Primera parte

(Desde tiempos inmemoriales hasta octubre de 1813)

1

Corría el año 1969 cuando un grupo de arqueólogos del Museo de Historia Natural chileno realizó excavaciones en el lecho seco de la que había sido una laguna, la de Tagua-Tagua, a cuyas aguas se les atribuía estar “encantadas”. Descubrieron allí osamentas de un mastodonte, cuyos vestigios fueron sometidos al método de datación mediante carbono-14 o radiocarbono, concluyéndose que había vivido cerca del 8.000 a. C. Cien siglos atrás había vida animal en parajes cercanos al río Cachapoal.

Nueve años después, en 1978, la dueña de un fundo cercano comentó a investigadores del Departamento de Ciencias Sociológicas y Antropológicas de la Universidad de Chile que en los alrededores de la exlaguna se había encontrado un cráneo humano. Tras prolijos trabajos y excavaciones, fueron apareciendo esqueletos casi completos y cerca de doscientos restos humanos. También se desenterraron puntas de lanzas, cerámicas, piedras para moler alimentos y adornos hechos de huesos o de conchas.

Habían descubierto uno de los cementerios más antiguos de la zona central de Chile y, tras exámenes realizados en Estados Unidos, se determinó que los restos tenían 8.070 años de antigüedad. El más completo de los esqueletos fue bautizado como “el hombre de Cuchipuy”, debiendo en realidad llamarse “del Cachapoal”. Era de sexo masculino, medía cerca de 1,70 m y tenía un cráneo angosto y largo. Sus huesos faciales acusaban rasgos mongoloides.

Un año cualquiera de la prehistoria, hasta hoy imposible de precisar, dichos hombres debieron enfrentar invasiones de otras tribus, entre ellas la de los pehuenches, quienes dejaron como vestigios una serie de petroglifos y enormes piedras horadadas que hasta el día de hoy se conservan cerca de la actual localidad de Pangal, comuna de Machalí.

Sucesivas invasiones con sus respectivas culturas llegaron hasta los valles cercanos al río Cachapoal: la altiplánica de Tiahuanaco; la de los diaguitas, de la que se han encontrado restos de cerámica; la atacameña, e incluso la chincha. Todas ellas debieron parlamentar con los promaucaes, promaucas, purumaucas o purumaucca, que en quechua significa “enemigo salvaje”, nombres que los incas daban a las poblaciones no sometidas a su imperio, y a quienes años después se les llamaría pichunches o picunches (del mapudungun “gente del norte”).

A mediados del siglo xv de la era cristiana, cuando en el Imperio de Tahuantinsuyu, cuya capital era Cuzco y donde reinaba Túpac Inca Yupanqui, los incas o winkas (cuyo término original pudo ser puinka) extendieron su dominio hasta el río Choapa. Incorporaron a los diaguitas al Imperio y veinticinco años después —o un poco más tarde—, la segunda invasión del Imperio incaico, bajo el reino de Huaica-Capac, hijo del inca Yupanqui, continuó más al sur. Los promaucaes opusieron resistencia, pero fueron incorporados al dominio incaico. Los invasores dijeron que las tribus del Cachapoal eran “gente poco aplicada al trabajo y de poca capacidad”. [...]

Lo que también debió llamar la atención de los incas fue que esas agrupaciones hablaban un mismo idioma con pocas variaciones dialectales, el mapudungun. Era una lengua originalmente ágrafa, es decir, sin equivalente en la escritura, pues solo existía oralmente y se hablaba desde Aconcagua hasta el río Maule. Allí fue donde los detuvieron los huilliches. A las orillas de ese río finalizó el periplo incaico en el territorio que más tarde se bautizaría como Reino y Capitanía General de Chile.

Aproximadamente cincuenta años duró la dominación y presencia de los incas en el valle del Cachapoal. En el cruzamiento de sangres modificaron el tipo étnico, el dialecto y algunas tradiciones. Enseñaron a sembrar el maíz y la quínoa, y para regar la tierra construyeron canales, siendo uno de ellos el que nacía desde la congruencia de los ríos Cachapoal y Tinguiririca; instruyeron en el manejo de la greda y la arcilla, en el arte del telar y del tejido para confeccionar vestimentas y proteger los pies fabricando usutas, término que con el tiempo cambió a ojotas; mostraron cómo mantener los animales en corrales cercados por muros bajos de piedra que denominaban pircas; invistieron de poder administrativo a unos pocos, llamándolos curacas; construyeron puentes colgantes con fibras naturales, uno de ellos sobre el Cachapoal, y unas casas con varios aposentos que llamaron tambos, del quechua tampu, las que eran posadas provistas de agua y alimentos, donde incluso se ofrecía el servicio de hombres-correos; fundaron colonias o mitimaes, siendo las más importantes las establecidas en Angostura, Machalí, Tagua-Tagua y Pelequén.

Los incas no actuaban con el ímpetu de los invasores-conquistadores, sino que deseaban convivir pacíficamente con quienes habitaban esas tierras, transmitirles sus conocimientos e imponerles el pago de contribuciones para el Inca. [...]

2

Noventa y seis años después de la primera invasión inca, en 1536, llegaron otros invasores hasta las cercanías del Cachapoal [...]. Eran de piel blanca y los mandaba Diego de Almagro, quien padeció el infortunio de llegar hasta esa zona y más al sur en medio de lluvias torrenciales, fríos glaciales y algunas nevadas.

Cinco años después, Pedro de Valdivia, quien el 12 de febrero de 1541 había fundado la ciudad de Santiago del Nuevo Extremo, transitó por esos parajes cuyos habitantes aún reconocían y adoraban el poder del lejano Inca, especie de dios invisible, del que solo habían conocido a sus enviados. Ahora se enfrentaron a estos nuevos huincas, que decían adorar a un ser supremo e invisible que mencionaban con la palabra “Dios” y representar a un ser muy poderoso que llamaban rey. Los aborígenes del Cachapoal comprendieron que debían obedecerles, tal como lo habían hecho con los incas.

Lo que Valdivia no supo fue que durante su ausencia un verdadero ejército de cerca de diez mil indígenas, según declararon los sobrevivientes, había atacado y destruido la pequeña villa de Santiago, recién fundada.

Durante muchos años los invasores mantuvieron una guerra despiadada bastante más al sur de las tierras cercanas al Cachapoal, permitiendo a sus habitantes vivir en relativa tranquilidad y erigir lentamente rancherías de relativa importancia en Angostura, Machalí, Pelequén y Tagua-Tagua, así como otras menores en Malloa, Codegua, Pichidegua, Peumo, Apaltas, Rapel, Colchagua, y una pequeña ranchería escondida entre carrizales, denominada Rancagua, en la ribera norte del río Cachapoal. [...]

Esta agrupación de chozas y rucas diseminadas arbitrariamente fue conocida más tarde como “pueblo de naturales”, pues así denominaban los conquistadores a las instalaciones indígenas, cuyos habitantes eran entonces gobernados por lonkos, también denominados caciques, máximas autoridades de los grupos familiares.

Poco tiempo después se instaló en Rancagua la primera encomienda, cuyo propietario, Alonso de Córdoba, había acompañado a Pedro de Valdivia en su expedición a Chile. [...] El sistema de encomienda, nombre que la corona española dio a una manera de esclavizar a los indígenas, muy similar a la organización feudal del Medioevo, se basaba en que el rey de España era dueño y protector de los aborígenes americanos, y en virtud de ese derecho podía someterlos al pago de tributos. [...] En la letra todo parecía muy cristiano, pero en la práctica este sistema fue una cruel manera que tuvieron los encomenderos para ejercer el despotismo.

Alonso de Córdoba instaló en su encomienda un “obraje de paños” que con el paso del tiempo se convirtió en la más conocida fábrica de telas de esa época, mientras el valle del Cachapoal se fue poblando con otros grupos de conquistadores, convirtiendo esa región en un baluarte colonial del reino. [...]

3

En noviembre de 1737 llegó a Chile como gobernador y capitán general del reino el brigadier José Antonio Manso de Velasco, quien tuvo especial preocupación por fundar villas, siendo una de ellas San Fernando de Tinguiririca.

En el otoño de 1742, Manso de Velasco se entrevistó con naturales del valle del Cachapoal, entre ellos con el cacique del pueblo, Tomás Guaglén de las Estrellas, a quien le manifestó que, por su fertilidad y belleza, se debiera crear un pueblo en la ribera norte del río Cachapoal. No hay certeza de si [...] fue Guaglén de las Estrellas o su hijo quien había realizado la primera mensura de tierras, pero lo cierto es que esta constaba de más de 154 cuadras para ser repartidas entre sus herederos.

Un año después, en 1743, el gobernador fundó allí la villa de Santa Cruz de Triana, que en el futuro recuperaría el nombre de Rancagua. Manso de Velasco lo hizo para homenajear dos barrios de su natal Sevilla: el de Santa Cruz y el de Triana. [...] Como era tradicional, las calles fueron trazadas “a cordel”; cada manzana era cuadrada, se consideraron ocho por lado, totalizando sesenta y cuatro. Esta villa se diferenciaba de otras por la ubicación que se dio a la plaza: al centro, y por lo tanto se podía acceder a ella por cuatro calles en lugar de las ocho tradicionales. El objetivo del gobernador fue que las calles centrales, que corrían de norte a sur y de oriente a poniente, formaran una cruz.

Una vez trazadas las calles interiores, de solo doce varas (diez metros) de ancho, se demarcaron las cuatro cañadillas que constituirían los límites de la villa que se enlazarían con caminos existentes. La más importante de ellas era la del norte: se le dio el nombre de Cañada, se prolongaba cuatro cuadras al poniente y doce al oriente, y tenía bastante tránsito de carretas pues comunicaba con el camino hacia Santiago. En ambos lados se plantaron árboles, principalmente álamos, lo que derivó a que con los años le dieran el nombre de Alameda.

Primero se asignaron los terrenos ubicados en torno a la plaza. Se destinó el costado suroriente para construir la iglesia parroquial con la casa del cura; en la esquina nororiente se entregaron cuatro solares a los religiosos de Nuestra Señora de la Merced; dos cuadras más al sur, en la entonces Calle del Rey, se concedió un terreno a la orden franciscana. [...]

Un año más tarde informó el gobernador Manso de Velasco al rey de España Felipe V, apodado el Animoso: “Se encuentra señor esta nueva villa en distancia de veinticuatro leguas de esta capital y como dieciséis de la nueva población de San Fernando de Tinguiririca casi en el Camino Real que va para la Concepción”. La real cédula que aprobó la fundación de Santa Cruz de Triana y le dio el título de villa tardó seis años en llegar a Chile. Estaba fechada el 29 de julio de 1749. El gobernador era entonces Domingo Ortiz de Rozas, marqués de Poblaciones.

En el Archivo General de Indias en Sevilla, España, se conserva un plano en cuyo encabezamiento se lee: “Mapa de la villa de Santa Cruz de Tryana [sic] en el valle de Rancagua. Tiene de esquina a esquina cada cuadra 138 varas y 12 varas las calles”. Aparece al centro la plaza y dibujadas las 64 cuadras, cada una dividida en cuatro terrenos iguales, todos con el nombre de quienes fueron sus propietarios. En la parte inferior figura un poema, digno de reproducirse, por considerarse el primero dedicado a la que entonces era villa y hoy ciudad:

El gran Felipe quinto el Animoso / De las Españas y las Indias dueño / En estados y en armas tan glorioso / Cuanto en adelantarlas muestra empeño / Abundante, potente y victorioso / A todo el mundo asombra su real ceño / Edifica Ciudades, puebla Villas / Teatro es el orbe de sus maravillas / Don José Manso de Velasco ardiente / En su celo y acero fulminante / Siendo de aquella Audiencia Presidente / Se extendió en poblaciones más que Atlante / Pues para que su Reino más se aumente / Esta Villa fundó como es constante / Y a honra del Gran Felipe la dedica / Porque así su lealtad mejor se explica / El Ministro Fiscal de aquella Audiencia / Don Martín cuya sangre se adelanta / Por ser Jáuregui y Ollo su ascendencia / Emprendió su trabajo en obra tanta / Mas como tiene en Dios su complacencia / Santa Cruz la nombró quizás inspirado / De Dios por quien en todo es gobernado / Rancagua fue tu nombre Valle hermoso / Fértil por abundante de comidas / Fuerte por lo robusto y valeroso / De tus gentes que estaban divididas / Hoy por timbre político y honroso / Santa Cruz de Triana te apellidas / Lograr tu Erector con noble arte / Ponerte de Sevilla alguna parte.

El clero designó a la nueva villa como capital religiosa de la zona conocida como provincia de Rancagua, dependiente del obispado de Santiago.

El día 25 de mayo de 1751 alrededor de la una de la madrugada un terremoto asoló la zona central y sur del reino, desplomándose muchas de las modestas construcciones de adobe, obligando a que sus moradores iniciaran sus reconstrucciones poco tiempo después. Once años más tarde, en diciembre de 1762, los rancagüinos vieron con terror la erupción del volcán Peteroa, que cubrió la villa y sus alrededores con una gruesa capa de cenizas.

A poca distancia y años antes, en unos cerros denominados Alhué, se descubrieron y explotaron minas de oro, estableciéndose en sus inmediaciones algunos trapiches, máquinas rudimentarias para la molienda del mineral. En un lugar también cercano se encontraban los baños de Cauquenes, termas que según se decía sanaban la sífilis, la lepra y varios tipos de pústulas o llagas.

Por aquellos años, y desde mediados del siglo XVII, la Compañía de Jesús había acumulado envidiables riquezas, siendo la Estancia de Rancagua una de ellas. Trabajaban allí cerca de cuarenta esclavos negros, y según el cronista valdiviano Vicente Carvallo y Goyeneche figuraban entre sus haberes “catorce mil reses de ganado vacuno, crecido número de caballar y ocho a diez tandas de mulas, de sesenta cada una, para transportar al pueblo sus cuantiosas cosechas”. Se sabe que ahí se iniciaron y crecieron industrias de obraje, carpintería, ebanistería, curtiembre, albañilería y cerámica.

Todo iba “viento en popa” hasta el 2 de abril de 1767, cuando Carlos III, rey de España firmó en El Pardo la Pragmática Sanción, que ordenaba expulsar de sus dominios a todos los miembros de la Compañía de Jesús. El mandato llegó a Chile el 7 de agosto de ese mismo año, cuando Antonio Guill y Gonzaga gobernaba el reino. La noticia conmocionó a sus habitantes.

Diecinueve días después fueron arrestados los jesuitas e incautados sus bienes. Tras concentrar a los sacerdotes en Santiago, fueron conducidos a Valparaíso, para desde allí embarcarlos rumbo a Europa. Se inventariaron sus bienes para ser subastados.

Cuatro años después, la Estancia de Rancagua, más conocida entonces como Hacienda de la Compañía, fue rematada. Se la adjudicó Mateo de Toro y Zambrano, entonces de cuarenta y cuatro años, quien durante nueve años completó los noventa mil pesos que pagó por ella.

Con fecha 14 de marzo de 1786, cuando Ambrosio de Benavides era el gobernador del reino de Chile, se aprobó el establecimiento de un cabildo en la villa de Santa Cruz de Triana, y casi cinco años después, el 28 de febrero de 1791, dicha institución tuvo su primer alcalde ordinario. Tenía este cincuenta y tres años, había nacido en Santiago y se llamaba Bernardo de la Cuadra y Echavarría. En el solar ubicado al surponiente de la plaza se erigió una casona para que en ella funcionara dicho cabildo.

Por esos meses o tal vez un año antes se formó un cuerpo de milicias al mando del coronel Francisco Xavier del Pozo, quien además era corregidor y justicia Mayor. Ese regimiento que era denominado Dragones de Sagunto, en honor a la ciudad valenciana del mismo nombre, cumplía tareas de vigilancia, mantenimiento del orden y custodia de la cárcel.

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