“Me encanta... déjame preguntar”, fue la respuesta casi inmediata de algunos elaboradores de discursos de presidentes latinoamericanos cuando la chilena Ximena Jara y el argentino Gonzalo Sarasqueta, les propusieron romper el secretismo que aún rodea esta actividad en América Latina: la idea era recoger sus testimonios sobre este oficio, para ayudar a construir conocimiento acumulado sobre la materia.

Y desde octubre Ximena Jara, quien le escribiera los discursos a Michelle Bachelet durante parte de su primer mandato y todo el segundo, concretó el desafío: «Fantasmas de palacio» se llama el libro, que además de su testimonio reúne los de quienes escribieron los textos de Lula (Brasil), Mauricio Macri (Argentina), Rafael Correa (Ecuador), Vicente Fox (México), Juan Manuel Santos (Colombia), y Pepe Mujica (Uruguay).

“Esta actividad en Europa se profesionalizó sin trauma, pero en América Latina aún tiene algo de secreto, porque era como vergonzoso para el ‘poder' que alguien tuviera que escribir por ellos. Pero no significa que el speechwriter ponga en un discurso lo que él piensa. Es al revés: los líderes tiene muy claro sus ideas y lo que están dispuestos a hablar. Este libro busca pasar del ghostwriter, el escritor fantasma, del que no se conoce; al speechwriter, a quien tú sabes que existe, con un oficio súper limitado: hacer trajes a medida para que el otro se apoye”.

“Me ofreció hacer los discursos que él no quería hacer”

Jara ejerció como periodista en radio Chilena y El Mostrador, y luego algunos vasos comunicantes hicieron que Francisco Díaz la probara en 2008 en La Moneda, en el primer gobierno de Bachelet. “Me ofreció básicamente hacer los discursos menores, los que él no quería hacer”, recuerda entre risas, en esta conversación antes de sus clases de comunicación política en la Universidad de Chile.

“Los liderazgos del siglo XX eran de grandes oradores: tenían estructuras mentales adecuadas para la oratoria, porque el momento del discurso era parte de la vida social: el brindis, los saludos… ¡A nadie se le ocurriría preguntar quién le hizo el último discurso a Salvador Allende!”, reflexiona sobre la actividad.

Y tras el apagón en la palabra del jefe de Estado que asocia a Augusto Pinochet —“era un pésimo orador, era un dictador que hablaba pésimo”—, con Aylwin reaparece la figura del orador, pero también los presidentes empiezan a tener una agenda muy nutrida. “Junto con profesionalizarse los tiempos presidenciales, también lo hace esta faceta de los discursos: el líder no puede estar internalizado de todos los detalles, y no le basta una minuta, necesita un mensaje para cada una de las hasta cuatro o cinco actividades del día”.

El libro permite ver la sala de máquinas del relato presidencial. Un testimonio reconoce que se escribe para la coyuntura, y también para la historia.

—El de Lula dice que un presidente habla con distintos públicos, mucho para sus partidarios, algunas veces para el mundo y siempre para la historia. Y es real. Si el discurso, y me refiero al relato, está bien hecho, al hablar en un episodio específico, lo enmarca en su gran misión política. Eso requiere que el líder tenga claro qué quiere sostener políticamente, pues de otro modo es mucho más difícil desarrollar una línea discursiva. Se producen incoherencias, y la visibilidad del mundo actual hace que se noten mucho.

Además del mega relato, las ideas fuerzas compiten contra las de otros actores. “No son 30 pesos, son 30 años”, “los patines” de Eyzaguirre, por poner dos ejemplos.

—Efectivamente hay una permanente competencia por los relatos. Y hay relatos, ideas, que emergen y si agarran suficiente corpus te matan. Y si alguien de los tuyos intenta explicar de mejor manera, te mata. Como cuando Jaime Quintana, intentando decir que se buscaría generar rápido nuevas condiciones, habló de la retroexcavadora y dio la idea de que se arrasaría con todo. (Lo de los patines) era una gran cuña... mala. Pero con mucha literalidad, la visibilizabas. Bastaba decir “pondremos a todos patines para que anden a la misma velocidad”.

¿Y cómo debe jugar discursivamente el Presidente en esos casos? No es tan simple que él rebata.

—Hay líneas distintas al líder. Si la Secom funcionara bien como responsable de la línea discursiva de todo el Gobierno, cosa que no hace como hace diez años, debería dar esos lineamientos. Lagos tenía una estrategia: si un opositor decía algo sobre el Gobierno, el ministro implicado era el primero en salir a responder, y si no lo hacía en las siguientes dos horas, lo haría el vocero, para que antes del mediodía los noticiarios tuvieran la versión del Ejecutivo. Una vez escuché a Lagos explicando que Francisco Vidal iba y le preguntaba: “Esto ocurrió, ¿le pego duro o no?”. Y tras la decisión presidencial, Vidal hacia su propia cuña, no le preguntaba al Presidente qué decir. En la pelea de los relatos, es clave instalarse primero.

Igual debe ponerse cuesta arriba este trabajo: con tantas redes sociales se dificulta dar visibilidad a los mensajes.

—Hay mucha competencia. En las noticias de las 9 sabes que el Presidente dijo “algo” del conflicto de la Araucanía, pero no escuchaste el discurso en que habló diez minutos, sino que oíste como dos segundos. Sí hay instancias especiales en que todo el mundo escucha, y es bacán: la cuenta pública o cadenas nacionales. También hay discursos relevantes para ciertos públicos que no van dirigidos a todo el mundo, sino que los escucha por entero un gremio, o el mundo universitario o los que ponen en marcha una política pública.

¿Y cómo influye la mayor o menor adhesión popular al Presidente?

—Los presidentes deberían hablar menos, ser más certero y cuidado cuando las cosas están en contra. En cambio, cuando están los números a favor es posible más juego por parte de la autoridad.

No todo se construye desde arriba. Un speechwriter dice que la frase de Reagan a Gorbachov pidiendo derribar el muro de Berlín salió de un trabajo en terreno de los equipos presidenciales.

—El mejor mensaje es el que hace un insight: cuando la persona lo escucha, ahí se percata de algo que siente. Es difícil lograrlo, casi no ocurre. El “Chile despertó” es un insight: la gente caminando el 18 de octubre con el Metro cerrado y viendo que “no era solo yo” el que no era sujeto de crédito, el penca, el que no ponía pino. Si no que le pasaba a otros: “Me desperté y vi que era un abuso sistémico”.

Recuerdas un relato que haya emergido del terreno en Bachelet.

—Ella recogió la idea de la educación como derecho, llevándola a otros aspectos. Hasta entonces, incluso en Bachelet I, el estándar era la protección social, se hablaba de beneficiarios. El cambio de Chile consistió en la conciencia de derechos que adquirieron las personas.

En otros momentos el relato trata de explicar una coyuntura, recurriendo a ciertos conceptos extraños. Pienso en el “realismo sin renuncia”.

—(...) El “realismo sin renuncia” es una especie de solución de continuidad que busca generar una explicación de coherencia entre distintas cosas cuando se abre una brecha. Cuando uno dice que la reforma tributaria no dará para financiar todo lo que se quería, hay un público interno que dirá “pero tu me prometiste”. Y el “realismo sin renuncia” podrá ser más o menos feliz, pero buscaba decir “no nos quedamos sin gobierno, aunque tendremos que ser más cuidadosos con las metas”. También el Presidente Boric con el cambio de gabinete busca una forma bien problemática de decir: “No vayan a creer que somos más de centro porque nos movimos al centro”. Siempre hay que intentar esas soluciones de continuidad: a veces funcionan, otras no.

En el libro te detienes en las cuentas públicas: una pausa para reflexionar sobre lo hecho y repriorizar.

—Es una espléndida oportunidad narrativa. Si la idea está bien aprovechada, debería ser un momento casi metafísico. Formalmente, estás obligado a decir cómo están funcionando las cosas y algunas cuentas públicas son solo eso. En otras, se relaciona más con el sentido. El último discurso de Piñera desaprovechó la posibilidad de entrar a la historia con un sello personal. Podría haber dicho que logramos estar preparados para una de las catástrofes en que el planeta no estuvo preparado, haciendo de la vacunación su sello. O lo que dijo en otro momento, “yo defiendo la democracia”, podría haberse traducido en un gran discurso sobre el valor de la democracia en tiempos complejos. Pero habló de estallido, pandemia, Constitución, agenda, y terminó con matrimonio igualitario como fuego de artificio, sin darle coherencia a ese anuncio.

¿Y cómo se vivían esos momentos en el gobierno de Bachelet?

—Es un proceso que duraba alrededor de dos meses de trabajo. Los ministerios entregaban su material; nosotros seleccionábamos lo más importante y luego se conversaba con la Presidenta, quien definía la narrativa: “esto estamos haciendo, estas son mis prioridades y quiero que estas cosas queden claras”. Uno escribe como esclavo para plasmar los énfasis; y luego el presidente o presidenta revisa y dirá que “esto está pasado de tono, esto no me interpreta, esto esta corto, esto está bien”...

Algo hablas del caso Caval. ¿Podrías contarnos cómo se vivió?

—Hay momentos en que la comunicación presidencial deja de ser posible de abarcar solo desde lo profesional o político. En este caso, la decisión, el tono, era tan personal, que no importaba cuántos borradores tú le hicieras: ella tenía que decidir el tono, porque era un tema político e íntimo. Ella prescinde de toda asesoría en esa comunicación. Ella escribió la declaración, que creo que trabajaron juntos con Pedro (Güell), supongo; y en la que ella fue haciendo muchos énfasis personales.

Boric: “Una voz muy genuina”

Has planteado la importancia de encontrarle un relato al líder. ¿Ves claro eso en los discursos de Boric?

—El tiene una voz muy genuina, que es un capital tremendo: le crees lo que dice. Se aprecia alguien no confrontacional, que cree sinceramente en el diálogo. Es muy cálido, cercano, lo que se ve en sus gestos: abraza, toca, besuquea. Y habla de cosas que hacen mucho sentido desde la subjetividad. Es muy emocional. Tiene gran admiración por la historia y tiene un acervo literario que va posicionando en sus discursos. Dicho eso, siento que hay demasiadas manos, pues tiene registros muy desiguales. Hay costuras, parches. El discurso de las Naciones Unidas tiene una larga reflexión inicial, y después va entrando a lo que debería haber sido la carne del discurso: la democracia nunca tiene perdedores y que los derechos humanos no tienen ideología. El del 18 de octubre estuvo muy bueno, pero se nota que lo hizo otra persona: más ordenado, estructurado. A sus discursos les falta estructura, no tono.

—Él no ayuda: improvisa harto, dejando ex profeso el discurso al lado.

—Eso ocurre. Pero si pasa muchas veces que el Presidente mira el discurso y ve el ambiente, y no tienen nada que ver, quiere decir que el equipo no supo preveer cómo sería ese espacio.

Bachelet hablaba de superar el modelo. Los asesores de Lula dicen que evitaron hablar de medidas antineoliberales, pese a que las aplicaban. Boric en cambio se muestra frontal a éste. ¿Será amplia la convocatoria a ese objetivo o muy abstracta?

—No veo tan claro que esté generando esta idea del fin del neoliberalismo. En Jadue era claro. Siento que sí quiere terminar con reductos neoliberales que funcionan mal. El ha tenido que sintonizar con una subjetividad que ha cambiado. Primero, engancha muy bien con una ciudadanía enojada que quiere una agenda ciudadana y social que cambie su realidad. Pero en el camino pasan muchas cosas y hoy trata de sintonizar con una ciudadanía asustada, acorralada en sus territorios, con miedos en lo inmediato y una serie de incertidumbres. Y una ciudadanía enojada no es lo mismo que una asustada. Necesita cosas distintas. Él está en este ajuste ante una nueva subjetividad.

O sea, batalla con dos ejes al diseñar un relato: uno, este cambio ciudadano; dos, la falta de síntesis de las dos mundos políticos que lo respaldan.

—¡La prueba es que la alianza se llama Alianza...! Sin apellido. Están buscando un concepto que les permita estar juntos. Son elementos complejos (para armar el relato). Pero también cuando logras construir un relato para una situación así, definiendo mínimos, encausas todo mucho mejor. Un relato elimina o baja la complejidad, organiza el caos: esa es su magia.

Eso falta en sus discursos.

—Siento que tiene unas certezas aún no traspasadas al resto de su gabinete, por un lado, y por otro lado como alianza de Gobierno no hay un marco. Él tiene un relato de cómo quiere gobernar, el “gobierno transformador”, pero no lo ha bajado sectorialmente. Y cada sector inventa sus propios relatos, apegándose a esta gran idea, que es distinto a cuando dices “como Gobierno vamos a hacer esto, este es el paraguas, y bajo éste hay tales énfasis”.

LEER MÁS