I. Panorama actual

El avance hacia un nuevo modelo de paternidad, en particular en las nuevas generaciones, ha permitido una participación más comprometida en la crianza y la vida familiar (juego, alimentación, cuidados o educación). Tanto estas actividades como el vínculo más íntimo y expresivo con los hijos recaían antes de manera prioritaria en la madre. […] Ahora bien, vale la pena advertir desde el inicio que, al hablar de una matriz “tradicional” o una “nueva paternidad”, nos referimos a modelos culturales que, sin embargo, no representan la totalidad de las experiencias de paternidad históricas o actuales. […] No obstante, acá se busca mostrar tendencias generales que contribuyen a explicar cambios sociales de cierta envergadura al interior de la familia [...]. De este modo, al mismo tiempo que se evidencian algunas transformaciones hacia una “nueva paternidad”, todavía permanecen estilos y elementos de la matriz tradicional que conviven con los nuevos patrones, provocando tensiones sociales de diversa índole [...].

En un estudio del Sernam (2012), el 77% de los padres encuestados señalaba que la madre era la principal responsable de sus hijos, seguido de sus abuela(o)s 11%. Solo el 8% de estos pensaba que ellos mismos eran los principales responsables de sus hijos. La encuesta Images (2011), por su parte, muestra que si bien a un porcentaje importante de padres le gustaría dedicar más tiempo a sus hijos (76%), otro tanto afirma que su “rol en el cuidado de los hijos es principalmente como ayudante” (62%) […]. Asimismo, en Chile la corresponsabilidad parental sigue siendo un tema pendiente. Según la escasa evidencia disponible, la participación masculina en las labores domésticas y de crianza ha aumentado en los últimos años, [...] pero todavía existe una enorme brecha de género en este ámbito, que quedó de manifiesto con mayor claridad durante la pandemia. Por ejemplo, en un estudio del Centro UC de Estudios y Encuestas Longitudinales, en conjunto con ONU Mujeres y el Ministerio de la Mujer y Equidad de Género durante 2020, los resultados mostraron que el 38% de los hombres no destina ninguna hora semanal a tareas domésticas y que 57% dedica cero horas a actividades relacionadas con el cuidado de niños menores de 14 años; tareas que quedan en manos de las mujeres, incluso cuando ellas realizan trabajos remunerados. Aunque las cifras son transversalmente altas en todos los estratos socioeconómicos y rangos etarios, la proporción de los llamados “hombres cero” se incrementa a medida que aumenta la edad de los encuestados y disminuye el nivel socioeconómico.

La baja responsabilidad y participación paterna en otros ámbitos muestra también niveles preocupantes. Según los datos del Poder Judicial, un 84% de los deudores en causas de alimentos no paga la pensión fijada por el tribunal [...]. Además, del total de niños que no reciben el pago de pensión de alimentos, el 65% forma parte de la población de menores ingresos. Asimismo, durante 2016 hubo 20.138 nacimientos con padres no comparecientes o registros sin padre reconocido, equivalentes al 8,7% total de inscripciones de nacimientos del año. Este escenario se da mayoritariamente en casos de madres jóvenes y con estudios medios (completo e incompleto) y básicos. En paralelo, el porcentaje de niños que no viven con sus padres es cada vez mayor. Los datos de la encuesta Casen 2017 indican que el 31,1% de los hogares corresponde a estructuras monoparentales con jefatura femenina, es decir, que no cuentan con un padre residente. En los últimos 20 años, la proporción de hogares sin padre residente casi se ha duplicado, particularmente en las familias jóvenes y de los estratos socioeconómicos más bajos (Encuesta Bicentenario 2014 y Encuesta Longitudinal de Primera Infancia [ELPI] 2017). Este incremento en las jefaturas de hogar femeninas en hogares monoparentales guarda relación con una progresiva disminución en la tasa de nupcialidad, las tendencias hacia mayores quiebres o separaciones de las relaciones de pareja […].

Este hecho no deja de ser relevante si consideramos que, según los datos de la Encuesta Bicentenario 2014, la variable principal que explica la evaluación paterna por parte de las madres e hijos es la condición residencial del padre. Vale decir, la evaluación negativa del ejercicio de la paternidad aumenta notablemente cuando el padre no vive con los hijos. Esto es comprensible si advertimos que la no-residencia es un factor que, en general, incide notoriamente en la disminución de la cantidad y calidad del contacto y del involucramiento paterno cotidiano, pues los padres no residentes deben superar mayores obstáculos para lograrlo. Según la encuesta ELPI, el 65,9% de los niños que no vivía con su padre se contactaba con él con mayor o menor regularidad, sin embargo, un 34,1% de ellos no tenía ningún tipo de contacto.

Los datos muestran que […] es un asunto que afecta transversalmente a la sociedad chilena, pero más agudamente a los sectores con menores recursos socioeconómicos, contribuyendo a aumentar los niveles de desigualdad y vulnerabilidad social. Si se consideran los enormes beneficios o perjuicios que suponen respectivamente la presencia o ausencia del padre para los miembros de la comunidad familiar, según muestra gran parte de la evidencia disponible en otras latitudes, es posible comprender la relevancia que adquiere la paternidad al momento de transmitir ventajas y desventajas entre las nuevas generaciones. Dicho de otro modo, esta cuestión no es ajena a la reproducción de desigualdades. […] Si indagamos en realidades como el Sename o las cárceles, seguramente advertiremos que el vínculo entre las situaciones de marginalidad y el ausentismo paterno es más significativo de lo que nos gustaría reconocer, aunque obviamente no sea el único factor a tener en cuenta. Por lo demás, no se trata de una realidad exclusiva de nuestro país. La ensayista estadounidense Mary Eberstadt desarrolla esta intuición respecto al reciente malestar social observado en Estados Unidos, de un modo que bien podría aplicarse al caso chileno. En sus crudas palabras: “Los disturbios equivalen a disfunción social en desfile. Seis décadas de ciencias sociales han establecido que la forma más eficiente de aumentar la disfunción es aumentar la ausencia de padre”. Como puede verse, para la autora, la ausencia paterna es una de las expresiones más gravitantes de la fragilidad familiar que caracteriza a las sociedades contemporáneas. Y en la medida en que el individuo queda desprovisto de las instancias y relaciones sobre las que se funda su identidad y el sentido de su existencia, no es imposible pensar que ese vacío pueda llegar a repercutir en conductas anómicas [...]. No obstante, es necesario dar un rodeo histórico para aproximarse adecuadamente a esta cuestión con vistas a comprender sus antecedentes e implicancias. […]

II. La ausencia paterna en la raíz de la cultura mestiza latinoamericana y chilena

La ausencia del padre ha marcado la historia de Chile y América Latina desde sus inicios […]. La antropóloga y premio nacional de Humanidades Sonia Montecino, en su célebre ensayo «Madres y huachos. Alegorías del mestizaje chileno», y el sociólogo Pedro Morandé, en «El varón en la cultura. Reflexión sociológica», abordan el fenómeno desde una perspectiva cultural como consecuencia dramática del proceso de mestizaje. La unión entre españoles e indígenas pocas veces terminó en un vínculo conyugal, dejando a la madre sola con su hijo huacho: “El padre español se transformó así en un ausente. La progenitora, presente y singular, era quien entregaba una parte del origen: el padre era plural, podía ser este o aquel español, un padre genérico”. De este modo, dice Morandé, la imagen del padre quedó escindida respecto del hijo a quien, por razones sociales, no podía reconocer. Solo representaba una función, un papel ritual, pero sin rostro concreto y, en consecuencia, el único punto de referencia para el hijo pasó a ser la madre […]. Según varios autores, esta situación se prolongó durante la época colonial e inicios de la historia republicana hasta formar parte esencial de la cultura mestiza latinoamericana: los hijos emularon el carácter errático y ausente del padre, reproduciendo el fenómeno del huachismo […]. En efecto, el hombre mestizo del siglo XIX, representado históricamente en la figura del peón, tendió a replicar la conducta masculina típica proveniente desde los tiempos de la Colonia. El estado de tránsito constante de un lugar a otro les permitió mantener espacios de autonomía e independencia que eran altamente valorados por ellos […]. El peonaje, perteneciente al mundo rural, evadía por todos los medios ser “domesticado” y, por tanto, evitaba atarse a la tierra o a un trabajo fijo y, sobre todo, evitaba establecer relaciones familiares perdurables. Para un peón-gañán, afirma el historiador Gabriel Salazar en su obra«Ser niño “huacho” en la historia de Chile», “ser padre no era sino un accidente —o una cadena de incidentes— en la vida de su prole”.

Las relaciones familiares en los contextos populares decimonónicos fueron ajenas a los prototipos tradicionales —las uniones monógamas y estables— que solo se encontraban aparentemente en sectores de las élites. Aparentemente, pues muchas veces el padre ausente era el patrón o el hijo del patrón, pero cuya paternidad se mantenía oculta. […] Por el contrario, en el mundo popular estos vínculos se enmarcaban en un clima de libertad y autonomía: los hombres “aparecen y desaparecen” en los ranchos, como señala Salazar, engendraban hijos y cada cierto tiempo regresaban para volver a irse. Muchas veces pasaban largas temporadas sin tener ningún “noticiamiento” y se iba alejando de la vida de sus hijos e hijas hasta convertirse solo en una leyenda: “en un padre mítico, legendario, pero lejano e inútil”. Las explicaciones detrás de la fragilidad de este tipo de relaciones, que reproducían la debilidad de la figura masculina en el hogar como esposo y padre, son, en los albores del Chile republicano y de gran parte de América Latina, de diversa índole. […]

En primer lugar, para algunos autores esta situación se comprende bajo la existencia de una estructura socioeconómica que dificultaba las uniones permanentes y estables. Por un parte, una gran masa de hombres debía estar continuamente movilizándose en busca de fuentes laborales y, por otra, la migración urbana a fines del siglo XIX y comienzos del XX contribuyó a este fenómeno. A esto se sumaban los vástagos ilegítimos que dejaban las uniones del hacendado con las mujeres campesinas adscritas a su tierra que, como es de suponerse, no eran reconocidos por sus padres […]. En segundo lugar, el ausentismo paterno guardaba estrecha relación con la informalidad de las relaciones familiares y la cuestión de la ilegitimidad, que fue endémica en la región, sobre todo los sectores populares. Los hijos nacidos fuera del matrimonio eran considerados “ilegítimos” y, por tanto, no gozaban del mismo estatus ni de los mismos derechos que aquellos nacidos dentro de este vínculo, reproduciendo las inequidades de clase, género y raza. El concepto de “ilegitimidad” escondía un amplio espectro de arreglos sexuales y sociales, que iba desde uniones consensuales relativamente estables y permanentes, uniones casuales, adúlteras, hasta violaciones, tanto entre personas de igual condición social o de condiciones asimétricas —como señala la historiadora Nara Milanich en su obra «Children of Fate»—. Sin embargo, al quedar fuera de la institucionalidad y de la presunción de paternidad que conllevaba el matrimonio, introducía la duda sobre la paternidad del niño que, al ser difícil de probar, facilitaba que el padre se desentendiera de sus responsabilidades […].

El Código Civil chileno, promulgado en 1855, y que tuvo una gran influencia en la legislación de otros países latinoamericanos de la época, abolió la investigación sobre paternidad, lo que acentuó el problema de la ilegitimidad. En efecto, […] la paternidad extraconyugal se convirtió en un vínculo voluntario más que en un hecho biológico, dado que esto último era casi imposible de comprobar. La paternidad —a diferencia de la maternidad, que estaba basada en el hecho material y palpable del nacimiento— era ante todo un misterio, lo que implicaba que en el caso de los nacimientos ilegítimos solo el padre, a través de un gesto voluntario de reconocimiento legal, podía establecer el vínculo de filiación en términos formales, lo que en general ocurría solo en un porcentaje mínimo de casos. Así, de una forma u otra, muchos niños se transformaban inexorablemente en huachos. Su identidad, que surgía de una experiencia vital arraigada, estaba marcada por la ausencia, ya sea física y/o afectiva del padre. Como contrapunto, naturalmente, se alzaba la figura de la madre. La identidad femenina —a diferencia de la masculina— se constituyó en torno a la maternidad; pero —al igual que la de los hombres— era una identidad independiente. La mujer usualmente sabía que no contaba con el apoyo del padre y , por tanto, debía sustentar proyectos de subsistencia autónomos, sin apoyo masculino. […]

Acá conviene notar que tanto en el pasado como hoy ha sido evidente que los modos en que se viva la paternidad repercutirán en la manera en que se viva la maternidad, y viceversa. Abordar, por tanto, el problema concerniente a una de las partes exige necesariamente incluir a la otra, dada su naturaleza relacional. Todo esto tiene implicancias que perduran hasta hoy. Así, para Salazar y Morandé el reproche al padre ausente estaría, paradójicamente, en la matriz del machismo nacional —que sería otro elemento esencial de la identidad mestiza—, como una forma de exaltar una masculinidad herida en la paternidad. La ausencia del padre se asocia con la figura del “macho”, como aquel hombre con un comportamiento egocéntrico, incapaz de asumir responsabilidad conyugal y filial. Dicha incapacidad lo lleva a establecer relaciones informales y despóticas con las mujeres como signo de virilidad, y a desatender a los hijos o hijas que puedan resultar del fruto de esas relaciones, considerados como ilegítimos, abandonando a ambos a su suerte. Para Octavio Paz, bajo este contexto, “la frase ‘yo soy tu padre' no tiene ningún sabor paternal, ni se dice para proteger, resguardar o conducir, sino para imponer una superioridad, esto es, para humillar...”. Se trataría, por supuesto, de una fórmula particular de machismo: a diferencia de los regímenes patriarcales, donde la figura paterna adquiere centralidad como símbolo de identificación y autoridad, el estereotipo del macho latinoamericano muestra más bien una figura frágil e irresponsable, por un lado, y violenta y arbitraria, por otro, como fruto de una masculinidad compensatoria. Hubo intentos por modificar esta tendencia y darle un lugar prominente al padre en la familia. Sin embargo, los resultados fueron ambiguos.

LEER MÁS