Examinaré la siguiente tesis: que a partir de octubre de 2019, se libra en Chile una verdadera batalla en torno a la gobernabilidad de la sociedad y las orientaciones de su desarrollo. [...] Esa batalla compromete las bases constitucionales de su organización como Estado-nación y todas las esferas de acción y valor: la política, la economía, la cultura, la esfera privada, las relaciones interpersonales, las identidades colectivas y la propia comunidad que imaginamos integrar. El despliegue mismo de la batalla ilumina el campo de fuerzas, los actores participantes, los avances y retrocesos en la lucha y los momentos por los que atraviesa la contienda. Aún no hay una resolución para esta disputa de la gobernabilidad. Al contrario, el horizonte se percibe borrascoso.

¿Qué entiendo por “gobernabilidad” en el contexto de esta discusión? Tres cosas básicamente: (i) La existencia en la esfera política —Estado, gobierno, administración pública, parlamento, partidos— (ii) de capacidades, reglas y recursos —esto es, personal dirigente, burocrático y técnico; experticia; medios y procedimientos; legitimidad y financiamiento— (iii) para conducir al conjunto de la sociedad y a sus diferentes sistemas, resolver problemas, crear oportunidades, satisfacer demandas y encauzar conflictos. [...] En breve, es una condición para que en una sociedad las cosas funcionen.

Voy a la tesis ahora. Lo primero [...] es recordar que, a partir de 1990, y por dos décadas, Chile experimentó una extendida fase de gobernabilidad conducida por los gobiernos de la Concertación. Dicho arreglo permitió transitar pacíficamente de una dictadura a una democracia; consolidar progresivamente las instituciones de ésta; producir un mejoramiento generalizado de las condiciones de vida —materiales y culturales— de la población, y asegurar una adecuada gestión de conflictos: cívico-militares, de clases y grupos de estatus, entre el poder ejecutivo y el Congreso y en torno a la progresiva liberalización y pluralización de las formas de vida. Hay una vasta literatura que lo comprueba.

Con el fin de la transición, durante la primera administración Piñera (2010-2014), las condiciones previas de gobernabilidad se deterioraron rápidamente. En lo básico, porque la alianza política de derechas no logró articular una nueva gobernabilidad. Ofrecía un “gobierno de los mejores”, se dijo, pero con escasa capacidad estratégica y de innovación política, limitadas redes en la sociedad civil y sin poder zafarse de la impopular herencia de la dictadura. Durante 2011 enfrenta una masiva movilización estudiantil que contó con amplio respaldo de la opinión pública, al mismo tiempo que el Presidente y su gobierno eran ampliamente desaprobados. Fue un primer signo del desajuste que comenzaba a manifestarse en las condiciones de gobernabilidad. En estas circunstancias asume el poder, en marzo de 2014, el segundo gobierno Bachelet, esta vez con el apoyo de la Nueva Mayoría, coalición que agrupaba a los partidos de la antigua Concertación y recibió el apoyo del PC y otros grupos menores de izquierdas.

Esta agrupación no nace como heredera de la Concertación sin embargo; al contrario, surge de la crítica dirigida a ella y a su modelo de gobernabilidad. Su propósito fue inaugurar un “nuevo ciclo” de políticas, junto con dar paso a un paradigma distinto de gobernabilidad. Esas elevadas intenciones chocaron con la realidad, como escribí ya a mediados de 2015. Para entonces el gobierno había perdido poder, prestigio e influencia y visto caer su popularidad; se caracterizaba por una débil conducción, contradictoria, técnicamente floja, poco orgánica políticamente, mal coordinada, precariamente ensamblada, ideológicamente confusa, con rasgos de improvisación e impericia, y en general insegura (Brunner, 2015).

De inmediato, la conducción del gobierno volvió a bascular hacia la derecha, dando pie al segundo gobierno Piñera. Bajo este —con un renovado perfil gerencial, débil apoyo político y en un entorno político adverso— la gobernabilidad experimentó finalmente una crisis con magnitud de terremoto. Al “mayo feminista” de 2018, que se convirtió en una ola cultural creando una nueva conciencia de género en el seno de la sociedad, se unió al año siguiente el estallido social del 18-O.

Éste produjo una violenta revuelta seguida de multitudinarias manifestaciones pacíficas, que pusieron en riesgo la estabilidad misma del gobierno. La calle exigía la renuncia del Presidente, una asamblea popular y “nueva constitución”. El esquema íntegro de gobernabilidad estaba en el suelo.

Ante esta situación reaccionó la esfera política. Los dirigentes de la mayoría de los partidos con representación parlamentaria —con excepción del PC y de algunas organizaciones integrantes del FA— junto con las autoridades del Congreso, suscribieron un “Acuerdo por la Paz Social y Nueva Constitución”, que dio un cauce institucional al conflicto desatado en las calles [...].

Antes de seguir adelante, déjenme agregar unas palabras sobre el fenómeno del 18-O por su indudable impacto en la construcción (y deconstrucción) de la gobernabilidad.

Una manera de entender la revuelta es a través de los relatos inscritos en los muros de las ciudades, las consignas registradas en pancartas, la estética que reflejó su potencia anárquica y, en general, por la actividad intelectual e imaginativa que la rodeó, dando lugar a una verdadera saga (Clark, 1972; Cohen y Vouchez, 2021), en este caso sobre el poder destituyente y la ingobernabilidad.

Una de las primeras crónicas del estallido, publicada a pocos días del mismo, daba cuenta gráficamente cómo desde el inicio, el estallido se explicó por la rabia: “En esta línea”, se afirma allí, “tiene pleno sentido una consigna que se repite insistentemente en todas las manifestaciones, en los rayados y en los saqueos desde el mismo viernes 18: que arda todo. Que ardan los pacos, que arda el capital, que arda Piñera. Puede que no sea un texto político viable”, concluyen los cronistas, “pero es la manifestación patente de la profundidad, energía, ramificación y extensión de la rabia y frustración de la población” (Stange et al., 2019:88).

La academia se encargó de dar sustento teórico a la saga. Por ejemplo, un catedrático chileno escribe en esos días: “El momento destituyente no se cristaliza en un ‘poder', sino que se mantiene irreductible en el registro de la ‘potencia', creando los contornos de un pueblo que no existe de suyo, sino que sólo adviene en el instante de su irrupción” (Karmy, 2019). En otra parte anota: la revuelta no ha sido otra cosa que “la apertura de un poder cuyo futuro es absolutamente incierto, y después de lo cual todo puede ser posible” (Karmy, 2020).

En esto, imagino, radicaba precisamente la atracción de la ingobernabilidad: en la idea y la pasión de que “todo puede ser posible”. Al espíritu que mantiene viva esta saga llamamos “octubrista” [...].

Su principal caja de resonancia fue la Convención Constitucional. Nacida, paradojalmente, de un Acuerdo que buscó erradicar la idea de que “todo puede ser posible”, poniéndole límites constitucionales al deseo de utopías, en la práctica se convirtió en un foro para proseguir la pugna entre fuerzas constituyentes y destituyentes. De hecho, poder destituyente y gobernabilidad democrática se volvían conceptos antagónicos (Darling, 2013:317).

Postulamos que en esta etapa —desde el 15-N de 2019 hasta el 4-S de 2022— la lucha por la gobernabilidad se desenvuelve en torno a dos ejes: la Convención Constitucional por un lado y, por el otro, la administración Boric con su propuesta programática.

La Convención se reveló —desde el primer momento— como una continuación del octubrismo por otros medios; la rebelión contra el orden instituido (el “antiguo régimen”, el “partido del orden”) desplegada, esta vez, desde dentro de la propia institucionalidad constituyente. De hecho, tal contradicción adoptó la forma de una “guerra cultural” contra el pasado colonial de la República, su carácter elitista oligárquico, la democracia limitada y patriarcal, el capitalismo extractivista y depredador de la naturaleza, la modernidad fáustica, el capitalismo neoliberal e individualista, la provisión mixta de bienes públicos, el concepto de nación única y contra todas las formas de dominación.

La redacción del texto constitucional se desplegó así, en la práctica, como un manifiesto refundacional, de metas y contenidos máximos determinados por un imaginario octubrista ahora trasmutado en horizonte normativo. En adelante todo sería posible: “vamos a vencer y será hermoso”, según alcanzó a leerse en las paredes del 18-O.

En un esquema ideal de las cosas, la nueva Constitución redactada bajo este espíritu avanzaría en paralelo, y mutuamente auto reforzante, con el programa del gobierno Boric, una ecuación que debía conducir hacia una nueva gobernabilidad.

Lógicamente, existía una convergencia entre la propuesta constitucional de la Convención y el programa transformador del gobierno Boric. Los cuatro pilares del programa —feminismo, transición ecológica justa, descentralización y garantía del trabajo decente— concuerdan con las orientaciones fundamentales del texto constitucional.

También en cuanto a un Estado ecológico hay una clara coincidencia. Lo mismo en relación a los pueblos originarios y tribal afrodescendiente. Y, más importante, en torno a la necesidad de consagrar un Estado social de derecho.

En suma, una inspiración y orientaciones comunes recorren el programa y la propuesta de la Convención. Por su propia naturaleza, hay un énfasis mayor en la primera de estas instancias, la del programa, en un lenguaje electoral, de amplia convocatoria y búsqueda de apoyo del voto moderado, mientras que en la segunda instancia, de la Convención, redomina una visión octubrista, confrontacional y rupturista.

Ahora que conocemos el contundente rechazo del texto propuesto por la Convención, y la consiguiente pérdida de capital del gobierno Boric, podemos hacer un balance de la gobernabilidad durante el ciclo crítico que va desde 2010 hasta el presente. Realistamente, este balance resulta preocupante. La esfera política vuelve a plantearse la necesidad de un urgente acuerdo transversal, igual como el 15-N. Sus condiciones de legitimidad y eficacia, sin embargo, son precarias.

Hay desconfianza en las instituciones de la polis, la clase política está desprestigiada y tiene serios déficits de liderazgo y capacidad de gestión. Entonces, repetir la historia podría esta vez terminar en tragicomedia.

El núcleo de la gobernabilidad —gobierno, su jefe y equipos, sus coaliciones de apoyo— viene de sufrir un serio revés, es inestable y navega sin norte claro. Los servicios públicos claves están sobrepasados y aún no se recuperan de los impactos de la pandemia, en medio de una economía sin crecimiento pero con inflación y multiplicación del trabajo informal e inactivos. Se extiende la sensación de un Estado/gobierno sobrepasado en los territorios por la presión migratoria en el norte; los fenómenos asociados al delito (organizado, se postula ahora) en el centro, y por la acción violenta de grupos armados en el sur. Estas situaciones de sobrecarga o desborde de demandas nacidas desde la propia sociedad fueron tempranamente diagnosticada como “crisis de la gobernabilidad democrática” por Samuel Huntington (1973: 113-115). Sin embargo, su idea fue desechada como “conservadora” por la ciencia social progresista. En Chile contemporáneo, por el contrario, hace pleno sentido.

A esto se agrega la débil inserción y proyección de la gobernabilidad gestionada por el gobierno Boric. Es decir, su limitada presencia en la sociedad civil a través de un rico y variado entramado de redes sociales de interacción con los actores relevantes como, en su momento, logró construir la Concertación.

Efectivamente, esa carencia de comunicación y de influencia reticular, a veces siquiera de contactos y una mínima comprensión mutua con las clásicas “élites del poder” de Wright Mills (1956) —élites política (más allá del propio gobierno), económica y militar— torna difícil la gestión de la crisis de gobernabilidad. Sobre todo si ella abarca también a las demás élites que forman parte del sistema de gobernanza nacional, como las élites judicial, mediática, religiosa, social (en el sentido aristocrático-burgués), provinciales, del establishment de las relaciones internacionales, y de instancias de la sociedad civil y de organismos no gubernamentales ligados al sector privado de propiedad, libre elección, valores comunitarios e intereses locales. No significa que el gobierno de AD carezca por completo de esas redes, que son parte esencial de la gobernabilidad y de su alcance y profundidad en la sociedad.

Por lo pronto, posee, aunque hoy más como nostalgia que como actualidad, una identificación heroica con los movimientos estudiantiles, los cuales sin embargo se han deshilachado o están impulsando tácticas violentas que inevitablemente los enfrentan con el gobierno. Posee, asimismo, una cierta capacidad de diálogo con sindicatos de trabajadores y empleados públicos, pero sujeta por ahora mayormente a una racionalidad transaccional. Y con movimientos sociales que reivindican derechos, identidades y protecciones en un vasto conjunto de materias, los cuales, sin embargo, como se vio en la Convención (Villanelo Lizana, 2021), siguen sus propias lógicas políticas y, en general, podrían sentirse más cómodos en la calle y en la acción directa que en escenarios de gobernabilidad. Por último, cuenta con respaldo en la academia progresista y en círculos artístico-culturales, respaldo que a medida que aumenten las restricciones económicas —puede hipotetizarse— estará crecientemente sujeto a tensión.

Adicionalmente, la imagen de un gobierno joven, de renovación de las izquierdas, con sentido igualitario, feminista, ecológico e intercultural y con una impronta cosmopolita, ha conferido al gobierno Boric, y a su Presidente, una cierta aura mediática en el exterior, junto con la buena voluntad de la internacional progresista de intelectuales, científicos y artistas. Con todo, este halo aporta poco a profundizar la gobernabilidad en el propio país.

Concluyo aquí con la tesis que me propuse explorar; la cual sostiene —en lo grueso— que los conflictos expresados en el estallido social, que amenazaron con echar abajo la gobernabilidad del país, se trasladaron desde la calle al campo normativo-constitucional, donde prosiguen ahora bajo la forma de una “guerra cultural”.

Esta dinámica abrió la posibilidad de que, durante el curso del segundo semestre de 2022, convergieran, y en la práctica se fusionaran en un solo proceso, una Constitución refundacional preparada por la Convención y el programa transformador de Boric y AD.

A su vez, esto habría podido desencadenar una verdadera revolución dentro del marco institucional. Una auténtica “ruptura democrática”, la cual habría funcionado, según expresaban en los días de octubre dos sociólogos académicos de la U. de Chile, y militantes del FA, como una interpelación constante de la incapacidad del modelo neoliberal para producir justicia, por un lado, y, por el otro, mediante la impugnación destituyente de la gobernabilidad que daba sostén a ese modelo (Lamadrid y Urrutia, 2021).

El plebiscito del 4-S interrumpió e hizo fracasar esa posibilidad. Tal es, a mi entender, el significado histórico más profundo del Rechazo; haber impedido la fusión de dos procesos que, por carriles distintos pero inspirados en un mismo espíritu, al juntarse habrían desencadenado una ruptura democrática. Esta ocurre, según la literatura destituyente, “por el cauce revolucionario del derecho derogado al derecho venidero” y tiene carácter alegal y revolucionario (Medina Fernández-Aceituno, 2020).

Si bien ese momento se evitó, sin embargo la crisis de gobernabilidad sigue presente y se desenvuelve ahora en un contexto todavía mayor de complejidad: por el momento, sin un cauce claramente definido; a cargo de un núcleo gobernante relativamente joven, inexperto y mal ensamblado; cuyo arreglo de gobernabilidad carece de lazos interactivos con partes vitales de la sociedad civil y sus estructuras de poder; todo esto en una esfera política —de gobernanza en general— que aparece fragmentada y goza de escasa credibilidad y efectividad, en un contexto de severas restricciones económicas y una sobrecarga de demandas impuesta al Estado/gobierno por la sociedad. Entonces: el balance es preocupante y las perspectivas futuras de la gobernabilidad inciertas.

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