Transformaciones culturales, políticas y legales

La incorporación de las mujeres al Poder Legislativo es parte de un proceso de larga data hacia la igualdad de género en la representación política, que se remonta a mediados del siglo XIX, cuando las reivindicaciones de las mujeres en pro de la igualdad política y social comenzaron a incorporarse gradualmente a la discusión pública. Diversos hitos han marcado este proceso, entre los que destacan los intentos de las mujeres en La Serena y San Felipe por votar, en 1875; el primer proyecto de ley relativo a los derechos políticos de las mujeres, presentado en el Congreso en 1917; la promulgación de la ley de sufragio femenino universal en 1949 para elecciones presidenciales y parlamentarias; y la elección de la primera diputada, Inés Enríquez, en 1951, y de la primera senadora, María de la Cruz, en 1953. En toda la historia del Congreso chileno ha habido sólo 109 parlamentarias, mientras que 3.940 hombres han ocupado el mismo cargo.

Más recientemente, durante la última década, Chile experimentó un acelerado cambio cultural y una intensa transformación en favor de la igualdad de género. Aumentó sustantivamente el desacuerdo con las representaciones tradicionales sobre los roles de género, sea la idea de que la responsabilidad de mantener económicamente el hogar es siempre de los hombres, o la de que la responsabilidad de cuidar la casa y los niños es siempre de las mujeres. A la vez, aumentó el apoyo ciudadano a medidas que promueven el acceso de mujeres a cargos directivos en la esfera pública y en grandes empresas privadas. Finalmente, disminuyó el apoyo a la idea de que los hombres son mejores líderes que las mujeres, y aumentó la percepción de que mejoraría la forma de hacer política si hubiera igual número de mujeres y hombres en cargos de poder político.

Estas transformaciones culturales interactúan con una expansión del feminismo en tanto conjunto de ideas y organización política de las mujeres. El proceso, que se venía produciendo desde mediados de la década de los 2000, se fortalece en el ciclo de movilizaciones estudiantiles después de 2011 y se cristaliza y expande desde 2018. Este florecimiento feminista logró transformar el debate público y permear discusiones cotidianas sobre sexismo, acoso y la violencia experimentada por las mujeres en todas las esferas de sus vidas. Obligó a instituciones de todo tipo a revisar protocolos y políticas, y amplió el piso simbólico de apoyo para un discurso y una agenda de promoción de la igualdad de género.

La conmemoración del Día Internacional de la Mujer el 8 de marzo de 2019, se convirtió en la movilización callejera de mujeres bajo una plataforma feminista más masiva en la historia del país, con casi dos millones de asistentes en distintas ciudades. La movilización se mantuvo durante el “estallido social” de ese mismo año, dotando de gran visibilidad el discurso y las demandas feministas en ese proceso.

En la década anterior a este ciclo de movilización los gobiernos venían impulsando políticas de igualdad de género, como la creación del Ministerio de la Mujer y la Equidad de Género, la despenalización del aborto en tres causales y la tipificación del femicidio. A ello se suma la aprobación de reformas al sistema político entre 2015 y 2017, como la Ley 20.840, que instaura un nuevo sistema electoral que incluye, entre otras medidas, el requisito de presentar listas equilibradas por sexo (cuotas de género para las elecciones parlamentarias), y las leyes 20.915 y 20.900, cuyo propósito era promover una transformación en el funcionamiento de los partidos políticos a través de mayores exigencias de transparencia, rendición de cuentas, democracia interna, pero también dotándolos de condiciones para hacerlo a través de financiamiento público. Esas normas incluyeron requisitos explícitos de participación política de las mujeres, asegurando el equilibrio de género en la conformación de órganos directivos y obligando a destinar parte de los recursos públicos en la formación política de jóvenes y mujeres. Estas leyes han sido muy importantes para aumentar la presencia de mujeres en la política, y para fortalecer su capacidad de acción colectiva al interior de los partidos, por lo que vale la pena detenerse en ellas y sus consecuencias.

La Ley 20.840, que sustituye el sistema electoral binominal por uno de carácter proporcional inclusivo y fortalece la representatividad del Congreso, incorporó un principio de equilibrio de género al establecer que en las listas de candidaturas que presenten los partidos políticos a diputados y senadores, hayan pactado o no, ningún sexo podrá superar el 60% de la totalidad de las candidaturas en todo el país, independientemente de la forma de nominación. No hacerlo implica el rechazo de toda la lista presentada. Este porcentaje puede considerarse un criterio de paridad flexible, y tiene un carácter transitorio en tanto la ley plantea su aplicación por cuatro elecciones consecutivas, comenzando en 2017.

La norma establece un incentivo adicional a través del financiamiento de campañas para promover que, más allá del porcentaje de candidatas, los partidos nominen a mujeres en cupos elegibles. Se otorga un reembolso extra a las candidatas de 0,01 UF por cada voto obtenido, para gastos electorales. Por otro lado, a los partidos se les entrega un beneficio de 500 UF por cada candidata electa, lo que se suma a lo establecido por la Ley 20.900, que exige que el 10% del financiamiento estatal a los partidos se destine a actividades que promuevan la participación política de las mujeres.

Los resultados de las elecciones parlamentarias de 2017 mostraron un importante avance en la representación política de las mujeres. Hubo una consistencia entre el mayor número de mujeres compitiendo (debido al requisito de nominación equilibrada) y la cantidad que resultaron elegidas. En el Senado se eligieron 10, un 23,3% del total. En la Cámara de Diputadas y Diputados, de los 155 cupos, 35 fueron para mujeres, un 22,6%. En ambas cámaras, en el período anterior, representaban sólo un 15,8% de los escaños.

Dirigiendo la mirada un poco más atrás, entre las elecciones de 1990 y las de 2010, las mujeres en Chile aumentaron su representación política en la Cámara en menos de 10 puntos porcentuales, mientras que en el Senado esa representación se mantuvo estable. En cambio, entre la elección de 2014 y la de 2017 lo hicieron en casi 7 puntos porcentuales, es decir, en una sola elección se logró un aumento cercano a lo logrado en dos décadas y siete elecciones. Lo mismo se aprecia en el corto plazo. Entre 2009 y 2013 el aumento en el número de diputadas fue solo de 1,6 puntos porcentuales, mientras que entre la elección de 2013 y la de 2017 fue de 6,8, cuatro veces más que sin cuotas. Lo anterior muestra que las reformas no sólo cumplieron el objetivo de aumentar el número de mujeres compitiendo, sino que también lograron elevar de manera relevante el porcentaje de escaños ocupados por mujeres.

A pesar de estos avances, la norma ha sido criticada por analistas y organizaciones de mujeres porque se trata de un mecanismo débil, que no permitió que las mujeres pudieran competir en todos los distritos del país ni logró que los partidos abandonaran los sesgos de género a la hora de privilegiar candidaturas. Los mecanismos de financiamiento electoral aprobados conjuntamente con las cuotas contribuyeron a generar un piso para una mejor competitividad, pero no lograron que se distribuyeran equitativamente entre mujeres y hombres. Las cuotas permitieron que hubiese más mujeres en las listas, pero éstas experimentaron fuertes desventajas y no se alcanzó un equilibrio efectivo en el resultado.

Esta experiencia de las mujeres militantes con la aplicación de las cuotas y las otras reformas políticas, sumada al rol protagónico de las mujeres y el feminismo en los ciclos de movilización social recientes, logró permear la discusión política y legislativa que dio origen al proceso constituyente iniciado en noviembre de 2019. Así, una coalición amplia y transversal dentro y fuera del sistema político, donde confluyeron organizaciones de mujeres de la sociedad civil y de los movimientos sociales, académicas y políticas de un amplio espectro ideológico, hizo posible la aprobación del mecanismo de paridad de género para la elección de integrantes de la Convención Constitucional, estableciendo un criterio de paridad no sólo de candidaturas sino que en los resultados.

De esta forma Chile, que fue uno de los países más tardíos en aprobar una ley de cuotas en América Latina y el Caribe, se transformó en el primer país del mundo en contar con un órgano constituyente con paridad de género: 77 de 155 convencionales electas en mayo de 2021 fueron mujeres.

Los resultados de esta elección, realizada simultáneamente con elecciones municipales y para el nuevo cargo de gobernador(a) regional, mostraron que las mujeres fueron extremadamente competitivas: el mecanismo de paridad terminó favoreciendo a 11 hombres y sólo a 5 mujeres. Más aun, a pesar de que en las elecciones municipales y regionales no se aplicaba ningún mecanismo que asegurara un equilibrio de género en las candidaturas, siendo las mujeres nuevamente minoría en las listas (solo 16% para el cargo de gobernador(a), 23% para alcalde(sa) y 39% para concejalías), se logró el salto más significativo en presencia de mujeres en las últimas décadas. Las concejalas pasaron del 24,6% al 33,2%, mientras que las alcaldesas subieron del 11,9 al 17,1%. Finalmente, 3 mujeres fueron electas gobernadoras de un total de 16 cargos, representando el 18,8% del total.

La elección simultánea para cargos donde se aplicaba una estricta paridad mostró que existen candidatas calificadas, disponibles y competitivas para todos los puestos de representación. Por otra parte, evidencia que, si no están obligados, los partidos vuelven a las prácticas de exclusión y privilegian a candidatos hombres. Finalmente, el desempeño electoral de las mujeres, incluso cuando eran una pequeña minoría, muestra que la ciudadanía efectivamente se inclina a votar por ellas cuando son parte significativa de la oferta electoral.

Con todo, si bien la presencia de las mujeres es central para asegurar una adecuada representación de género, por sí sola no cambia las dinámicas de poder, ni elimina los bloqueos y el clima que enfrentan cuando llegan a ocupar puestos de liderazgo político formal. La mayor presencia de mujeres en el Congreso ha tenido un impacto en las prácticas y relaciones de la institución, y ha permitido un avance relevante en instalar la necesidad de incorporar la dimensión de género en el debate legislativo en un contexto cultural de expansión de la incidencia feminista. Es así como, por primera vez en la historia del Poder Legislativo, se crearon comisiones de mujer y equidad de género en ambas cámaras. Sin embargo, la presencia por sí sola no elimina sesgos de género, discriminación y bloqueos para un ejercicio efectivo del poder por parte de las mujeres.

Estas enfrentan un régimen de género masculinizado, en el cual sus opiniones y saberes son permanentemente objeto de cuestionamiento y menosprecio, y deben luchar cotidianamente para que sus aportes sean reconocidos de igual forma que los de sus pares hombres, y lidiar con medios de comunicación, redes sociales y un debate público plagados de sesgos de género. Por último, quienes ocupan cargos de poder no pueden sustraerse a la división sexual del trabajo en los ámbitos familiar, social, laboral y político, y tienen que equilibrar presiones para cumplir con lo que se espera de ellas en sus distintos roles.

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