1993. Desde que comenzó mi Ilse a sufrir su Alzheimer debo encargarme de la cocina. Claudio me ayuda mucho con el aseo, con el lavado, con las compras. Como no dejo de estudiar y escribir, me ocurre como cuenta Burgess que hace él, aunque parece que él siempre lo hizo: divido mis quehaceres entre la cocina, el mercado y el estudio. Mientras se pone a punto el estofado, salto a la máquina con un texto que ya está a punto en mi cabeza.

1970-1. Hernán Vega, uno de mis grandes amigos, es dentista y por ese tiempo de oscuridad y desorden (que Joaquín Barceló llamaba «de revoltura») me arreglaba una muela. Tanto le encantaba hablar que mi muela seguía en veremos por meses. Recuerdo que una noche (porque eran sesiones de noche) me contó que la noche anterior lo detuvo un piquete de carabineros, lo hicieron salir del coche que registraron. Todo esto, mientras uno de los del piquete le preguntaba quién era, de dónde venía y a dónde iba. Tuvo sus ganas de decirle a esos carabineros que se trataba de las tres grandes preguntas que se hacen los filósofos. Menos mal que no lo hizo, porque de hacerlo fuera a dar a la capacha a lo que es palos.

También me cuenta después que durante la dictadura vino la orden «de oposición oceánica», que consistía en abrir las ventanas y cantar la canción «Gracias a la vida», de Violeta Parra, para que subiera a los cielos la protesta de la gente contra el tirano. Él lo hizo, pero entornando apenas las ventanas y situándose a distancia prudente y más que cantando, musitando. «Gracias a la vida que me ha dado tanto...». ¡Mi pobre amigo! No quería ocultarme su... prudencia.

1973-4. ¿Me creerán si digo que por entonces descubrí que a un hombre se le conoce en tiempos de peligro? Claro está, eran tiempos de peligro, sumo peligro. O sea (para seguir descubriendo cosas), no tiene mucha gracia descubrir en tiempos de peligro que a un hombre se le conoce en tiempos de peligro. La gracia es decir que a un hombre se le conoce en tiempos de peligro cuando no hay a lo redondo un asomo de peligro. La frase es de Lucrecio (a quien adoro desde mis lecturas de Anatole France). ¿Andaría seguro Lucrecio cuando la dijo? ¡Claro que no!

1999. En un diario sueco leo que el léxico de un académico tiene veinte mil palabras, el de un obrero, tres mil. Pero un Bosse Ringholm, de Malmö, se las arregla muy bien con cincuenta. Y no sé si todavía hay, pero hubo monjes enclaustrados que se las arreglaban sin ninguna.

1960(?). A propósito de la hermosa Carla Cordua. En Concepción la invité una vez al cine, a ver una película de Bergman, “La fuente de la doncella”. Fue Roberto Torretti también, su esposo. La película relata la violación y asesinato de una doncella en un bosque. Cuando levantan su cadáver, surge entre las hojas del suelo un hilo de agua que va ensanchándose. Como no había nada de maravilloso en un hecho así en montañas cargadas de nieve, iba yo a iniciar esta explicación cuando Torretti me interrumpió bruscamente. El hombre parece que no quería oír de racionalizaciones. ¡Allá él! Pero lo que me molestó es que interviniera así el curso de mi argumento. Recuerdo que Eugenio González hizo otro tanto en una reunión de facultad cuando apenas iniciaba mi discurso. Estos atropellos no los olvido, ni los perdono. Cuando el logos fluye, Apolo disfruta, ¿verdad?

1984. Hay una contabilidad fantástica que se combina graciosamente con la real. Desde que vivo en Suecia, no sufro como en Chile mis personales problemas económicos y hasta me sobra algún dinero para obsequiar. Muchas veces, decido, de antemano y para mis adentros, dar dinero a alguien. Pero ocurre, antes de obsequiarlo, que mi beneficiado se conduce de forma repudiable. Entonces, también para mis adentros, retiro el dinero ya asignado y lo vuelvo a mi cuenta con gran contento porque puedo adquirir un vestón o un par de libros. ¡Ah, si muchos supieran la plata que han perdido conmigo!

En esto del dinero que ahorro, la explicación es muy simple: corona más, corona menos, me pagan por mi trabajo de acuerdo al estándar sueco de vida. Pero yo no puedo salir de mi estándar chileno. Con dos bolsitas de té lleno tres tazas, si encuentro un bolígrafo en el suelo, lo recojo. Todo lo que vaya más allá del estándar chileno me parece derroche y me da sufrimiento por comparación con la vida que llevan mis compatriotas en Chile. Así, queda dinero sin gastar.

1942. En la propaganda cinematográfica durante la guerra observaba que se repetía y repetía este diálogo entre el soldado viejo y el joven a punto de entrar en batalla:

Joven. ¡Me da vergüenza, pero siento miedo!

Veterano. En eso no te enredes: todos sentimos miedo.

Por donde se ve que los ejércitos tienen el problema de disolver el prejuicio que nos nace acaso sin que nadie lo quiera: que el valiente es valiente; que no es el cobarde que en efecto y muy esencialmente tiene que ser para ser valiente. Si no, uno tendría que venir con las virtudes a punto, y entonces, ¿dónde estaría la gracia? Me educaron, sabiéndolo o no, como si fuera una tara y una vergüenza ser cobarde. Que es como decir: me enseñaron a emplear el martillo como si no tuviera mango. Cuentan que viendo Diógenes a un muchacho enrojecer le dijo: «¡Ánimo, ese es el color de la virtud!».

1982. En la terraza: pongo comida a los pájaros pequeños; aparecen los grandes y desaparecen los pequeños; salgo de nuevo a la terraza: desaparecen los grandes y al rato aparecen los pequeños; aparecen los grandes, salgo a la terraza... Y así sigue el cuento hasta que se acaba la comida.

1982. Veo en TV una película sobre la vida salvaje, de las muchas de la BBC de Londres (¡Dios la bendiga!). Los antílopes en manadas bajan al río. Allí abunda el agua, pero también los cocodrilos. Los primeros de la manada avanzan y retroceden; los de atrás empujan. No hay remedio, hay que beber. Es una transacción entre caótica y mecánica. Después de pagar en antílopes por el agua a los cocodrilos, la manada regresa a la pradera. Para quedarse pensando largo, largo.

1993. En la acera norte de la Alameda, los comerciantes ilegales venden a precios más bajos. ¡Viene la razzia! Envuelven rápidamente sus mercaderías y pasan a venderlas en la acera sur. ¡Viene la razzia! Pasan a vender en la acera norte. ¿No es cierto y requetecontra cierto que uno entiende perfectamente las cosas del hombre en términos naturales, mientras que en términos humanos no entiende nada?

2000. Me llega un recorte de El Mercurio donde entrevistan a un chef de cuisine que me considera su maestro. ¿No es un orgullo y un triunfo? Míos, se entiende. ¿Cómo le saldrán los platos? También me consideraban maestro suyo muchos obreros que estaban detenidos conmigo en Puchuncaví. Maestro de diseño, de dibujo. Para que vean.

Este discípulo chef de cuisine dice que mis alumnos me llamaban loco —honor del que yo no sabía— y agrega: «Contestatario, ingenioso, lúcido. Marcó a muchas generaciones y tuvo gran influencia en el mundo intelectual».

¡Así será! Me han tildado de comunista, anarquista, crítico destructivo, sujeto conflictivo. En el último tiempo, me tratan con más suavidad: crítico útil, me dicen. Hasta pensador me llaman. Y ahora me cae encima este «contestatario». Sin decir nada del «loco».

(…)

Otrosí: cuando mi discípulo cocinero dice que «marqué a muchas generaciones», ¡me hace reír tanto! Lo he oído más de una vez. De los mismos «marcados». «Usted nos marcó a todos». Imagino hermosas potrancas y potrillos de sangre en las caballerizas del Club Hípico. En sus ancas relucientes, destacan mis iniciales.

1976. En el campo de detenidos políticos de Puchuncaví, más de una vez se fueron a las manos mastodontes de bandos contrarios. Seguro que me respetaban, porque pequeño como soy siempre pude separarlos. Y siempre venían después avergonzados a darme sus excusas.

1959. Había una canción de Violeta Parra, hermana de Nicanor, que decía: Runrún se fue p'al Norte,/ yo me quedé en el Sur, /al medio hay un abismo/ sin música ni luz...

Recuerdo a Nicanor, en una galería de libros usados de San Diego, hundiendo las mejillas entre las palmas y diciéndome: ¡Pero si ahí está todo!

A propósito, yo no sabría decir el número de Violetas Parra que escuché cantar durante los años de mi niñez. Mi «mamá de leche», para empezar:

El agua rompe la piedra/ a juerza'e tanto caer./ No es imposible, no,/que yo te vuelva a querer.

O esta:

Veinticinco limones/ tiene una rama/ y amanecen cincuenta/ por la mañana.

1957. A comienzos de ese año conocí al poeta Braulio Arenas, del que había oído en mis tiempos de estudiante liceano. Muy fino de gusto, bastante culto y con sentido destilado del humor. Aquí he contado algunos chistes que él me contó. En ese tiempo de comienzos de 1957 veía a Braulio Arenas casi semana a semana cuando viajaba a mis clases en Concepción. Braulio adoraba a Lewis Carroll; y una tarde me llevó a su cuarto de pensión y me leyó su excelente traducción en prosa del celebrado poema de Carroll «The Hunting of the Snark». Una noche, Marco Antonio Allendes me invitó a un concierto de la cantante Violeta Parra y ahí estaba Braulio Arenas haciendo una presentación que poco se entendía:

Violeta Parra canta a lo álamo. Violeta Parra canta a lo nube. Violeta canta a lo fuente...

En fin, algo así. Entonces oí a Violeta Parra por primera vez, y que era hermana de Nicanor Parra. Pienso que su popularidad le venía de esa cepa pura de cantante campesina que tenía. ¿Cómo no iban a quererla las madres tristes de nuestro pueblo con esa voz plañidera que tenía?

Recuerdo muchas mujeres de mi infancia que cantaban tal como ella. Pero apareció algo nuevo de pronto: su canción «Gracias a la vida». Elementalidad pura. ¡Y oírla cantar a ella! Años de años después me tocaría escuchar esa canción en sueco. Dicen que era preferida de Olof Palme, y ante el catafalco de Olof Palme la cantaba una hermosa vikinga finlandesa llamada Arja Saijonmaa. Entre los grandes del pequeño pañuelo de este mundo que asistieron a esos tristes funerales de Olof Palme se encontraba Henry Kissinger. El mismo secretario florentino que a mediados de 1976 fue a Chile, en plena dictadura, con 360 millones de dólares en crédito bajo la condición de que eliminaran los campos de presos políticos. Así escapé yo de las garras de la DINA.

1968(?). A propósito, Pablo de Rokha —a quien no había tratado en mi vida aunque lo leía y oía mucho de él en mi juventud a mis amigos Fredy y René Bock— me llamó una vez por teléfono para felicitarme por un artículo mío que apareció en la revista Punto Final:

—¡Oiga, la prosa!...

—Pero, don Pablo, ¡si usted es uno de mis maestros!

—¡No me huevee!

Fue lo primero que oí de él de viva voz, pero por teléfono. Tiempo después me invitó a cenar y fui con Hernán Vega. ¡Cómo le dolía la ausencia de su mujer! Al irme, me llevó a su dormitorio y del cajón del velador sacó una pistola. No, no iba a agonizar como un viejo baboso.

—¿Cierto, don Pablo?

—¡Cierto, caramba!

Y así fue.

1999. Vieja, vieja historia: un señor Paredes, jefe de policía en el Gobierno de Allende en los tiempos en que los «jóvenes idealistas» eran liquidados huyendo por los techos de las poblaciones, está siendo desenterrado como mártir de la izquierda chilena. Muchas veces me ocurre pensar que Aristóteles era un portero de la Academia, amigo de parrandas de Alejandro, y que Pedro era uno más de los que vendían clavos de ocho pulgadas cuando crucificaban a Jesús. Bueno, en el caso del apóstol Pablo no hay que imaginarlo.

1975. A mí no me torturaron. Incluso, se puede decir que los verdugos de Pinochet me trataron con deferencia. Una noche en que dos o tres me interrogaban con una máquina de escribir a punto, había uno en un rincón en sombras echado sobre un camastro que dijo: «Yo lo admiro mucho a usted, don Juan». Pero había otro que no me admiraba nada y que sus intenciones tendría.

Otra noche en que este a vista de ojos se contenía de venírseme encima, el que me admiraba mucho lo empujó a un rincón. Cuchicheaban. «Habría que torturarle las neuronas» oí que argumentaba el que me defendía. Eso hay también: que uno no sabe si lo van a matar en el cuarto del lado y que dos rufianes deciden por su cuenta si lo hacen o no.

1943. Decían que Vargas Vila influyó en Gabriela Mistral. Los seguidores de Pablo de Rokha decían con frecuencia y peyorativamente «vargasviliano». Estas querellas no me decían nada. Humberto Moreno, que lo admiraba (y también a Frank Harris), me lo dio a leer. Recuerdo a un personaje en cuya realidad no podía creer. No tenía manos. Escribía con los muñones y desnudaba a sus amantes con los dientes. Bueno, después, perdida mi inocencia provinciana, supe que abundaba en el mundo basura muy peor. ¿Por qué no se van estas cosas del recuerdo?

2003. En el diario de la mañana (06.06) viene un artículo sobre las personas asesinadas en Irak durante el régimen de Hussein. Se habla de tres millones. Supongo que los más pertenecen a los grupos shiítas y kurdos. Muchos fueron empleados como detectores vivos de minas, muchos como escudos vivientes contra el enemigo durante la guerra contra Irán, muchos liquidados en cárceles y campos de prisioneros, aldeas kurdas enteras envenenadas. ¡Tres millones! Por décadas, suecos y chilenos han estado aquí clamando contra el demonio de todos los demonios, Augusto Pinochet. Ni una palabra contra los dos millones asesinados por Pol Pot en Cambodia, los cientos de miles asesinados por Idi Amín en Uganda; los en Liberia, en el Congo, Mozambique, China. Ni una palabra tampoco contra este Hussein. ¡Oh, petróleo, oh, petróleo! Oh, obviedad de obviedades. Ni una palabra contra Hussein. Ahora, cuando el petróleo fluye por otro lado, ¡cuánta condena!

2002. Como Suecia es un país rico, muy rico, la gente puede darse todos los gustos. Se demoraron en darse cuenta, pero ya no. Comen de todas las exquisiteces del mundo, beben de los mejores vinos, viajan a las mejores playas. Se dieron cuenta de que son muy ricos y se dan la vida. La moda, por ejemplo: se puede vestir a lo último de la moda. Todos pueden hacerlo y todos lo hacen. La sociedad de consumo lo exige. Mientras espero el bus en las estaciones centrales me vienen deseos de comprarme una cámara de las últimas. ¡Qué cuadro! Seres de todas las edades, de todos los portes, gordísimos, flaquísimos, enormes, enanos, inválidos, viejísimos, feísimos, van y vienen por las aceras atiborradas, en zapatillas, shorts, blusas floreadas, pantalones a cuadros y a media pierna, faldas por debajo de los ombligos que caen estrechas, amplias, rectas, torcidas. Van casi siempre con el cuerpo a la vista enredado en calzones, en camisas retorcidas, en sostenes caídos. ¡Un coro de la ridiculez! Pero todos a la moda. Aquí tengo ocasión de sentir como Montaigne sintió en su tiempo: que somos unos seres despreciables sin remedio.

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