Para muchos, el proceso constituyente se presenta como una oportunidad para cambiar nuestro sistema de gobierno. Académicos y políticos de diversas sensibilidades argumentan que el presidencialismo ya no da para más. Sin embargo, el debate sobre la forma de gobierno exige considerar una serie de elementos, como la cultura institucional de nuestro país, sus prácticas políticas o el diseño de los mecanismos de control y contrapeso. Este documento busca evaluar algunos de esos elementos y dar ciertas claves que puedan ser útiles para la discusión sobre esta materia. En último término, el propósito es cuestionar la opinión según la cual debiésemos cambiar el actual régimen presidencial por uno semipresidencial.

Presidencialismo y

trayectoria institucional

No es casual que los chilenos percibamos al Presidente de la República como el principal responsable de la conducción política, con independencia de la persona que ocupe el cargo. Puede decirse que en Chile la figura del Presidente encarna lo que Eric Voegelin llamó “representación existencial”, que es aquella que da cuenta del modo de ser de una sociedad, capturando la relevancia de la historia, la tradición y la cultura de un país. En ese sentido, las competencias formales que la Constitución le otorga al Ejecutivo coinciden, justamente, con aquello que los chilenos esperamos de él.

Junto con la centralidad de la figura del Presidente de la República, siempre hemos tenido en nuestras manos la elección de quién será nuestro jefe de Gobierno y de Estado. Es difícil concebir nuestra democracia sin la elección directa de quien nos gobierna. Si consideramos esto, no parece aconsejable que el jefe de Gobierno sea elegido por el Congreso Nacional, como proponen algunas iniciativas. Aquello supondría, de alguna manera, despojar a la ciudadanía de una decisión que tradicionalmente ha descansado en ella. Eso puede producir un desajuste aún mayor entre las instituciones y aquello que la gente percibe como su vínculo con ellas, sobre todo si se tiene a la vista el desprestigio del Congreso.

Todo esto es relevante porque las instituciones no operan en el vacío, sino en una realidad concreta de la cual no se puede prescindir. Si los cambios institucionales han de ser eficaces, deben incorporar ese dato. Acá no queremos decir que el paso del tiempo hace del presidencialismo algo inamovible o inmodificable. El punto es constatar que su raigambre en nuestra cultura da cuenta de equilibrios, prácticas y consensos que son valiosos, aun cuando puedan existir problemas que los pongan en riesgo. En consecuencia, un cambio en el tipo de régimen debe obedecer a motivos que pesen más que esos equilibrios, prácticas y consensos, ya que estos últimos no pueden simplemente desestimarse.

¿“Hiperpresidencialismo”

en Chile?

Una de las críticas más extendidas a nuestro régimen de gobierno es que la Constitución vigente habría instaurado un presidencialismo extremadamente reforzado. La cantidad de atribuciones del Presidente de la República en comparación con los demás poderes del Estado tendría por consecuencia un grave desequilibrio entre ellos. Esas excesivas facultades del Presidente son invocadas como razón para transitar hacia un sistema semipresencial.

Sin embargo, las actuales características del Ejecutivo no son patrimonio ni creación exclusiva de la Constitución que nos rige; y, en todo caso, las reformas de las últimas décadas han ido modificando las atribuciones presidenciales. De todos modos, desde el punto de vista formal es verdad que existe cierto desbalance entre el Presidente y los demás poderes del Estado. Pero cabe preguntarse, por un lado, si esto es suficiente como para calificar nuestro presidencialismo de “extremadamente reforzado” y, por otro, en qué medida esa desproporción de poderes se soluciona modificando el tipo de régimen político.

Para evaluar tal desequilibrio es útil distinguir entre las atribuciones formales del Presidente y la forma como estas operan dentro del sistema político en su conjunto. Si bien la Constitución le entrega al jefe del Ejecutivo poderosas facultades, estas suelen estar limitadas por otras normas constitucionales y prácticas informales. Por ejemplo, las facultades de nombramiento están severamente limitadas, ya sea porque el Congreso tiene que aprobar ciertas designaciones (como en el caso del contralor); porque no puede nombrar a todos los integrantes de un órgano o institución determinada (como es el caso del Tribunal Constitucional), o porque el Presidente se ve constreñido por la opinión pública y por los partidos políticos. De ahí, por ejemplo, el denominado “cuoteo político” de ministerios u otros cargos.

También en materia legislativa, en la que el Presidente de la República cuenta con importantes atribuciones, al punto de ser llamado colegislador, hay límites formales e informales a su ejercicio. Los parlamentarios siempre tienen la posibilidad de no aprobar los proyectos de ley del Presidente, y los altos cuórums de ciertas leyes exigen que el Ejecutivo logre amplios acuerdos, impidiéndole hacer y deshacer a su gusto. Por su parte, el Congreso cuenta con facultades importantes para controlar al Presidente, siendo la más relevante la acusación constitucional. A eso se suman los controles que ejercen otras instituciones sobre el Primer Mandatario. Por último, recordemos que el Presidente no siempre usa las herramientas que le permiten doblar la mano al Congreso, pues a veces carece de suficiente respaldo político. Tal fue el caso de la discusión del primer retiro de fondos de los ahorros previsionales, iniciativa surgida en medio de la crisis sanitaria desatada por el covid-19. Dado que el costo político era demasiado alto, el Presidente Sebastián Piñera decidió no vetar el proyecto ni tampoco recurrir al Tribunal Constitucional, pudiendo hacerlo según la Constitución.

Igualmente, y pese a que se suelen resaltar las excesivas facultades de nuestro ejecutivo en comparación a otros, cabe notar que Chile no se encuentra dentro de los países latinoamericanos que tienen un presidente con mayor poder hegemónico. De hecho, el Primer Mandatario chileno ni siquiera podría considerarse dentro de los más fuertes de Latinoamérica. Estos datos ayudan a poner en perspectiva el modo en que se suele describir al Ejecutivo chileno. De lo anterior se sigue que la crítica al “hiperpresidencialismo” resulta apresurada si no se tienenen cuenta los demás elementos del sistema político.

Con todo, pueden existir buenas razones para modificar el presidencialismo chileno, y se pueden diseñar propuestas como fortalecer el Congreso; concederle la facultad de establecer urgencias a determinados proyectos de ley y establecer requisitos para aquellas que presente el Ejecutivo, o afinar algunas iniciativas exclusivas del Presidente de la República. Lo importante es que tales modificaciones permitan que el sistema funcione en su conjunto y que el Ejecutivo pueda cumplir de manera efectiva con sus funciones y objetivos.

Esto es especialmente relevante si se consideran planteamientos como los de Adrian Vermeule, quien sostiene que la complejidad de las sociedades modernas y el mundo contemporáneo parecen exigir que la toma de decisiones resida progresivamente en manos de Ejecutivos poderosos. En los hechos, señala Sebastián Soto, ello ha sucedido al punto de que incluso los parlamentarismos se han presidencializado. Para autores como Vermeule, los Ejecutivos debiesen contar con las capacidades suficientes para hacer frente a las necesidades actuales.

El asunto es identificar certeramente cuál es el problema de nuestro sistema político para, desde allí, diseñar las soluciones más adecuadas. Aparentemente, las actuales atribuciones del Presidente de la República no son ni la causa ni el problema central. Pareciera que este radica, más bien, en la relación entre el Ejecutivo y el Congreso.

Problemas del

semipresidencialismo

Quienes proponen cambiar el sistema de gobierno generalmente están de acuerdo en que la mejor alternativa es el semipresidencialismo. A grandes rasgos (cada país adoptará un diseño particular), este sistema consiste en la existencia de un jefe de Gobierno que nace del Congreso y que cuenta con las atribuciones propias de la conducción diaria del país (podría decirse que equivalen a muchas de aquellas que actualmente tiene el Presidente de la República), y un jefe de Estado que es elegido directamente por la ciudadanía. Si bien se trata de un sistema que goza de cierto atractivo, este conlleva algunos riesgos que resulta fundamental considerar.

En primer lugar, al entregar la jefatura de Gobierno y de Estado a personas distintas se produce una división y confusión del poder, especialmente si existe la llamada cohabitación. Cada decisión supone una negociación y transacción dentro del mismo Poder Ejecutivo, que puede terminar en una parálisis. El conflicto que existe entre el Congreso y el Presidente no se elimina, sino que se traslada al interior del Poder Ejecutivo. Si además el jefe de Gobierno y de Estado presentan personalidades fuertes y ambiciosas, el riesgo de obstáculos aumenta. Así, se diluye el liderazgo político y reina la confusión; sabemos, por el contrario, que el ejercicio del poder político y la conducción de un país exige claridad.

En segundo lugar, se corre el riesgo de debilitar el vínculo con la ciudadanía, en la medida en que ella solo elige al jefe de Estado, quien no toma todas las decisiones que actualmente pertenecen a nuestro Presidente. Puede incluso no tomar ninguna, si se transforma en una figura protocolar. En cambio, el jefe de Gobierno, que suele decidir cuestiones más relevantes, se elige en el Congreso, y debe contar con el apoyo de este último. Su relación con la ciudadanía es, entonces, más lejana: no está estrictamente ligado a ella mediante el voto. Y si bien el Congreso sí es elegido por votación popular, ningún ciudadano vota por la totalidad del parlamento (que es quien elige al jefe de Gobierno); de hecho, la gran mayoría de los parlamentarios ni siquiera aparecen en su papeleta. Esto puede producir una distorsión en nuestro país, donde la elección de quien gobierna siempre ha pertenecido al pueblo de manera directa.

La distancia entre representantes y representados se profundiza si consideramos que en los multipartidismos, especialmente en contextos de polarización, los sistemas semipresidenciales (también los parlamentarios) suelen ser más elitistas. Como decíamos anteriormente, en esos escenarios llegar a acuerdos y formar coaliciones es más difícil. Las negociaciones comienzan a enfocarse en los intereses particulares de los integrantes del Congreso, y así, la negociación política se vuelve cada vez más singular, personal y aislada, entregada a una élite que fácilmente puede volcarse sobre sí misma. En consecuencia, la distancia con la gente puede aumentar.

En tercer lugar, si el jefe de Gobierno y el jefe de Estado pertenecen a la misma coalición, en la práctica hay un presidencialismo mucho más reforzado que el nuestro, con pocos contrapesos. Una misma coalición controla al Ejecutivo completo —la jefatura de Estado y de Gobierno— y, además, tiene el control del Congreso (que es quien designa al jefe de Gobierno). Se trata de un poder con escasos contrapesos y bastante holgura para actuar. Si a esto le sumamos un congreso unicameral, como proponen algunos, dichos contrapesos son casi nulos, porque significa que basta con que una coalición tenga mayoría en una cámara para poder hacer y deshacer a su antojo. No existe, en ese escenario, el freno que de suyo supone la existencia de dos instancias legislativas. Así, una coalición concentraría prácticamente todo el poder político: el Legislativo y, a través de un jefe de Gobierno que se origina justamente en el Congreso, el Ejecutivo.

Visión de conjunto

Nuestro régimen político requiere modificaciones, pero el foco debe estar puesto principalmente en la relación entre Ejecutivo y Legislativo. En ese sentido, el diseño del sistema electoral es clave, pues gran parte de la fluidez de esa relación se juega ahí. Además, el sistema electoral tiene relación directa con cómo se distribuye y organiza el poder, cuestión central en el contexto de nuestra crisis.

El gran problema de Chile de los últimos años es, justamente, que el sistema presidencial no se aviene bien con un sistema electoral proporcional como el actual. Este último tiende a la fragmentación y a la representación de grupos pequeños y, por lo tanto, el jefe de Gobierno apenas puede formar alianzas que le permitan avanzar en su agenda. Por eso, un sistema electoral sencillo y bien diseñado —por de pronto, que no se base en territorios demasiado extensos y dispersos y que no tienda a la sobrerrepresentación de grupos pequeños— ayudaría a destrabar el sistema político.

También puede pensarse en otros mecanismos que faciliten la relación y colaboración entre el Ejecutivo y el Legislativo, como la compatibilidad de los cargos de ministro y parlamentario, el rediseño de las urgencias o incluso pensar en alternativas que permitan corregir situaciones en que el Presidente tenga un bajo apoyo.

Lo importante es que las soluciones, evaluadas desde una mirada sistémica, tiendan a formar un sistema colaborativo que redunde en un mejor gobierno, sin pasar a llevarla cultura e idiosincrasia del país.

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