Los presidentes estadounidenses son igual de propensos a no revelar su información médica”.

Lo más sorprendente de la revelación de que el rey Carlos III fue diagnosticado con cáncer, tras menos de dos años en el trono, es el hecho de que se haya dado a conocer.

El cáncer es común; la franqueza sobre la salud de la familia real británica, no tanto. Durante siglos, la corona británica ha hecho todo lo posible por ocultar el estado del cuerpo del soberano. La sinceridad de Carlos parece ser una señal de su anhelo de ser un tipo de monarca distinto.

Un rey en el poder siempre ha sido la encarnación del Estado, una metáfora viviente de su salud. Solo hace falta ver el retrato, de más de dos metros, que hizo Hans Holbein en 1537 de Enrique VIII: un gigante robusto que dominaba el mundo. Monarca sano, país sano.

También funciona a la inversa. Shakespeare convirtió a Ricardo III, el rey al que el padre de Enrique le arrebató el trono en 1485, en un hombre jorobado y con tanta fealdad que los perros ladraban a su paso. El análisis de los restos de Ricardo reveló que simplemente tenía escoliosis.

Cuando tu cuerpo es el Estado, ¿cómo hablas de su inevitable debilidad y fragilidad? Históricamente, no se hace. En 1859, el káiser Guillermo II, el último emperador alemán, nació con un brazo paralizado (y probablemente con algún daño cerebral) a consecuencia de un parto complicado. La idea de un heredero con alguna discapacidad física era impensable, sobre todo en un país donde la aristocracia se definía por su pericia militar. El abuelo de Guillermo incluso preguntó si era apropiado dar felicitaciones por el nacimiento de su nieto.

Hemofilia y porfiria

Un primo de Guillermo, Nicolás II, último zar de Rusia, hizo todo lo posible por ocultar la hemofilia de su hijo y heredero, Alekséi, y se negó a explicar la presencia del sanador de mala fama Rasputín, cuyas acciones se convirtieron en una metáfora de la corrupción del Estado ruso.

Casi siempre, estas inhibiciones tuvieron un costo personal, emocional y político. Se cree que el origen del gen de la hemofilia de Alekséi no es otro que la tatarabuela de Carlos, la reina Victoria. Victoria transmitió el gen a su hijo Leopoldo, quien murió a los 30 años en 1884, tras sufrir una hemorragia cerebral después de una caída, y a dos de sus hijas. El gen pasó a la familia real de Rusia, a través de una de sus nietas, la zarina Alejandra, y a Alemania, a través de su hija Alicia. Luego de la muerte de la reina, pasó a la familia real española, a través de su nieta Victoria Eugenia, quien se casó con el rey Alfonso XIII en 1906. Su marido descubrió que ella era portadora del gen, lo que contribuyó a su separación, y el mayor y el menor de sus hijos murieron por hemorragias.

Victoria también podría haber sido portadora de porfiria, la enfermedad a la que algunos historiadores han atribuido la locura de Jorge III y que produce síntomas como un dolor abdominal atroz, sarpullidos en la piel y orina púrpura. La hija mayor de la reina (Victoria, madre del káiser Guillermo II) podría haber padecido también porfiria. Que ambas enfermedades pudieran estar presentes en la familia real británica fue un secreto muy bien guardado.

Cabría esperar que, a medida que la familia real británica se convertía en una institución ceremonial sin poder, se hiciera más abierta. Sin embargo, ocurrió lo contrario. Si la apariencia es el único poder que tienes, importa mucho. Justo antes de la medianoche del 20 de enero de 1936, el médico real Bertrand Dawson le inyectó en la “vena yugular distendida” de Jorge V una mezcla que contenía suficiente morfina y cocaína para matarlo al menos dos veces. La historia se reveló 50 años después por el biógrafo de lord Dawson.

Jorge VI, el abuelo del monarca actual, fumaba dos paquetes de cigarros al día, y cuando murió ya le habían extirpado completamente el pulmón izquierdo. No obstante, se informó que la causa de su muerte fue una trombosis coronaria, una enfermedad con menos estigma social que el cáncer. Según un biógrafo reciente de la reina Isabel II (Gyles Brandreth, un amigo cercano de su marido), la causa declarada de su muerte —“vejez”— era un eufemismo para referirse al mieloma múltiple, un tipo de cáncer en la médula ósea.

Así que ha habido simpatía y elogios generalizados por la franqueza del rey Carlos. “Su majestad ha decidido compartir su diagnóstico”, explicaba el comunicado oficial, “para evitar especulaciones y con la esperanza de que pueda ayudar a la comprensión pública de todas las personas en el mundo afectadas por el cáncer”.

Se podría argumentar que esa era la información mínima que el rey podía ofrecer, pues cualquier ausencia en sus obligaciones públicas se notaría bastante pronto. Además, no especificaba qué cáncer padece ni lo avanzado que está. Como escribió Richard Smith, exdirector de The British Medical Journal, el rey podría estar bien o “morir en pocas semanas”.

Los presidentes estadounidenses son igual de propensos a no revelar su información médica: Franklin Roosevelt ocultó los efectos de su poliomielitis; el bronceado permanente de John Kennedy distrajo al mundo de su enfermedad de Addison y de su probable enfermedad celíaca. El estado físico y mental de un presidente de EE. UU. tiene repercusiones tangibles tanto en la política estadounidense como en la del resto del mundo. Seguirá habiendo especulaciones intensas sobre este tema para los candidatos septuagenario y octogenario en las próximas elecciones presidenciales de EE.UU., pero nadie espera que ninguno de ellos diga toda la verdad.

Miranda Carter es autora de “George, Nicholas and Wilhelm: Three Royal Cousins and the Road to World War I”.

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