“El Estado social no es sinónimo de estatismo, sino reconocer que hay obligaciones prestacionales que el Estado debe satisfacer”.

Luis Cordero Vega

El martes, cuando la Convención aprobó un grupo de derechos sociales, se expresó la idea central del Estado social y democrático de derecho. Esta exige al Estado asumir una posición activa en la prestación de ciertos servicios universales, con indiferencia de la posición económica de cada persona.

Tan pronto se aprobaron, sin embargo, comenzaron las interpretaciones sesgadas. El convencional Bernardo Fontaine señaló que al declarar el derecho a la seguridad social como parte de un sistema público, los privados no podrían participar en él. La tesis de Fontaine es históricamente equivocada y por lo mismo la divulgación de sus certezas —de opinión tenía poco— provoca desinformación.

La tesis del Estado social ha sido debatida desde hace décadas en el sistema institucional chileno. La manifestación de aquello, bajo la Constitución de 1925, se expresaba en la denominada teoría del servicio público que obligaba al Estado a satisfacer necesidades colectivas de modo regular, continuo, permanente y sin discriminación. En su desarrollo —la matriz orgánica del Estado social— siempre han participado privados, pero sujetos al denominado “estatuto de lo público”.

Esto explica que distintos sectores contaran, antes de la Constitución de 1980, con un mecanismo de participación privada para cumplir los objetivos de “servicio público” y así garantizar algunos derechos, formando parte de un “sistema público”. Por eso homologar estos últimos exclusivamente a la intervención estatal directa suele ser un error de quienes desconocen esta trayectoria. El Código Sanitario de 1968 es heredero de esa comprensión de lo público y fueron sus reglas las permitieron sortear la crisis y gestionar integradamente la red de salud.

Los juristas de la dictadura trataron de eliminar la idea material de “servicio público”, la acusaron de estatismo encubierto y alentaron la intervención de los privados bajo la simple contratación civil. Ese supuesto es el que hizo crisis y que el Estado social pretende superar. Pero antes de que lo dijera la Convención, la Corte Suprema había movido algunas fronteras. Por ejemplo, en 1999, cuando se desató la disputa con las empresas eléctricas resultado de las obligaciones que se les impusieron como consecuencia de la sequía de entonces, se sostuvo por los jueces que la “propiedad no es impunidad”.

El Estado social y los derechos que se construyen a su amparo no son sinónimo de estatismo; se trata, simplemente, de reconocer que existen obligaciones prestacionales que el Estado debe satisfacer. En esa tarea los privados cumplen un rol, pero no bajo la libertad contractual, sino que sometidos al “régimen de lo público”. Esa es la lectura históricamente razonable de las normas aprobadas por la Convención, no la circunstancial y sesgada que algunos convencionales pretenden construir ahora.

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En diversas oportunidades se ha puesto sobre la mesa el anhelado proyecto del tren Santiago-Valparaíso, tanto a nivel de propuestas como de promesas de campaña. Sin ir más lejos, este gobierno ha señalado que la conectividad y la movilidad asociada al tren ocuparían un lugar preponderante en la agenda. Luces de aquello las dio el propio ministro de Obras Públicas, Juan Carlos García, al señalar en enero pasado que pretendía empujar prioritariamente el entonces cuestionado proyecto. Lamentablemente, sus declaraciones contrastan las del ministro de Transporte, Juan Carlos Muñoz, quien argumentó hace solo unos días que ve difícil concretar esta iniciativa. Deberá ser el propio Presidente Gabriel Boric quien zanje la diferencia.

De todas formas, vale la pena recordar que los argumentos favorables al tren Santiago-Valparaíso son sólidos. En efecto, el gobierno anterior reconoció que estamos ante un proyecto clave para el desarrollo de estas regiones, lo que fue respaldado por pre-estudios de proyecto que indican una rentabilidad social positiva de un 14,9% sin subsidios del Estado para ejecutarlo, como fue argumentado en el Consejo de Concesiones. Asimismo, la OECD sugirió en 2017 que nuestro país debe aumentar su infraestructura de transporte, lo que incluye, por cierto, fortalecer y promover otros medios —como el ferroviario— para llegar a la meta de un país desarrollado.

Es hora de comprender que Chile necesita balancear los diferentes modos de transporte, para lo cual se debe invertir en infraestructura pública que posibilite la diversificación. Para algunas regiones, el tren puede ser la llave que abra las puertas del desarrollo. Lo ocurrido hace algunos días con el infame taco de 12 horas en la Ruta 5 Sur debiese activar las señales de alerta. ¿Cuáles serían las consecuencias si ese episodio se replicara en tramos de la ruta 68 o 78, tensionando los ejes de infraestructura logística más importante del país?

Por estas y otras razones, consideramos importante que el ministro Muñoz aclare los motivos que han llevado al brusco cambio de opinión en torno al tren rápido por parte del Ejecutivo. En particular, es necesario que entregue los estudios que lo llevaron a emitir dicho juicio. Solo contando con todos los antecedentes sobre la mesa la sociedad civil y la academia podrán aportar con sus miradas y propuestas.

Franco Basso Sotz

Académico Ingeniería Industrial PUCV

Gonzalo García Cañete

Investigador Fundación P!ensa

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“Incendiar a sabiendas el destino de un gobierno recién asumido sugiere un problema político mayor”.

Claudio Alvarado R. Instituto de Estudios de la Sociedad (IES)

“En el borrador no hay nada que justifique los temores que se han esbozado en la opinión pública”, decía Giorgio Jackson el sábado, en una entrevista, acerca de la marcha de la Convención. Luego el Presidente Boric afirmó que los contenidos ya aprobados son “buenas noticias”, y fue más allá: “me imagino que nadie a estar alturas cree […] que somos neutrales al respecto”. El domingo Izkia Siches reiteró que “no nos corresponde ser neutrales”. Y Camila Vallejo remató esta ofensiva oficialista: “esperamos que sea el triunfo lo más amplio posible, pero aunque sea un triunfo estrecho, será un triunfo”. Si acaso había alguna duda, La Moneda se encargó de despejarla: van a quemar las naves por el Apruebo. Esta actitud no deja de sorprender, por varios motivos.

En noviembre —apenas ayer—, Gabriel Boric perdió la primera vuelta con JAK, el candidato más a la derecha en competencia. Nótese: cuando la nueva izquierda creía vivir un momento estelar, en el Chile del estallido y “la constituyente ciudadana” (así suele describirla Jaime Bassa), el mensaje espontáneo e identitario del Frente Amplio sólo conquistó 1/4 de los votos. De ahí que Boric debió girar del modo en que lo hizo para el balotaje. Ahí advirtió, se supone,la complejidad de un electorado políticamente diverso y exigente, que aspira a cambios con estabilidad y seguridad en las distintas dimensiones de la vida.

¿Por qué entonces identificarse ahora acrítica y temerariamente con una Convención que encarna cualquier cosa, menos eso? Porque no se trata sólo de la sostenida alza del Rechazo en varias encuestas —en la última Cadem ya supera por nueve puntos al Apruebo—, sino también de la actitud y los contenidos que predominan en el órgano constituyente. De hecho, ayer se conoció otra encuesta de Criteria, La Tercera y la CChC que confirma la desconexión en curso. Los chilenos aspiran a un Estado unitario (45%) y no al Estado regional y las autonomías territoriales (25%); a un Estado multicultural (51%) y no a uno plurinacional (21%); a un mismo sistema judicial para todos los ciudadanos (52%) y no al pluralismo jurídico en ciernes (23%). Y así.

Cuando la desaprobación inicial del gobierno está alcanzando niveles históricos, ¿cómo cerrar los ojos a la progresiva distancia entre la ciudadanía y la Convención? La actitud de La Moneda es enigmática. Todo indica que ahí no hay nadie —digo bien: nadie— pensando en el día siguiente del plebiscito con un mínimo de visión de Estado. Porque el 5 de septiembre, gane o pierda la opción del Ejecutivo, Chile estará dividido. Y si ya está mal renunciar al ideal de la “casa de todos y todas”, incendiar a sabiendas el destino de un gobierno recién asumido definitivamente sugiere un problema político mayor.

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