Egresé de la escuela de Ingeniería Civil de la Universidad Católica en diciembre de 1959. Pretendía dedicarme de lleno a terminar mi memoria de título durante 1960 y no emplearme hasta después de obtener el diploma. Pero, como el hombre propone y Dios dispone, el profesor jefe de mi memoria me urgió para que comenzara a trabajar con él en Ropert Ingenieros e ingresé a la empresa el 1° de septiembre de ese año. Él era el ingeniero Enrique Ropert y había tenido que hacerse cargo de la compañía a mediados de ese año como consecuencia del súbito fallecimiento de su hermano mayor Luis, el fundador de la firma.

La sociedad tenía un pequeño taller de estructuras metálicas en Quilicura y la sede central se hallaba en uno de los edificios laterales del Banco de Chile en la calle Huérfanos. Esa oficina disponía de un privado, una pequeña secretaría y un amplio recinto donde estaba mi escritorio, el de un ayudante y un gran tablero de dibujo sobre el cual podíamos extender los planos se usan para diseños de estructuras metálicas. […]

Por supuesto que el privado lo ocupaba don Enrique Ropert y la secretaría estaba a cargo de su esposa, Miriam Contreras, a la que todo el mundo llamaba Payita. En realidad, era ella la que dirigía todo, incluido el marido. Era una mujer de 33 años, mucho menor que su esposo y dueña de una avasalladora personalidad. No era tan bonita como atractiva y en las oportunidades en que se juntaba con su hermana, que era la esposa de Fabián Levin, por entonces gerente general de la Compañía de Acero del Pacífico, CAP, todo el mundo se daba vuelta para mirarlas al caminar por la calle. Por aquel entonces, yo estaba de novio con Liliana y teníamos fecha de matrimonio para el 20 de noviembre de ese año. Había aceptado entrar a trabajar en septiembre con la condición de que tendría un mes de licencia para nuestra luna de miel.

Liliana solía pasar a buscarme al final de la tarde si, por algún motivo, tenía que ir al centro. En una de esas visitas conoció a la Payita y le debe haber caído muy bien, porque se encariñó con ella y lo demostró haciéndonos un regalo de matrimonio completamente desproporcionado hacia alguien que llevaba apenas un par de meses en su empresa como subalterno. Al regresar de nuestra luna de miel y retomar mi trabajo, antes de terminar al año nos llevamos la sorpresa de que el matrimonio Ropert había decidido irse a vivir a Francia y que la compañía quedaría a cargo del hermano menor de don Enrique, que se llamaba Miguel, y que también era ingeniero. El cambio me desilusionó bastante, porque mi nuevo patrón no tenía la envergadura profesional de su hermano mayor y, en la práctica, yo tenía que gerentear la compañía. En agosto de 1961 renuncié para aceptar una oferta de Maestranza Cerrillos, por entonces una de las principales compañías dedicadas a las estructuras metálicas.

Hice allí una carrera muy exitosa puesto que, al terminar 1970, ya era socio y gerente de la empresa. De los Ropert escuché que habían vuelto a Chile y, hacia el final de la década, empecé a escuchar reiterados rumores de que la Payita se había convertido en amante del candidato presidencial, el senador Salvador Allende, quien a finales de ese año se convirtió en Presidente de la República.

Tras una meteórica carrera directoral, asumí la presidencia de la Sociedad de Fomento Fabril, Sofofa, el 2 de junio de 1971, y seis días después ocurrió el asesinato de don Edmundo Pérez Zujovic, el férreo exministro del Interior. Yo conocía bien a don Edmundo y a su familia, de modo que el atroz crimen me conmovió especialmente. Esa misma tarde fui uno de los presidentes de ramas de la Confederación de la Producción y del Comercio (CPC) que nos enfrentamos al presidente Allende en La Moneda. Él estaba muy alterado y con atropellados argumentos se empeñaba en demostrarnos que su gobierno y su base política nada tenían que ver con el complot. En medio de sus argumentos, decidió mostrarnos un informe preliminar de la Policía de Investigaciones, el que daba cuenta de que ya tenían la pista de los extremistas que habían perpetrado el atentado. Con ese objetivo, apretó un timbre de su escritorio y entró a su oficina la Payita portando el documento solicitado. Ella paseó tranquilamente la vista por sobre nosotros y, sin dar la menor señal de reconocimiento, se retiró después de entregarnos copias del famoso informe […].

Al día siguiente, al llegar a la Sofofa, mi secretaria Alicia Midleton me hizo saber que la secretaria del Presidente de la República había llamado ya dos veces, y había dejado un número de teléfono privado para que la ubicáramos. Por cierto, que la llamé de inmediato para oírla decir: “Discúlpame por no haberte reconocido ayer, pero me pareció que habría sido embarazoso para los dos. Pero quiero que sepas que soy tu amiga de siempre y que me encantaría poder almorzar contigo hoy día, en mi oficina”. Por supuesto que acepté, compartí un bocado con ella en una oficina adjunta a la presidencial y dudo mucho que Salvador Allende lo hubiera sabido. En ese encuentro acordamos mantenernos en contacto en caso de que cualquiera de los dos lo estimara aconsejable. En la conversación me contó cómo había conocido a don Salvador y cómo había aprendido a admirarlo y amarlo.

Durante todo el gobierno de Salvador Allende nunca volvimos a vernos, pero sí nos hablamos por teléfono una media docena de veces. Cada vez que me llamó fue para hacerme una advertencia y nunca cruzamos algún comentario político. Recuerdo que una vez me dijo que me preparara para una verdadera ofensiva de Impuestos Internos, tanto contra la Sofofa como contra mi persona. En otra ocasión me dijo “hoy no duermas en tu casa”.

Durante todo el largo combate contra el gobierno marxista siempre estuve pendiente de la suerte de Payita […]. El 11 de septiembre de 1973 supe con inquietud que había sido herida en el asalto a La Moneda y trasladada al Hospital Militar. Con sorpresa y angustia supe de la operación comando con la que el MIR la rescató y que había desaparecido en la clandestinidad. Se decía que en esa operación habían perecido dos soldados de guardia, de modo que los militares la buscaban con verdadero afán y deseo de venganza. Un par de días después me convertí en un alto funcionario de gobierno, lo que no alteró en nada mi determinación de proteger a la Payita en las circunstancias que fueran.

Esas circunstancias se hicieron presentes por el lado de un personaje muy especial que se llamaba Humberto del Canto. Era un amable anciano que pertenecía a esa curiosa especie que conocemos como operadores políticos, personas que, sin cargo oficial alguno, actúan como agentes oficiosos para obtener acuerdos y concertar reuniones que de ninguna manera podían figurar en las agendas oficiales. En el régimen de la UP con don Humberto coordinábamos desayunos o almuerzos privados con Salvador Allende. Tenía un elegante departamento que miraba hacia a la Fuente Alemana, y allí tuve ocasiones de conversar con ministros y parlamentarios del régimen en una forma infinitamente más civilizada de lo que podría haber sido una reunión pública. Mi impresión siempre fue que don Humberto del Canto era una especie de agente personal del presidente y que manejaba algunos de sus asuntos privados. Para él no había puertas cerradas ni horarios que respetar y llevaba y traía mensajes, incluso en los momentos de mayor antagonismo público. Notable fue su actuación durante el paro de octubre de 1972, en que yo estaba oculto y me buscaba la policía política del régimen; en esas delicadas circunstancias siempre pude recibir y enviar proposiciones para aliviar la terrible tensión que el movimiento generaba.

Luego de que cayera Allende, don Humberto, que en verdad estaba enfermo, me imploró protección […], si lo capturaban, seguramente moriría en el rigor de la Isla Dawson […]. Yo tenía, en esos primeros días, una excelente relación con el general de Aviación Nicanor Díaz Estrada, que, aunque teóricamente era el ministro del Trabajo, en realidad era el que comandaba los servicios de inteligencia del Estado en los primeros meses del régimen militar […]. Con don Nicanor logré un acuerdo para el trato de don Humberto: él se entregaría, quedaría detenido en su departamento y debería someterse a interrogatorios en ese lugar, sin ocultar nada de lo que se le preguntara.

Pues bien, de regreso de uno de mis innumerables viajes […] me enteré que don Humberto del Canto me había estado llamando por teléfono y, al parecer, muy urgido y angustiado. Le devolví la llamada en cuanto pude y, para mi enorme sorpresa, todo lo que quería era que yo le presentara al embajador de Argentina a una amiga, que se había dedicado a proveer a embajadas de algunos artículos escasos. Esa amiga, muy coquetamente, solo quería que la reconociera, porque me había hecho un gran regalo de matrimonio. De inmediato me di cuenta de que se trataba de la Payita y de este modo me enviaba un pedido de socorro desde la clandestinidad. Con un tormento en el alma le dije que yo no podría hacer eso, porque mi función pública me lo impedía. Al día siguiente, al llegar a La Moneda […], me encontré con un mensaje de don Nicanor Díaz que me invitaba a una urgente reunión en su despacho.

Al llegar, sin más preámbulos me pidió ayuda para capturar a la Payita y al preguntarle por qué me pedía eso a mí, sacó de un cajón de su escritorio una pequeña grabadora y escuché mi conversación telefónica de la noche anterior con don Humberto del Canto, y me aseguró que de inmediato había supuesto que se trataba de ella. Muy enojado le pregunté si habían osado intervenir mi teléfono, pero me serenó al decirme que el aparato intervenido no era el mío sino el de don Humberto. Ya más calmado, le conté con detalles mi relación con la Payita y terminé preguntándole: “¿Cree usted que se puede colaborar en la caza de una persona que uno ha conocido en las circunstancias que le he relatado?”. Se quedó meditando un momento y, con mucha nobleza, me dijo: “Ciertamente que no y le ruego me perdone por habérselo pedido”.

Volví a La Moneda convencido de que ese había sido el final del incidente, pero no pasó ni media hora hasta que fui convocado de urgencia al despacho, en el edificio Diego Portales, del general Pinochet. Al llegar a ese lugar, él estaba con el general Díaz y, sin darme ocasión de decir nada, me dijo: “Comprendo sus razones para no participar en este asunto. Yo haría lo mismo que usted. Pero deseo proponerle algo que en nada hiere su caballerosidad. Ayúdenos a hacerle llegar a ella un mensaje que contiene una proposición muy razonable. Si se entrega, tiene mi palabra de comandante y de caballero de que la retendremos tres días para conversar con ella sin ninguna otra presión y, después de eso, tendrá un salvoconducto para salir de Chile con el destino que elija”.

Muy aliviado, salí para ir a ver a don Humberto del Canto, para que él se encargara de transmitirle a la Payita la oferta de Pinochet […]. Regresé a mi despacho y reanudé mi trabajo del día. Y, ciertamente, no estaba preparado para recibir el furibundo llamado de don Nicanor Díaz, para informarme que mi protegido se había metido con auto y todo en la embajada de España, al descubrir a unos agentes que lo seguían discretamente bajo el supuesto de que se dirigía a entregar el mensaje de Pinochet. Ahora se me pedía que fuera a la legación española a convencer al prófugo para que se entregara, antes de que el asunto derivara en un incidente diplomático. No me pude negar a ello y me fui a esa embajada sobre la Avenida Apoquindo […]. El embajador fue muy acogedor y me ayudó mucho en mi diálogo con el prófugo, pero no logramos nada. También me advirtió que el gobierno de España jamás lo entregaría y que no tendría otra cosa que hacer que otorgarle asilo por el tiempo que fuera necesario. Pasado un tiempo, supe que el gobierno chileno le había otorgado finalmente un salvoconducto para que saliera del país. Por supuesto que, con el asilo de don Humberto, se perdió el hilo que podía conducir a la Payita y ella continuó en la clandestinidad […].

El siguiente incidente se produjo algún tiempo después. Un primo mío, que era entonces alto funcionario de la Cepal, fue a la embajada de Francia a visitar a Raimundo Beca, que había sido su compañero de estudios y estaba asilado allí. Al terminar su visita, me llamó para hablarme del estado lastimoso en que también se encontraba allí el hijo menor de la Payita, que no era más que un muchachito. Oído esto, corrí al despacho del almirante Huerta y le solicité que me otorgara un salvoconducto para sacarlo de Chile, aduciendo lo que era obvio: con esa edad no podía ser reo de nada ni un peligro para el régimen. […] Un par de días después tuve el salvoconducto en mi poder, con el que corrí a la embajada de Francia para entregárselo al embajador y solicitarle que sacara al muchacho del país. Su respuesta fue inmediata y decidida: “Hoy lo llevaré yo mismo al aeropuerto y le avisaré a usted cuando aterrice en Paris”.

Pero lo extraordinario ocurrió esa noche. En la madrugada del día siguiente, la nana de mi casa, muy asustada, me dijo que había un sobre clavado en la punta de una de las lanzas de la reja de nuestro antejardín. Fui a recoger ese misterioso sobre y me encontré con que en su interior había un solo papel que decía “Gracias, Paya”. ¿Cómo podía ella saber lo que había ocurrido en la embajada de Francia? Eso hablaba muy alto de una enorme red de información con la que ella estaba en contacto.

Unos días después trascendió que la Payita había logrado llegar a la embajada de Suecia para asilarse. Estuvo un buen tiempo allí hasta que el gobierno militar le otorgó un salvoconducto para salir del país, renunciando definitivamente a capturarla. En los meses y años que siguieron supe que había estado en Francia, donde ya vivía su marido, y que luego había viajado a Cuba, nación en la que se asentó definitivamente, al lado de su hijo menor que allí estudiaba medicina.

Pasaron varios años sin mayores noticias de ella y, por cierto, me cogió de sorpresa su aparición el día en que llegó a buscarme en el hotel de París en que yo estaba alojando, porque yo estaba en Francia haciendo trámites para una operación financiera de Carlos Cardoen, que me había contratado para eso. No podía creer que ella se hubiera enterado de mi llegada, y supiera donde estaba, pero ese día fue el de la noche mágica, en la que me llevó a comer a un restaurante increíble.

Me recogió en su automóvil y me advirtió que iríamos algo lejos, a la parte sur de París, donde sus amigos frecuentaban el restaurante de un camarada que estaba considerado como uno de los mejores chefs del mundo. […] Una vez que estuvimos allí sentados en su comedor, apareció el famoso chef, que la saludó afectuosísimamente y, volviéndose hacia mí, me dijo: “¿Así es que usted es el famoso Orlando Sáenz? La Paya nos tiene locos contándonos sus hazañas”. Ella exigió que él ordenara mi comida y que me dedicara uno de sus libros, que el formidable francés no tardó en traer y que es una de las reliquias de mi biblioteca, porque no solo contiene su dedicatoria, sino que también la otra que me regalaron esa noche de ensueños […].

En los instantes en que estábamos terminando la cena se acercó a la mesa un hombre quien, dirigiéndose a la Payita, le dijo: “Por favor, asómese a la mesa de nuestros invitados, por lo menos para saludarlos y tal vez tomarse un café con ellos”. Terminamos subiendo al tercer nivel del restaurante donde, al ingresar, vi una mesa en que estaban sentadas cinco personas, a los que la Paya había aludido como amigos y camaradas. Con asombro reconocí a quien presidía la mesa, y que no era otro que Gabriel García Márquez (1927–2014), flamante Premio Nobel de Literatura. A su derecha estaba sentada una mujer joven de impresionante belleza que, como después supe, era la actriz italiana Ornella Muti, mientras que a su izquierda estaba Silvio Caiozzi, el famoso cineasta chileno. Lo más asombroso de todo fue que, al acercarnos, García Márquez se puso de pie y me dijo: “¡Así que usted es el famoso Orlando Sáenz con que la Paya nos ha llenado la cabeza de historias y, además, nos la ha robado en esta velada!”. Insistió en una foto conmigo, porque en ella estarían representados los únicos tres Premios Nobeles de Literatura que en ese momento tenía nuestro continente (Gabriela Mistral, Pablo Neruda y Gabriel García Márquez). […]

La Payita le pidió al escritor que me dedicara un libro, pero como él no tenía ninguno ahí, añadió su dedicatoria al libro de cocina que me acababan de regalar y que, por lo tanto, hoy es una joya que contiene las dedicatorias de un gran chef y la de un gran escritor.

Luego de que la Payita me dejó en mi hotel, como a las dos de la mañana, nada parecía anunciar que no la volvería a ver. Algo después cayó en desgracia ante Fidel Castro, porque declaró que Allende se había suicidado y no había sido ultimado por los militares chilenos. Me llegó un mensaje de ella a Chile pidiéndome que me preocupara de su hija, que había obtenido el permiso para regresar al país, y ella misma regresó algunos años después, pero nunca nos vimos nuevamente hasta que, con la congoja que es de imaginar, me enteré de su fallecimiento en noviembre de 2002. Esa larga separación nunca fue óbice para que yo la colocara en un lugar de honor en mis recuerdos y como autora de una noche verdaderamente mágica[…].

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