Introducción

Este libro no es un llamamiento al bipartidismo, ni un panfleto contra la cultura de la cancelación. Tampoco hablaré aquí de la virtud liberal de esforzarse para tratar de entender a aquellos que no comparten tus opiniones, aunque sí creo que es una virtud. Pero yo no me considero una liberal, tal vez porque vivo en un lugar donde «liberal» significa únicamente «libertario», y se cuenta en todo momento con una variada oferta de posiciones de izquierdas. Mis lealtades siempre han sido partidistas: me crie en el estado de Georgia, durante el Movimiento por los Derechos Civiles, y me hice de izquierdas. En un momento en el que incluso el término «liberal» se emplea a menudo como un insulto en la cultura estadounidense, resulta fácil olvidar que hubo un tiempo en el que «socialista» describía una postura política perfectamente respetable en la tierra de la libertad. Nada menos que Albert Einstein escribió una orgullosa defensa del socialismo en pleno apogeo de la Guerra Fría. Al igual que Einstein y otros muchos, no tengo ningún problema en que me califiquen de izquierdista y socialista.

Lo que diferencia a la izquierda de lo liberal es la idea de que, además de unos derechos políticos que garanticen la libertad de expresarse, practicar una religión y viajar como queramos y votar lo que escojamos, reivindica unos derechos sociales que constituyen la base para el ejercicio real de esos derechos políticos. Los autores liberales los denominan ayudas, subsidios o redes de seguridad. Todos estos términos hacen que cosas como unas prácticas laborales justas, la educación, la sanidad y el derecho a la vivienda parezcan más relacionadas con la caridad que con la justicia. Pero tanto estos como otros derechos sociales vinculados a la vida cultural ya se encuentran codificados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas de 1948. Aunque la mayoría de los estados miembros la ratificaron, hasta el momento ninguno ha creado una sociedad que garantice tales derechos, y esta declaración carece de valor jurídico. Pese a que su versión en 530 idiomas la convierte en el documento más traducido del mundo, la declaración continúa teniendo un valor meramente simbólico. Ser de izquierdas significa insistir en que las aspiraciones que describe no son utópicas.

«Es perfectamente posible avanzar gradualmente hacia el socialismo participativo cambiando el sistema legal, fiscal y social en un país o en otro, sin esperar a contar con la unanimidad del planeta», escribió el economista Thomas Piketty. Argumenta que eso puede hacerse mediante aumentos fiscales que equivaldrían a unas tasas impositivas inferiores a las de Estados Unidos y Reino Unido durante el periodo de mayor crecimiento económico de la posguerra. Los conflictos identitarios, concluye, se alimentan de la desilusión respecto a las ideas mismas de la justicia social y una economía justa. Sin embargo, este libro no entra a debatir la visión de que la izquierda debería prestar más atención a las desigualdades económicas que a otro tipo de desigualdades. Yo creo que en efecto debería ser así, pero esa postura ya se ha defendido antes. Lo que más me preocupa aquí son las formas en que las voces contemporáneas consideradas de izquierda han abandonado las ideas filosóficas que son centrales para cualquier punto de vista de izquierda: un compromiso con el universalismo frente al tribalismo, una distinción clara entre justicia y poder y una creencia en la posibilidad de progreso. Todas estas ideas están conectadas entre sí.

Salvo en forma de objetivos ocasionales, resultan difíciles de encontrar en el discurso actual. Eso ha llevado a algunos de mis amigos en distintos países a concluir, con pesimismo, que ellos ya no pertenecen a la izquierda. Pese a haber pasado la vida entera comprometidos con la justicia social, se consideran distanciados de la evolución de lo que se llama izquierda woke, o extrema izquierda, o izquierda radical. Yo no estoy dispuesta a ceder la palabra «izquierda», o a aceptar el planteamiento dicotómico de que los que no son woke tienen que ser reaccionarios.

Por el contrario, mi propósito es analizar cuántos de los que actualmente se autoidentifican como de izquierdas han abandonado ideas fundamentales que cualquier persona de izquierdas debería defender.

En un momento en el que, en todos los continentes, el nacionalismo reaccionario está en alza, ¿no tenemos otros problemas más inmediatos que entender la teoría? Una crítica de la izquierda a aquellos que parecen compartir los mismos valores podría parecer un ejemplo de narcisismo. Pero las diferenciasque me separan de los que son woke no son menores. No son sólo cuestiones de estilo o de tono; entran en el corazón mismo de lo que significa estar a la izquierda. Puede que la derecha sea más peligrosa, pero la izquierda de hoy se ha privado a sí misma de las ideas que necesitamos si queremos resistir el brusco viraje hacia la derecha. Las reacciones woke hacia la masacre de Hamás del 7 de octubre muestran cómo la teoría puede llevara una práctica terrible.

Ese viraje es internacional y organizado. Desde Bangalore a Budapest, y más allá, los nacionalistas de derechas se reúnen con regularidad para compartir apoyos y estrategias, aunque cada nación piense que su civilización es superior. La solidaridad entre ellos sugiere que las creencias nacionalistas se basan solo marginalmente en la idea de que húngaros/noruegos/judíos/alemanes/anglosajones/hindúes son las mejores tribus que puedan existir. Lo que les une es el principio del tribalismo en sí mismo: sólo te conectarás verdaderamente con aquellos que pertenecen a tu clan, y no necesitas mantener compromisos profundos con nadie más. No deja de resultar amargamente irónico que a los tribalistas de hoy en día les resulte más fácil unir fuerzas que a aquellos cuyos compromisos se derivan del universalismo, lo reconozcan o no.

Lo woke no es un movimiento en el sentido tradicional del término. El primer uso registrado de la frase stay woke («mantente despierto») fue en la canción de 1938 del gran cantante de blues Lead Belly, titulada «Scottsboro Boys», dedicada a nueve adolescentes negros cuyas ejecuciones, por unas violaciones que nunca cometieron, solo se consiguieron impedir tras años de protestas internacionales, dirigidas, como a veces se olvida,por el Partido Comunista, mientras que la Asociación Nacional por el Avance de las Personas de Color (NAACP, por sus siglas en inglés) del activista afroamericano W. E. B. Du Bois se mostraba reacia a involucrarse en un principio. Mantenerse despierto ante la injusticia, estar atento a las señales de discriminación, ¿qué podría haber de malo en eso? Sin embargo, en unos pocos años, el término woke ha pasado de ser elogioso a ofensivo. ¿Qué ha pasado?

Desde Ron DeSantis a Rishi Sunak o Éric Zemmour, woke se convirtió en un grito de guerra para atacar a cualquiera que se opusiera al racismo, al igual que la expresión «política identitaria» se había dado la vuelta unos años antes. Desde la San Petersburgo de Rusia hasta la de Florida, Estados Unidos, en la actualidad la palabra woke es tal improperio que muchos colegas me instaron a no criticarla de ninguna forma por temor a que la derecha la instrumentalizara. Sin embargo, no toda la culpa es de la derecha. Barbara Smith, una de las fundadoras del Colectivo del río Combahee, que fue quien acuñó la expresión, insiste en que «política identitaria» empezó a utilizarse de formas que jamás se habían pretendido. «En absoluto queríamos decir con ello que solo trabajaríamos con personas idénticas a nosotros —dijo—. Creíamos firmemente en el hecho de trabajar con personas de diversas identidades sobre problemas comunes».

Algunos podrían afirmar que las semillas para que acabaran siendo ofensivas estaban presentes en las intenciones originales, pero está claro que ni la política identitaria ni la woke se utilizaron con los matices que requerían. Ambas se volvieron divisivas, y generaron un alejamiento que la derecha empezó a explotar rápidamente. Las universidades y empresas son más proclives al exceso woke que las organizaciones comunitarias que trabajan sobre el terreno. Los usos más abusivos de la palabra son los del capitalismo woke, que se aprovecha de la exigencia en pro de la diversidad con el fin de aumentar beneficios. El historiador Touré Reed sostiene que el proceso está calculado: las compañías creen que contratar personal negro les permitirá sacar provecho de los mercados negros. La apropiación a menudo es directa y descarada. En el informe McKinsey sobre la industria del cine se afirmaba que «si abordase las persistentes desigualdades raciales, la industria podría obtener unos ingresos adicionales de diez mil millones de dólares al año, alrededor de un 7 por ciento más sobre el valor de referencia, evaluado en 148.000 millones de dólares». Pero incluso sin la explotación directa de lo que en un principio fueron unos objetivos progresistas, lo woke se ha convertido en una política de símbolos en lugar de serlo del cambio social. El capitalismo woke fue considerado el tema dominante de la conferencia de Davos 2020, pero la asamblea recibió al primer orador, Donald Trump, con una gran ovación. El hecho de que políticos de derechas pronuncien con desprecio la palabra woke no debería ser óbice para su análisis.

Tengo entendido que la editorial francesa que tradujo con cierto éxito dos de mis libros anteriores se negó a publicar este, por temor a que pudiera dar alas a la derecha. «La situación es seria —me dijeron—. Marine Le Pen podría ganar las próximas elecciones». En efecto, la situación es muy grave. Donald Trump podría ganar las próximas elecciones en Estados Unidos, y el partido de extrema derecha alemán no deja de crecer en las encuestas. Pero los peligros no se evitarán fingiendo que lo woke no es un problema, o un fantasma que la derecha ha inventado para sofocar toda demanda de justicia social. Por el contrario, si los que están en la izquierda no son capaces de denunciar el exceso de lo woke, no solo seguirán sintiéndose políticamente desamparados. Su silenció arrojará a aquellos cuya brújula política no es tan nítida en brazos de la derecha. Como la mayoría de las ideas, el universalismo puede instrumentalizarse.

El caso de Francia es significativo. El país que proclamó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano reivindica un legado inmune al racismo. Como afirma la escritora y cineasta Rokhaya Diallo: «Nuestro país, que afirma ser cuna de la Ilustración, pisotea alegremente los derechos, en particular la libertad de expresión». Aunque los tribunales franceses han dictaminado que la práctica de la racialización es una realidad cotidiana, «Francia persigue un ideal de integración y utiliza el laicismo para estandarizar las muestras culturales». Diallo no se opone al universalismo en teoría; al contrario, le gustaría verlo en la práctica. «El universalismo puede reivindicarse desde muchas perspectivas y culturas diferentes, así como desde muchas fuentes intelectuales que no son necesariamente europeas. Pero el problema es que en Francia se ha convertido en un tópico para desacreditar ciertas luchas y ya suena a disfraz de la supremacía blanca».

Pero, a diferencia de Diallo, muchos activistas antirracistas han tomado la instrumentalización que ha hecho la derecha del universalismo como una razón para prescindir de esta idea por completo.

¿Es posible definir lo woke? Arranca con la preocupación por las personas marginadas y termina reduciendo a cada una de ellas al prisma de su marginalización. La idea de interseccionalidad podría haber enfatizado las formas en las que todos nosotros poseemos más de una identidad. En cambio, se centró en aquellas partes de esas identidades que están más marginadas y en multiplicarlas, dando lugar a un panorama traumático.

Lo woke resalta de qué manera se les ha negado la justicia adeterminados grupos, y su intención es rectificar y reparar ese daño. Bajo el foco de las desigualdades de poder, el concepto de justicia a menudo queda relegado a un segundo plano.

Lo woke exige que las naciones y los pueblos se enfrentena sus historiales criminales. En este proceso con frecuencia se concluye que toda la historia es criminal. Algunos críticos dela primera edición de este libro consideraron insuficiente la definición anterior. Me acusaron de que, sin una definición más amplia y una lista de ejemplos, mi crítica carecía de objetivo.

El descontento fue sorprendente, ya que se describen casi a diario ejemplos del comportamiento woke en los periódicos de todo el mundo. Mi objetivo no era proporcionar otra lista de ellos, sino entender las ideas filosóficas enterradas en supuestos aparentemente inofensivos que subyacen al pensamiento woke. Sin embargo, para los lectores que aún no se hayan cansado de ejemplos, he aquí tres más, elegidos entre cientos que muestran formas en las que lo woke puede ser tan ridículo como aterrador.

Una editora alemana promocionó un libro nuevo con la frase: «Este libro te abrirá los ojos». Fue atacada de inmediato por utilizar palabras que podían causar sufrimiento a los ciegos, y obligada a retirar el anuncio.

La joven poetisa negra Amanda Gorman se convirtió en un éxito internacional tras leer su poema «The Hill We Climb» en la toma de posesión de Joe Biden. Diecisiete editoriales compraron los derechos. Para la editorial holandesa, Gorman sugirió a un escritor holandés blanco y no binario, cuya obra ganadora del Premio Booker admiraba. Esa es la única buena razón para elegir a un traductor: me gusta tu obra, ¿quieres intentarlo con la mía? Entonces una bloguera de moda negra holandesa escribió un artículo en el que decía que la obra de Gorman solo debía ser traducida por una mujer negra. El autor blanco se retiró, pero la historia resonó por toda Europa. Ya se había terminado y pagado una traducción al catalán, pero como el traductor era un hombre blanco, se contrató a uno nuevo. Se encontró a un rapero negro para traducir el poema al sueco, pero debido a la escasez de traductores negros, Dinamarca contrató a una mujer morena que lleva un hiyab. La editorial alemana encontró una solución muy alemana y contrató a todo un comité de traductoras: una negra, una morena y una blanca.

Pero como veis, los últimos ejemplos de comportamiento woke no dejan nada de qué reírse. En cuanto a los woke poscoloniales, Israel se ha situado durante mucho tiempo en el Norte Global, mientras que Palestina pertenece al Sur Global. La insensatez de esta geografía de mala fe se puso de manifiesto cuando muchos de los woke celebraron la brutal masacre de Hamás de más de mil doscientos ciudadanos israelíes como «resistencia a la ocupación» o incluso «justicia poética». No era justicia; muchos de los supuestos ocupantes llevaban años trabajando por la paz de forma directa y útil, llevando a sus vecinos de Gaza a recibir atención médica, por ejemplo. Otros llevaban tres meses. Pero ni la rectitud ni la inocencia marcaron la diferencia. Las víctimas pertenecían a la tribu equivocada, y eso bastaba para condenarlas.

¿Hace falta añadir que bombardear a miles de niños que pertenecen a otra tribu no es menos crimen de guerra? En «El mal en el pensamiento moderno» sostuve que dividir los males en mayores y menores, y tratar de sopesarlos, no solo es inútil sino probablemente obsceno. Los males no deben cuantificarse, pero pueden distinguirse. Tras mantener correspondencia con uno de los pilotos que participaron en el bombardeo de Hiroshima, el filósofo judío alemán Günther Anders hizo una importante distinción. Cualquiera que sea capaz de llevar a un niño a una cámara de gas, o de quemarlo vivo, tiene un abismo donde debería haber un alma. La mayoría de nosotros no podría hacerlo. Pero es más fácil lanzar una bomba sobre un niño al queno ves. Precisamente por esa razón, este tipo de mal, sostenía Anders, es más peligroso. Pero ¿qué nos impide denunciar ambos?

Critico con dureza desde hace mucho tiempo la ocupación israelí de Palestina, por no hablar de su gobierno cada vez más de extrema derecha, y en Alemania he recibido muchas críticas por ello. Pero mi crítica a la ocupación siempre se habasado en el universalismo, no en el tribalismo, en el interés por la justicia, no en el poder, y en la fe de que es posible progresar cuando la gente trabaja unida. Estos compromisos no salvaron a los kibutz de la frontera de Gaza, pero no por ello son erróneos. Lamentablemente, muchos de los que criticaron las celebraciones generalizadas del terror de Hamás, y los actos de antisemitismo que las acompañaron, los calificaron de fracasos de la izquierda internacional. Eso es un grave error. Más bien fue un momento que demostró hasta qué punto el poscolonialismo woke ha abandonado todos los principios liberales o de izquierdas que necesitamos para mantenernos rectos.

No es casualidad que muchos tengan problemas para distinguirla izquierda woke, o para dar una respuesta satisfactoria a la definición de esta última. El concepto en sí es incoherente, ya que se basa en un choque entre sentimiento y pensamiento.

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