“Todavía está irresuelto el pacto del nuevo Gobierno con los intelectuales”. Esa es una de las conclusiones del ensayo «Los intelectuales de izquierda y el problema del triunfo» que el investigador y escritor Rodrigo del Río, publicó hace algunas semanas en «Puntos de referencia» del Centro de Estudios Públicos (CEP).

El eje del texto trata de analizar la reconfiguración de la escena intelectual del Frente Amplio (FA), tras el ingreso al Gobierno de varios personeros que integraban dicho espacio, como Giorgio Boccardo, Javiera Toro, Diego Pardow, Diego Vela o Javiera Martínez, entre otros.

Del Río, con estudios en Literatura en la UC y candidato a doctor en en el Departamento de Lenguas de la U. de Harvard, y cuyos trabajos (principalmente) han indagado la conexión de la literatura latinoamericana con la política y la economía, se pregunta qué pasará con el sentido crítico al interior del oficialismo si buena parte de sus cuadros intelectuales se transforman en funcionarios.

Para Del Río hay cierta crisis de pensamiento al interior de la izquierda que alcanza, incluso, a partidos tradicionalmente fuertes en el plano cultural: “En el PC hay una desconexión y un descuido de su propia tradición intelectual. La lista de históricos intelectuales comunistas es enorme: Violeta Parra, Neruda, Víctor Jara, Gabriela Pizarro. Estas figuras mantuvieron la unidad de izquierda durante décadas. ¿Quién cumple este rol hoy? ¿Quién sostiene el partido ante la pública tensión entre Teiller y Jadue? No hay que olvidar que Pedro Lemebel acompañó a Gladys Marín en su ‘tren de la victoria'. ¿Quién va a acompañar las campañas y cantar las elegías de los actuales próceres comunistas?”, dice.

—¿Habrá que partir reconociendo que la relación entre los intelectuales y el poder siempre es compleja, no? Los intelectuales apuntan a los déficit sociales, más que a crear alternativas políticas concretas.

—No hay una sola manera en que un intelectual se vincula al poder. Puede que tu proyecto exija intelectuales comprometidos o intelectuales abstractos. En la receta de lo que configura un intelectual entran muchos ingredientes. El punto es que, si estás defendiendo un proyecto democrático, en el que los ciudadanos tienen que estar convencidos por tu proyecto y votarlo, es un requisito tener una capa de intelectuales críticos. Necesitas una distancia entre los intelectuales y las políticas públicas, para no generar tecnocracias. La pregunta es cómo se organizan esos espacios de reflexión, esa distancia crítica, y cuáles son los vasos comunicantes con la política práctica.

—¿Cómo ves a la intelectualidad de izquierda hoy?

—La pregunta sería más bien hacia dónde vemos a la intelectualidad de izquierda. Tras el Rechazo, se han agudizado conflictos que venían desde el inicio del Gobierno. El FA ha tenido que enfrentar los límites de su lenguaje político. Pienso en figuras como el actual director de la Secom, Pablo Paredes, fundamentales para la creación de ese lenguaje. Nunca me olvido de una escena de la serie «El reemplazante», donde Paredes participó como guionista, en la que “Zafrada” un estudiante de la escuela pública, saca puntaje nacional en matemáticas, y en lugar de convertirse en ingeniero, decide estudiar pedagogía. Obviamente, es muy deseable tener profesores de excelencia y con vocación, pero ¿por qué “Zafrada” no podía construir puentes y optimizar industrias? Hay una clara romantización de la política estudiantil. La misma política que hoy le toca la puerta al Gobierno con la crisis de la violencia en las escuelas.

—Las comparaciones son odiosas, pero ¿qué diferencias podemos establecer entre esta generación de intelectuales de izquierda y la anterior de Brunner, Garretón o Moulián?

—Más que odiosa es sintomática. Habla de cómo la transición política no pensó la transición intelectual. Esa generación asfixió toda una serie de voces que vinieron después. Su canonización vino con el precio de la pérdida de su capacidad de transformarse. Brunner, por ejemplo, se identificó a tal punto con sus tesis que perdió capacidad de criticarlas. Por eso, no extraña la inquina con que ciertos intelectuales de las generaciones intermedias, como Atria, Bassa, o Ruiz, reaccionaron cuando por fin se les dio espacio. Más que diferencias, creo que es urgente reconsiderar los proyectos intelectuales de las generaciones intermedias. ¿Cuánto le debe el ambientalismo a Flavia Liberona? ¿Qué vínculos tiene el feminismo con el trabajo de Olga Grau? ¿Qué deuda tenemos con el pensamiento de Sonia Montecino?

—¿Se pierde sentido de la crítica cuando muchos de tus cuadros intelectuales ingresan en el Gobierno? Salvo Noam Titelman (RD), el grueso de los cuadros intelectuales de la nueva izquierda entró al Ejecutivo.

—Muchos quedaron fuera del Gobierno también. Eso sí, los espacios organizados de la llamada nueva izquierda quedaron parcialmente vaciados, y recién ahora han vuelto a sentir la necesidad del apoyo intelectual desde la sociedad civil. El punto, como dijo Noam, es organizar espacios colectivos, “más allá de la brillantez individual”. Y esos espacios no pueden incluir solo intelectuales con intereses partisanos. El peor escenario sería que una supuesta “experiencia política” creara la ficción de una vieja guardia entre los sectores de intelectuales que ingresaron al Estado y desoyeran a todos los que no participaron en el proceso de instalación de este Gobierno.

—¿Cómo has visto el paso desde el análisis de las políticas de Estado, que muchos de estos intelectuales hicieron desde la academia, hacia las tareas de Gobierno? Uno tiene la sensación que ese tránsito ha sido complejo, especialmente en casos como el del subsecretario José Miguel Ahumada.

—La dificultad de esos tránsitos depende de las organizaciones que los apoyan. Es distinto si el análisis del TPP-11 hubiera sido defendido por el Instituto de Estudios Internacionales de la U. de Chile, donde Ahumada era profesor, que la visibilidad que tuvo “Chile mejor sin TLC”. Privilegiar el rol de intelectual público por sobre el de la administración del Estado, solo puede generar confusiones sobre quién es la voz oficial del Gobierno. Ahumada, y cualquier otro ministro, ya no está en posición de criticar públicamente las políticas del Gobierno, sino de implementarlas. Falta una reflexión desde los partidos sobre qué significa asumir la razón de Estado. Pero una administración exitosa también necesita que alguien le diga la verdad. Una sociedad civil sumisa e irreflexiva solo puede llevar al triunfo del autoritarismo. Formar intelectuales es defender la democracia. Por eso, es tan urgente que la izquierda encuentre una manera de organizar sus cuadros críticos, sin que eso signifique desestabilizar el Gobierno.

—En tu ensayo citas un texto de Enrique Lihn de los años de la UP. Ahí escribía que cualquier proyecto cultural tenía que tener en cuenta el “carácter pluralista de la sociedad chilena” y no solamente una perspectiva proletaria. ¿Crees que la nueva intelectualidad de izquierda da cuenta de una visión plural de la sociedad? Digo, si de algo se acusa a ese mundo es de cierto “ñuñoísmo”.

—Hay una intención de pluralismo. El punto es si realmente es reflejo de las comunidades que habitan nuestro país, o un país imaginado de identidades que le parecen cómodas a la sensibilidad de izquierda. De ahí que haya una acusación de “ñuñoísmo”. La acusación contra la estética hípster y la defensa de agendas identitarias desmerece la política juvenil, que ha defendido la fundamental inclusión de derechos para las disidencias sexuales, la naturaleza, y los migrantes. El filósofo Carlos Pérez dijo que el “ñuñoísmo” es una forma de ceguera de las élites de izquierda, que han dejado de ver más allá de la universidad, desconectándose de las capas medias y populares. Es innegable que muchos en el Gobierno vienen del NAU, grupo político de la UC, o de la Facultad de Derecho de la U. de Chile. Hay una tarea pendiente en meditar qué tan permeables han sido esas redes iniciales.

“¿Por qué cuando se confía en el progresismo se llama lucidez?”

—Hace unos días el Presidente Boric señaló que “no puedes ir más rápido que tu pueblo (…) pretender ser un adelantado a tu tiempo es una forma de estar equivocado”. ¿Qué hay detrás de esas palabras?, ¿una autocrítica sincera?, ¿cierta pedantería intelectual como le achacaron algunos?

—Me parece que es un balance más largo que solo estos meses de Gobierno. Es una crítica a las vanguardias políticas, es decir, que un sector supuestamente más consciente se organiza para politizar al resto de la sociedad. Algo de esa estrategia persistió en los movimientos estudiantiles donde se formó mi generación. Para el autonomismo, en parte, los estudiantes ocupaban ese lugar. La historia política de Boric es también la historia del desencanto de las vanguardias, y asumir que gobernar requiere sacrificios dolorosos y una humildad a veces más pesada que nuestras esperanzas. La pregunta es cuánta humildad puede aguantar un proyecto político transformador.

—¿Qué te han parecido las explicaciones que desde este mundo intelectual se han dado al triunfo del Rechazo? Hasta antes del plebiscito unos hablaban de “trabajo ejemplar” y de un “texto de buena calidad”.

—No me convencen. Especialmente lo de la “campaña de desinformación” me parece una hipótesis absolutamente autocomplaciente. ¿Por qué cuando el pueblo confía en el progresismo se llama lucidez y cuando vira hacia los conservadores se llama ignorancia? Tampoco tengo una teoría alternativa: como muchos, estoy perplejo. Pero creo que justamente esa perplejidad es productiva, porque las élites de izquierda pueden compartir la frustración de la derrota con sus bases. Nada une más a las personas que compartir la mesa y llorar juntos.

—Te pregunto esto porque en tu texto dices que “muchas veces el compromiso llevará al intelectual a las formas más banales de la propaganda”. No fueron pocos lo intelectuales y académicos de izquierda que se jugaron a fondo por el Apruebo. ¿Cómo viste esa actuación?

—Los más comprometidos atentaron contra sus propios propósitos estratégicos y se pensó que el proceso estaba representando amplios sectores populares. Una columna de Alejandro Zambra, por ejemplo, hablaba de la Constitución como “el libro que escribimos nosotros”. Visto desde hoy, te preguntas inmediatamente, ¿quién es ese nosotros? Zambra criticaba la altanería y condescendencia de Warnken. Pero ¿qué tan cómodo podía sentirse él mismo al elevar ese “nosotros”? Es muy difícil no ver en ese triunfalismo una anticipación de la derrota. Zambra cerraba diciendo que pedir la opinión sería el mínimo. Pero hoy el mínimo está en manos de la derecha exigiendo bordes.

—Después del triunfo del Rechazo, al parecer, se abrió un debate al interior de la izquierda. Por un lado, están quienes apuestan por un proyecto más universal alejado de lo identitario. Por otro, los que señalan que no hay que renunciar a esas temáticas (feminismo, diversidades sexuales, etc.) porque sería seguir postergándolos. ¿Cómo lo ves tú?

—Me cuesta pensar en intelectuales que defiendan el trabajo como un asunto universal y el feminismo como un asunto puramente identitario. La crítica al patriarcado es tan general como la crítica al capitalismo. Lo mismo con el ambientalismo. El problema al interior se produce porque el feminismo o el ambientalismo circulan más fácilmente a través de sus versiones liberales, vinculadas a ideas individualistas de identidad. Por ejemplo, en el debate público se entendió la plurinacionalidad como un problema vinculado a los pueblos originarios, mientras que en Bolivia, se asumió como una solución al problema de la soberanía. No se ha podido generar una forma pública de esta serie de problemas que en círculos intelectuales más cerrados, se ven conectados.

—En una conversación con Daniel Mansuy decías que te incomodaba esta perspectiva tan “latinoamericanista” en el relato del Gobierno.

—Me parece que la prioridad que se le está dando a la región responde más bien a una actitud nostálgica. Nuestra izquierda se renovó respecto al modelo soviético, pero no renuncia a su pasión por el proyecto de una América Latina unida. Este sueño ha tenido versiones intrincadas y sugerentes. Pero el mayor problema aparece cuando deja de ser una estética, y se vuelve política pública. Se le ha dado prioridad explícitamente a la integración regional por sobre generar alianzas estratégicas con China o pactos con proyectos políticos con ideas afines.

—¿Cómo ves el caso de la derecha en toda esta escena? Digo, la relación de sus intelectuales y el poder.

—Creo que es una relación conflictiva, pero de otra manera que la izquierda. Hay muchos centros de estudios de derecha. Algunos, como el CEP o el IES, tienen una honesta preocupación por generar debate intelectual riguroso. Pero ¿cuánto influyen en la política? Por ejemplo, el liberalismo consecuente y republicano de Joaquín Trujillo (CEP), ha sido sistemáticamente ignorado en los diseños políticos de la derecha. Joaquín propuso como alternativa a la hoja en blanco volver a la constitución del 25, creada por Alessandri y defendida por Allende. Si la derecha hubiese defendido ese programa, tal vez tendríamos hoy una Constitución.

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