Julián —hijo de Andrés Valdivia y Conchita Quintana— era un niño de apenas dos años de edad cuando en 2018 fue diagnosticado con una leucemia limfoblástica aguda. Un cáncer de sangre que es muy poco frecuente en niños y que en él se manifestó de la forma más grave y violenta. El pronóstico fue una bomba: la probabilidad de que sobreviviera era muy escasa. Ante la noticia el mundo se detuvo. Julián estuvo casi un año y medio internado en un centro oncológico, sometiéndose a tratamientos y en 2019 se le hizo un trasplante de médula. Andrés y su esposa se internaron con él y se consagraron las 24 horas del día a cuidarlo. Mientras ella hacía la contención emocional, él se dedicó con disciplina y fervor a todos los detalles médicos: análisis de los tratamientos, conversaciones con los especialistas, adquisición de medicamentos, trámites con la isapre, etc. Lo único que tenía claro es que no podía cometer ni la más mínima negligencia, que tenía que hacer todo, incluso someter a su hijo a intervenciones dolorosas, con tal de que se salvara. Y así fue. Por milagro, dijo el médico tratante, una eminencia en el tema. Era primera vez, en 30 años, que veía salvarse a un niño con una leucemia de esa gravedad.

Tras salir del momento más crítico, Andrés Valdivia (46) comenzó a narrar los episodios de esta experiencia en posteos de Facebook y muchos lectores nos enganchamos con sus relatos vívidos y feroces. Fue ese material el que convenció a la editora de Planeta, Josefina Alemparte, de que se trataba de una historia digna de convertirse en novela. Eso es «Detén el invierno», un libro de fuerte carga emocional donde se desnuda crudamente la experiencia de un hombre aterrado ante la posibilidad de que su hijo muera. Pero lejos del registro melodramático o de cualquier tono de autoayuda, Valdivia habla con grosera desfachatez, ostentando una extraña mezcla de rabia y humor. Se expone a sí mismo como un tipo confundido, lleno de contradicciones, que no puede tragarse lo que le está pasando.

Brutalmente honesto, el autor deja asomar su caos mental y la sensación de vacío con que quedó tras pasar por este tormentoso periplo. No hay mensajes de esperanza ni lecciones de vida: Valdivia se deja caer en la catástrofe. Despotrica contra Dios y contra el mundo, cuenta las distancias con su esposa, sus coqueteos con las enfermeras, el rotundo sinsentido que lo invadía. En medio del dolor se ríe de sí mismo y de los demás, se evade, patea la perra, fuma, llora, tiembla, enloquece, se cae y vuelve a pararse.

Escéptico y a ratos cínico, dice que pasar por esta situación no le sirvió de nada, que no le hizo replantearse su vida ni ser mejor persona. “Me niego a aparecer ahora como un sabio que superó todo tras una experiencia límite. Me doy cuenta de la cantidad de cosas que hago para tener ciertas ilusiones de control. Y aunque sepa que uno no tiene ningún control sobre la vida y la muerte, voy a seguir haciéndolas. No vivo ni mejor ni peor que antes de que pasara esto, no me volví bueno. Soy el mismo hueón desadaptado, hiperventilado”.

Sin embargo, y pese a renegar de cualquier discurso moralizante, el lector encontrará en este libro profundas y originales reflexiones sobre ese abismo que significa ser humano y se enamorará de este padre enloquecido que entrega su cuerpo al cuidado de su hijo.

“Me reconozco vanidoso”

Andrés Valdivia es un ejemplar extraño, según el mismo reconoce. Un ser poco ortodoxo, que ha transitado creativamente y sin complejos por distintos ámbitos. Es ingeniero civil con un post grado de Arte en Nueva York, ha creado varias empresas; en paralelo ha hecho música, y ahora se convirtió en escritor (aunque no le interesa posicionarse como tal). Nada tan extraño, ya que su madre es la psicóloga Paula Serrano, hermana de la escritora Marcela Serrano; y su padre es Mario Valdivia un economista que a los 60 años se puso a escribir novelas policiales.

Entre sus creaciones están las agencias de marketing digital Noise Media y Zeppelin, que han tenido un fuerte potencial de crecimiento. Recientemente creó una empresa que se llama Venew.com. Es una web donde la gente ofrece espacios que se arriendan por hora para eventos, reuniones o distintas actividades. Este negocio también ha sido muy exitoso y muchos piensan que podría llegar a convertirse en una empresa “Centuaro” (que son las que se valorizan en más de 100 millones de dólares) porque ha crecido exponencialmente y a ritmo acelerado en poco tiempo. Valdivia, sin embargo, asegura que aún está lejos de esa cifra.

Precisamente esa capacidad empresarial fue la que le permitió dejar de trabajar durante todo el tiempo que duró la enfermedad de su hijo y costear un tratamiento que puede dejar a una familia en la ruina.

—Este podría ser un libro lastimero. Sorprende el nivel de sarcasmo.

—Me preocupé de que no fuera así. Tenía que ser un texto rabioso e incorporar todos mis recuerdos de ese tiempo: el cachondeo, la gente de mierda. Si no estaba eso iba a ser el libro de cebolla de alguien a quien casi se le muere un hijo. Y eso no es lo que quería hacer. Las cosas no son en blanco y negro, son mezcladas y confusas. Se cruza lo irracional, el deseo, lo inconsciente, el absurdo. Se supone que cuando uno está en un momento de crisis total la verdad se destila, que todo lo importante se aclara y lo secundario desaparece. ¡Las hueas! Estai entero confundido. Estai caliente, estai triste, estai agobiado. ¡Me quitaron dos años de mi vida!

—El relato está atravesado por la rabia

—Cuando lo escribí estaba con mucha bronca, porque ya habíamos salido del huracán y me sentía en un nivel de soledad indescriptible. Se supone que debería haber estado contento de que mi hijo sobreviviera y no lo estaba. ¿Por qué? Porque si tuve la súper mala cueva de que me pasara esto y la súper buena cueva de salvarme, soy parte de un 0,0000001% de la población, por lo tanto no tengo pares. Es una experiencia que te aísla del mundo. Todo el mundo supone que deberías estar contento, por lo tanto no tienes diálogo con nadie. Esa es una de las razones por las cuales escribí esto.

—La rabia sirve para tapar la pena.

—Eso ha sido una constante en mi vida. Siempre me ha costado mucho pasar de la rabia a la pena, hacer el luto y salir. Me cuesta tranquilizarme.

—También el lenguaje es muy grosero.

—Así hablo yo. Y escribo como hablo. Pero también había una dosis de violencia al escribir que me permite traspasar la sensación de rabia. Por otro lado, me parecía punk hacer un libro sobre cuidar a un hijo en riesgo de muerte y sacarle toda solemnidad. Porque es real. Los papás de niños con cáncer que han leído el libro me dicen “es exactamente lo que yo sentía”.

—En el libro te ríes de todo: de las ideologías, de las creencias, de los dogmas.

—Es que yo encuentro que el dogmatismo es un signo de tontera. Las personas que se toman las cosas muy en serio, que no tienen humor, es porque les falla la inteligencia.

—Hay una crítica permanente a todas las formas de la corrección política, al lenguaje inclusivo, etc.

—Primero que todo, me pasa que la corrección política nos entrega a todos un set de reglas triviales sobre cómo hablar para pasar como buenas personas. Y podemos hablar correctamente, pero ser unos hijos de la chingada.

—La voz del libro tiene mucho carácter, pero también es autocrítica.

—Me reconozco vanidoso. Una de las preguntas morales más difíciles era: ¿Quiero salvar a mi hijo para que él pueda vivir o porque no puedo soportar que me lo quiten? ¿Lo hago por mí o por él? Esa pregunta te abre un forado. Cuando se instaló y se alargó el tratamiento de Julián, sentí que era una derrota mía, no porque yo tuviera la culpa sino porque a mí me había salido todo relativamente bien en la vida y ahora era el tipo que andaba por la calle con un hijo con cáncer. ¡Qué nivel de vanidad! Bueno, pero me pasó.

“La mala cueva es infinita”

—Todos coinciden en el hecho de que tu hijo se salvó por un milagro.

—Pero yo no acepto eso. Porque si Dios me lo salvó, también me lo enfermó.

—Eres de un escepticismo extremo.

—De hecho ese escepticismo se me afianzó mucho con esto, porque la mala cueva es infinita.

—¿Qué prima en ti?, ¿el desencanto o la esperanza?

—Prima el pragmatismo. Hacer las cosas, hacer los trámites, preocuparse de los medicamentos, de los procedimientos. Si no tengo esperanza, tengo un propósito y es hacer las cosas de la manera más impecable que pueda. Y si las cosas cagan, cagan. Pero yo fui impecable. Yo al principio pensé que era para cubrirme de la culpa futura si Julián se moría y yo hubiera sido negligente. Pero después descubrí que hay algo gozoso en el hacer. No creo en Dios, así que no me queda más que vivir.

—En tu libro la identidad de padre es muy poderosa. Ahí se te acaba el cinismo.

—Sí, me he tomado muy en serio la paternidad. Creo que queriendo y cuidando a otros que esperan cosas de ti hay algo de redención. También aparece un cuidador hombre, un personaje que ha estado bastante ausente de las narrativas culturales. Siempre es la mujer la que cuida.

—Hablas con mucho amor de tu papá, que es la persona más atinada de todas.

—Es una figura muy masculina, la del silencio protector. Sentí que nunca tenía el impulso de pedirme que yo lo aliviara a él, cosa que la gente trata de hacer permanentemente y que es muy irritante. Este proceso me hizo darme cuenta de lo relevante que había sido mi papá en mi vida y que era eso a lo que yo quería aspirar.

—¿Con qué te quedas después de todo esto?

—Si me preguntas cuál es la lección que saqué de todo esto es que vivir da miedo.

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