con el estallido social y potenciado por la pandemia, fue cuando se dio el auge de la música urbana de todos estos jóvenes que simulan ser narcotraficantes y cuentan su vida. Por eso me parece un grito desesperado de la juventud, como decir: “Pésquenme. Sea o no sea narco, al menos voy a hacerte parecer que soy un rebelde y un antisistema”.

—«La Tercera» publicó el reportaje “El trágico obituario de la música urbana chilena” donde se cuenta como en los últimos cinco años casi una decena de cantantes del género urbano han muerto por balazos y peleas. ¿Cómo analizas esos acontecimientos?

—Es una serpiente que se come la cola. Ellos tratan de llamar la atención a través de esta música pero también se van involucrando en el narcotráfico sin saber las consecuencias. La fotografía de portada de mi libro (del fotógrafo Alejandro Olivares, autor del ensayo documental “Living Periferia”) lo demuestra súper bien: es un cabro joven con toda la pinta, creyéndose cool, con su cadena, con un tatuaje que dice “mami te amo”, con la cicatriz, pero al final se está apuntando él mismo. Ese es el reflejo de la narcocultura. Ellos no se dan cuenta de que esto es una ruleta rusa donde al final van a terminar muertos.

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