“Si la política no hace ajustes respecto de sus ideas sobre el pueblo le será difícil acercarse a él de manera constructiva”.

Marcelo Somarriva Q.

La semana pasada hubo desastres en los estadios, en partidos de fútbol y un concierto de Daddy Yankee y se habló del lumpen. El uso de este término ha estado asociado con violencia y estigmatización desde los tiempos de Marx y Engels. Hablar de esto ahora es meterse, como diría Pedro de Valdivia, en tierra vidriosa, pero hace falta hacerlo.

En el caso del concierto se dijo que “un lumpen organizado” se había concertado para irrumpir sin pagar por las puertas del Estadio Nacional. No soy sociólogo, pero al amparo de la opinología me atrevo a sostener que, como esta horda, nuestro lumpen actual es un fenómeno cultural y social tan grande que desborda las tradicionales divisiones socioeconómicas, y que parte importante de nuestra población juvenil vive y comparte una forma de cultura donde se entrecruzan el imaginario y el ethos de la música urbana, léase reguetón, trap y derivados, con el mundo del narco y las barras bravas. No quiero decir que todo aquel que goza perreando o que va al estadio sea un criminal, sino que cada vez más gente joven participa de una u otra forma de esta mezcolanza cultural y valórica. Mucha gente aspira a vivir en el mundo paralelo del reguetonero triunfante que se abanica con billetes al lado de una piscina rodeado de un séquito de señoritas moviendo el trasero y admira el éxito de alguien como Marcianeke, que no es otra cosa que un embajador del mundo narco. La destrucción o vandalización de la ciudad ocurre en todos los segmentos sociales, como lo prueba el caso del universitario endemoniado que descabezó un grifo en el barrio alto.

La escritora Lucy Oporto, profetisa favorita de una parte de la intelectualidad chilena, habla de lumpen-consumismo, lumpen-fascismo y narco-consumismo, y este diagnóstico nos lleva directamente a un escenario apocalíptico. Lo más preocupante es que la política chilena no parece hacerse cargo y está bastante lejos de asumir a este sector del pueblo tal como es y no como quieren que sea. Las preocupaciones de la nueva izquierda no parecen contar con gente cuyas ideas sobre el género responden más a las lecciones de Bad Bunny que a las de Judith Butler, o para la cual su percepción de la realidad indígena empieza por su adhesión al cacique albo y que tiene unas expectativas de consumo que postergan cualquier urgencia ecológica. Tampoco creo que la nueva derecha esté muy bien encaminada si piensa encontrar allí depósitos de lo que llaman una “decencia común” que anidaría en el corazón de la gente.

El principal problema es que si la política no hace ajustes respecto de sus ideas sobre el pueblo le será difícil acercarse a él de manera constructiva. La única opción que le quedará será abordarlo por la vía de la agenda de la seguridad ciudadana, que amenaza con acaparar el debate político. Entonces no será difícil que nos enamoremos desordenadamente del orden, como decía Tocqueville, y terminemos pactando con el diablo del autoritarismo.

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Alberto Luengo Periodista y consultor comunicacional

Mientras la clase política se entretiene en debatir hasta el infinito los detalles de la segunda versión del proceso constitucional, la ciudadanía se aleja cada vez más de ella y se desentiende de un proceso del que se espera poco y se comprende menos.

En un reciente ensayo, la sicóloga Kathya Araujo, una de las más agudas observadoras de nuestra sicología social, lo ha definido como “el circuito del desapego”.

Este proceso comienza con la desmesura, es decir, con la percepción de una tarea que es superior a nuestras fuerzas. Luego viene el desencanto, producto de las promesas rotas, de la esperanza quebrada. Este sentimiento da paso a la irritación, un estado en que domina la ira. Finalmente sobreviene el desapego, es decir, “una respuesta individual de autoprotección a la dureza de la vida social”.

La danza de conceptos cada vez más esotéricos en el Congreso —como los bordes, las mesas paralelas, las múltiples fórmulas de cuórum, los quiebres internos en las bancadas y la falta de un hilo conductor en las negociaciones— ya no provocan molestia, sino más bien indiferencia.

El gobierno abandonó toda pretensión de conducir el proceso y las diferentes fuerzas políticas son presa de la dinámica centrífuga que ha dominado el quehacer parlamentario en los últimos años.

Un proceso deliberativo en el plano de la política, como ha insistido el filósofo alemán Jürgen Habermas, requiere que la ciudadanía perciba beneficios claros para su vida cotidiana y para la convivencia social. De lo contrario, se convierte en espejismo, en un remedo de democracia que no le hace sentido a las personas.

A más de un mes de la contundente derrota de la primera constituyente, aun no se definen los contornos de la segunda. El proceso carece de la épica que se generó en noviembre de 2019, cuando los políticos fueron capaces de generar un consenso en un par de noches de afiebradas negociaciones.

En medio de una inflación agobiante y ad portas de una recesión económica, los tiempos de la política no pueden estirarse en discusiones sin fin, porque el riesgo es que el desencanto y el desapego se hagan estructurales. Es tiempo de liderazgos que definan un rumbo claro, antes de que sea demasiado tarde.

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“En Buenos Aires es posible criticar al gobierno, si tienes un motivo, sin rayar y respetar el espacio propio (te hablo Valparaíso)”.

Gonzalo Cowley P.

Buenos Aires no pierde su forma y se reinventa cada vez. La he visitado numerosas veces y quizás, ésta última, ha sido la más sorprendente. Limpia, bella, viva, libre. Sin la ansiedad del turista, es posible perderse en calles pequeñas y encontrarse, de pronto, con sus generosas áreas verdes y un arbolado que la acompaña en una primavera que se agradece por el clima templado, una humedad controlada y una brisa que invita a caminar en manga corta día y noche. La mejor época para visitarla.

La crisis política, con un intento de atentado a una expresidenta y la toma de escuelas públicas en estos días, debiera alterar la vida citadina, pero no lo hace. ¿Será que es una ciudad muy grande y que la zona metropolitana no se afecta de la crispación interna? Puede ser, pero es notable cómo se cuida un aspecto muy fundamental de la economía de la capital argentina, aquel lugar que visitan millones de personas cada año.

Fui al teatro a ver la maravillosa interpretación de Julio Chávez, actor al que le tengo gran admiración, en un monólogo que concluyó con aplausos de pie de la concurrencia, en un teatro repleto de nacionales y extranjeros. Su verdadero nombre es Julio Alberto Hirsch y ha sido premiado en numerosos lugares como en Berlín, recibiendo el Oso de Plata, por su tarea como actor de cine, teatro y televisión.

Aproveché, en torno a la avenida Santa Fe, hacer vitrina en una zona de comercio intensa (dónde está la clásica librería El Ateneo, que no visité), pues quería ir hacia mis datos clásicos. Primero Galerna, en Uruguay y Santa Fe, donde he adquirido la saga completa de Byung Chul-Han editado en Argentina por Hueders, en esa magnífica forma de ser creadores en el mundo editorial, tal como en México. También estuve en Abraxas, disquería de culto que está llena de datos y experiencias y dónde adquirí vinilos a bajo costo para la voz cantante de la familia, que no es sino de mi hija Emilia, que canta bonito y que siente pasión por la música a sus cortos años. En Abraxas, es primera vez que adquiero vinilos, aun cuando tiempo antes adquirí CD de un nivel superior en jazz y en rock argentino. Conversar con su dependiente y dueño es una compleja tarea en su capacidad de contar historias que superan la imaginación. Estuve en un encuentro sobre estudios de futuro. Latinos buscando conocer de prospectiva a través de metodologías que abordan el futuro de las ciudades, el trabajo, la democracia o las empresas en tiempos del metaverso.

Cuento estas historias para imaginar. La libertad que significa estar por primera vez sin mascarilla, poco antes del fenómeno chileno, es algo raro, qué duda cabe, pero agradable para respirar. En Buenos Aires, lugar dónde es posible criticar al gobierno, si tienes un motivo, sin rayar y respetar el espacio propio (te hablo Valparaíso).

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