Un giro político decisivo

En 1972 Chile vivió un cambio crucial respecto de lo que había sido el primer año del gobierno de la Unidad Popular. En un comienzo el presidente Allende y los partidos que lo apoyaban tuvieron un respaldo creciente —así quedó demostrado en las elecciones municipales de 1971—; algunos éxitos políticos y legislativos —como fue el caso de la Nacionalización del Cobre— y una sensación de bonanza que parecía tener contenta a la población. La situación empezó a revertirse tras la visita de Fidel Castro, cuando se desarrollaron las manifestaciones de las mujeres (la “marcha de las cacerolas”), se realizó una acusación constitucional contra el ministro José Tohá y comenzaron a actuar de manera unitaria los principales partidos opositores: la Democracia Cristiana y el Partido Nacional.

La nueva realidad había quedado de manifiesto en las elecciones complementarias para reemplazar algún senador o diputado: en ellas participaba un candidato de la Unidad Popular contra uno del PDC o bien del PN (el otro partido se abstenía de competir en el respectivo distrito o circunscripción y respaldaba a su ocasional aliado). Adicionalmente, la situación económica comenzó a mostrar sus primeras fisuras, que se expresaron en una inflación cada vez más alta: en septiembre de 1972 la inflación había llegado a un impresionante 99,8%. Por su parte, el Ejecutivo también mostró grietas que habían permanecido ocultas al principio, lo que se veía agravado con la difícil situación que enfrentaba en el Congreso Nacional, que tenía mayoría opositora en ambas cámaras, con clara primacía del Partido Demócrata Cristiano.

En agosto, el Partido Nacional, la Democracia Radical, el PIR, el Padena y la Democracia Cristiana acusaron actitudes totalitarias del gobierno, asegurando que el presidente Allende “reiteradamente se ha burlado del país... cuando era posible pensar que existía el propósito de rectificar la magnitud de los errores cometidos y encauzar las transformaciones por la vía democrática... se comprueba una vez más que se trata de simples declaraciones contradichas por los hechos”. Frente a ello, se comprometían a luchar por los derechos democráticos y por las libertades políticas de los chilenos (La Prensa, “Declaración conjunta de la oposición: ‘El gobierno conduce al país hacia dictadura totalitaria'”, 4 de agosto de 1972).

Para añadir un problema más a la difícil situación del oficialismo, existía un ambiente de movilizaciones sociales que se iban haciendo habituales, y que precedió al estallido del mayor conflicto que había enfrentado la Unidad Popular hasta entonces. Por cierto, la izquierda no se quedó atrás en su deseo de respaldar a su gobierno y el avance de la revolución socialista. Como era previsible, se produjeron choques y aumentó la polarización.

El inicio del Paro

Mirado retrospectivamente, el Paro de Octubre podría no haber tenido la repercusión histórica que efectivamente alcanzó. La movilización comenzó con la iniciativa del gobierno de crear una empresa estatal de transporte en Aysén, que llevó a los particulares a percibir una amenaza económica, en un contexto de tarifas fijadas por el Estado y falta de repuestos para los vehículos. Al parecer el gobierno no quería depender de los particulares, como señaló el ministro de Economía Carlos Matus: “El poder de la actividad del transporte era demasiado importante para que estuviera en manos de la empresa privada”. A comienzos de octubre ya se encontraba en camino la formación de la Empresa de Transportes Águila, en el norte, y la Corfo crearía una similar en Aysén, ambas con participación estatal (“Chile: la emergencia”, Ercilla, N° 1.944, 18 al 24 de octubre de 1972).

La situación escaló rápidamente. El memorándum presentado por los camioneros a las autoridades contenía siete aspectos centrales: reconsiderar la creación de Aysén Limitada; que el gobierno garantice el acta de acuerdo firmada por la Confederación con los ministros Pascual Barraza (Obras Públicas) y Carlos Matus (Economía); la promesa de no estatización del transporte por parte del gobierno; el envío de un proyecto para definir el estatus jurídico de la caja de previsión de los comerciantes, los pequeños, los transportistas y los independientes; la concesión de frecuencia para radio Agricultura en Los Ángeles; que se aclare que el problema de las tarifas también afecta a camionetas; y que se solucionara la situación que afectaba a la Compañía Manufacturera de Papeles y Cartones, porque en ella trabajaban numerosos transportistas. En definitiva, una mayoría de temas propios del gremio de los transportistas, con otros que fueron emergiendo en el camino, con eventuales aliados.

El 9 de octubre se inició el paro de los dueños de camiones desde O'Higgins hasta Malleco, que apoyaban a la Federación de Transporte Terrestre de Aysén; luego se sumaron grupos de Santiago, con gran impacto para la economía nacional y para la normal realización de las actividades. Un paro de camiones producía bloqueo de caminos, con el consiguiente problema de desabastecimiento de productos; además podrían verse afectadas otras áreas de la vida nacional, lo que ciertamente inquietaba al Ejecutivo. Esto permite explicar las decisiones que comenzó a tomar el gobierno ante la grave alteración de la vida normal del país.

De inmediato fueron arrestados al líder de los transportistas, León Vilarín, junto a otros dirigentes, por violar la Ley de Seguridad Interior del Estado. Aunque el origen y las demandas de los camioneros eran esencialmente gremiales, pronto la movilización adquirió un claro cariz político. A esto se sumó que los transportistas pidieron apoyos solidarios, lo que significó una ampliación del conflicto: adhirieron a la huelga grupos tan variados como la Confederación del Comercio Detallista, la Federación de Sindicatos de Choferes de Taxis y la Confederación de la Producción y del Comercio, además de la Federación de Estudiantes de la Universidad Católica (FEUC, liderada por los gremialistas) y la Federación de Estudiantes Secundarios (Feses, a cuya cabeza se encontraban los jóvenes democratacristianos). Asimismo, se sumaron el Colegio Médico y el Colegio de Abogados. Al parecer, ya no habría vuelta atrás. El paro ya no era exclusivamente del transporte, sino que adquiría una dimensión nacional y, por lo mismo, claramente respondía a la división política del país. En la práctica, había surgido una oposición social que se iría consolidando con el paso de los meses.

La disputa dio lugar a otra propia de este tipo de conflictos: la lucha por el lenguaje. Mientras la oposición social y partidista reclamaba que su movimiento era representativo de los sectores medios, tenía una clara inspiración gremial y procuraba una resolución justa de los problemas, el gobierno y sus partidos comenzaron a insistir en otro aspecto: se trataba de un paro patronal, de características políticas y que se inscribía en una escalada sediciosa. Si en un comienzo el problema había estallado por una cuestión propia de los camioneros, es evidente que con el paso de los días había crecido de manera impensada, y el carácter político del enfrentamiento resultaba insoslayable.

Problema grave y sin solución

A los pocos días, el Paro alcanzó una difusión transversal y puso al gobierno entre la espada y la pared. La izquierda, habituada a promover y controlar los movimientos huelguísticos en el pasado, se encontraba ahora en La Moneda y debía esperar —sin tener la iniciativa política— que otros controlaran las calles y los tiempos.

La nueva situación nacional llevó al jefe de la Zona de Emergencia, general Héctor Bravo, a decretar una cadena oficial de radios en Santiago. Posteriormente se transformó en una cadena nacional obligatoria, con presencia de censores militares. El objetivo de estas decisiones era “impedir la divulgación y difusión de informaciones de carácter alarmista o tendencioso”, aunque la oposición y la Archi condenaron la ilegalidad de la resolución. Además se facultó a Carabineros a detener a choferes que no quisieran realizar sus trabajos y se tomaron algunas medidas para procurar el abastecimiento, a través del uso de trenes, por ejemplo (“Las medidas del general”, Ercilla, N° 1.944, 18 al 24 de octubre de 1972).

El 13 de octubre el presidente Salvador Allende se dirigió al país, con palabras decididas y belicosas: “No se paralizará Chile. Si acaso los dirigentes de la Sociedad de Fomento Fabril creen que las fábricas no van a trabajar, se equivocan: los obreros irán a trabajar, los empleados del comercio irán a los almacenes y a las tiendas. Cientos de comerciantes detallistas abrirán sus locales. La autoridad respaldará, sin vacilaciones, a aquéllos que cumplan con su obligación de entregar sus servicios a la demanda del público. Este país no lo paraliza la reacción derechista, el filofascismo o el fascismo” (Última Hora, “Salvador Allende: llamo a la cordura y a la reflexión...”, 13 de octubre de 1972). Sin perjuicio de la dureza de las declaraciones, el gobierno estaba consciente de haber perdido la iniciativa política y de haber sido sorprendido por el movimiento de los transportistas.

Renán Fuentealba —líder del PDC, hablando en nombre de la Confederación Democrática (Code)— afirmó que resultaba ingenuo suponer que los propósitos del movimiento eran “exclusivamente políticos”, más todavía si se consideraba que “quienes ahora están en el Gobierno hicieron de la huelga, del paro nacional y de la agitación, un arma cotidiana en la vida del país y siempre defendieron este tipo de acciones como un principio legítimo dentro de la democracia”. El dirigente falangista terminaba con una dura advertencia hacia la reconocida muñeca política del presidente Allende: “Se puede maniobrar una o más veces con los partidos, con los gremios o con el Parlamento, pero no se les puede engañar indefinidamente ni a ellos, ni al pueblo de Chile, porque con el pueblo, señor Presidente, no se juega” (“Réplica de la oposición al Presidente de la República”, en Política y Espíritu, N° 337, octubre de 1972).

Como contrapartida, la oposición se comprometió con la causa de los transportistas, como resolvió el Consejo Nacional de la Democracia Cristiana, que llamó “a la movilización de masas para promover la solidaridad en los hechos. ¿Hasta dónde llegará y finalizará el movimiento de los gremios? Hasta que se satisfagan las exigencias. Si no este movimiento debe continuar. ¿Cómo vamos a continuar? Ya lo iremos viendo. Habrá paros parciales y totales, y veremos las herramientas legítimas que tenemos, pero no cejaremos”.

La lectura de los acontecimientos era diametralmente opuesta en la izquierda. “La insurrección de la burguesía”, fue la denominación de la revista Punto Final al paro de los camioneros (N° 169, 24 de octubre de 1972). El MIR aseguraba que la extensión del movimiento se debía en parte a “las debilidades de sectores del Gobierno” y llamaba a enfrentar “el poder patronal y burgués” con el “poder popular” (19 de octubre de 1972). El secretario general del PC Luis Corvalán aseguraba que era un “paro sedicioso” que estaba condenado al fracaso: “le hemos dado duros golpes al enemigo” (El Siglo, 20 de octubre de 1972). El Partido Socialista exigía “las más drásticas sanciones a los complotadores y sediciosos” (“Demos un gran salto adelante… ¡Ahora!”, en Víctor Farías, La izquierda chilena, 1969-1973, Tomo V, Centro de Estudios Públicos, 2000).

En la práctica, como sostenía el periodista Luis Hernández Parker, Chile vivía un “contrapunto de sordos” y, de esa manera, se tornaba imposible avanzar hacia una solución oportuna y razonable (en Ercilla, N° 1.944). Pronto emergerían documentos que mostraban caminos contradictorios para el futuro: “El Pliego de Chile” y “El Pliego del Pueblo”, símbolos de una época en la que no parecía haber acuerdo posible. Veremos que la situación cambiaría de manera impensada en las semanas siguientes.

Como ocurre muchas veces en la historia, cuando surgió el problema de los transportistas se trataba de un asunto relativamente pequeño, aunque de indudable connotación ideológica. “Era cuestión de conversar; dialogar; persuadir”, señaló Hernández Parker. No habría sido más que otro incidente de los muchos que hubo en aquellos años, un paro más. Quizá la medida gubernativa se podría haber revertido tempranamente. Sin embargo, la situación fue escalando de manera dramática, y un problema acotado se transformó en semanas en una cuestión nacional de primer orden. Chile había cambiado para siempre y el gobierno de la Unidad Popular no volvería a ser el mismo. Tampoco lo sería la oposición. Los movimientos sociales también serían distintos desde ahí en adelante.

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