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“Rubia” —gran estreno hoy en Netflix— ha sido maltratada injustamente por motivos que van más allá de lo cinematográfico. Cierta xenofobia se instaló antes de su estreno por el hecho de que Marilyn Monroe, uno de los grandes íconos pop estadounidenses, haya sido interpretada por la cubana Ana de Armas. Después la película debutó en el Festival de Venecia y los latigazos continuaron: “Perjudica gravemente a la mujer a la que pretende honrar”, sentenció «The New Yorker»; “trata de asombrarnos con su bolsa de trucos pero está podrida”, atacaron desde el «Chicago Sun Times»; “lo que queda no es más que iconografía vacía y un par de imágenes indelebles”, fue el juicio de la revista «Entertainment».

Hay una realidad innegable: las películas biográficas, especialmente las que abordan íconos culturalmente vigentes, se miden con la vara de la fidelidad histórica y “Rubia” es en verdad la adaptación de una novela de la escritora Joyce Carol Oates, quien tomó la vida de la diva de Hollywood y la transformó en un relato pesadillesco sobre el abandono, las carencias afectivas, el maltrato, los sueños rotos y el infierno social. Elena Ferrante lo calificó como “uno de los cuarenta libros imprescindibles escritos por mujeres”.

La película es, entonces, la trasplantación a la pantalla de una ficción en la que los sueños, la intimidad imaginada, las fantasías y las pequeñas revelaciones importan más que un timeline de acontecimientos biográficos.

Desde el primer minuto, la contrastada e irreal paleta de colores usada por el director Andrew Dominik (responsable de los documentales sobre Nick Cave “One more time with feeling” y “This much I know to be true”) hunden automáticamente a la película en lo onírico. Digamos que “Rubia” se siente más como una obra de David Lynch que como el clásico biopic que cada año busca su lugar en los Oscar.

“No es una biografía de Marilyn Monroe, sino sobre qué significa Marilyn Monroe”, se defendió el director en algún momento. Y eso se puede percibir. Marilyn funciona acá como símbolo de todo lo que implica más allá de sus propios límites: las casas vacías del Sueño Americano, las carreteras desoladas, la sexualidad vacía, los gritos de la cultura del espectáculo, el acoso de los flashes del glamour y la prensa. La película juega con las atmósferas y las asociaciones. Cruza las fronteras de lo establecido con una postura radical. El tratamiento formal es un juego constante de choques cromáticos (pasa del blanco y negro al color constantemente), formatos de pantalla, ralentizaciones y aceleraciones. Es decir, un espectáculo visual asombroso y arriesgado que para muchos podría no ser más que pirotecnia vacía. ¿Lo es? A ratos, aunque las decisiones visuales tienen aquí casi siempre un sentido. Digamos que los recursos remarcan la naturaleza de fábula oscura de un film provocador que sugiere otra pregunta: ¿por qué se subraya la lobreguez y no el claroscuro que configura toda vida? En eso, Andrew Dominik tiene menos argumentos de defensa. La película no busca el equilibrio. Es una explotación sin matices del dolor de Marilyn y, si se quiere, de los límites de una Ana de Armas que pareciera darlo todo. Desde otra perspectiva, se puede leer como la exploración de las grietas interiores de una mujer insegura y sensible.

Un paseo por la intimidad profunda sin pudor (escenas de sexo y fetos han dado que hablar) que para la actriz protagónica es una manera de empatizar con la rubia más famosa del siglo XX. “Hablamos de humanizar a una persona que no ha sido vista”, declaró en su estreno en Venecia. Parte de ese cometido, presente en la novela original, consiste en rastrear los males de Marilyn en su infancia, culpar a una madre disfuncional y a un padre ausente que ella buscaría en cada hombre. El ejercicio psicologista resulta algo forzado y reduccionista.

Con todo, “Rubia” es una experiencia que vale la pena. Un ambicioso y largo viaje, con pros y contras, que se atreve a romper los moldes acartonados del biopic y revisitar la iconografía pop con espíritu crítico. Y eso ya es bastante.

Iconos revisitados

“Elvis” (2022)

Estrenada recientemente en salas, esta película de Baz Luhrmann (“Moulin Rouge”) funciona como una fantasía en apariencia de biopic. Repleta de recursos visuales y sonoros en constante juego, indaga también en las grietas emocionales de su retratado: un Elvis oprimido que es manipulado por su manager. En HBO Max.

“Mal genio” (2017)

A propósito de la reciente muerte de Jean-Luc Godard, uno de los grandes íconos del cine, destacamos esta película biográfica que molestó a los admiradores más acérrimos por su estilo caricaturesco. La participación del cineasta (Louis Garrel) en la revolución de mayo de ‘68 le sirve al director Michel Hazanavicius para mofarse de sus altas pretensiones. Una comedia sobre una forma de hacer cine y las ilusiones de una época. En Filmin.

“Steve Jobs” (2015)

Se quiera o no, Steve Jobs es un ícono pop fundamental para comprender estos tiempos y las formas en que nos relacionamos. Con toda esa carga, Danny Boyle (“Trainspotting”) realizó este biopic que se limita a retratar tres momentos en la vida del cofundador de Apple: los instantes previos a presentar sus productos tecnológicos. En esas madejas, se va construyendo un perfil psicológico y moral del retratado. Interesante. En Netflix.

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