Ingreso del ejército revolucionario a Santiago, luego de la victoria de Placilla.

«La crueldad es uno de los placeres más antiguos de la humanidad».

Friedrich Nietzsche

«Futres canallas» fue la manera como el comandante Alejo San Martín —un veterano de la Guerra del Pacífico y responsable directo de la matanza en Lo Cañas— caracterizó a sus víctimas. Entre ellas se encontraban estudiantes, artesanos y algunos campesinos que fueron ajusticiados, despedazados y quemados hasta no ser reconocidos ni siquiera por sus propios familiares. Lo más notable de este ritual de muerte y destrucción, para uso exclusivo de la expansión fronteriza, es que se materializó a escasos kilómetros de Santiago, replicando cada uno de los pasos a seguir contra el «otro» enemigo. Desde la borrachera masiva, que rememoró a esa otra ocurrida una década atrás en Chorrillos, hasta los actos de tortura y pillaje comparables a los perpetrados en las rucas mapuche, el recuerdo de Lo Cañas remite a un sadismo aprendido y entrenado, en la periferia, que conmovió a la sociedad de la época. Las víctimas no fueron el «roterío» o los indios levantiscos del sur, sino jóvenes emparentados con familias notables de la capital y provincial, de credo conservador pero también radical y liberal.

«Los anales de la historia no recuerdan actos de crueldad y salvajismo semejantes», recordó Jorge Olivos Borne (1892) en un libro que tuvo un gran impacto entre una opinión pública indignada ante los hechos que mostraron una violencia sin precedentes entre compatriotas, constatable en el ensañamiento hacia los montoneros ejecutados y sus cuerpos. Cabe recordar que para trasladar los cadáveres, algunos irreconocibles, fue necesario alquilar cinco carretones que con enorme dificultad realizaron la macabra trayectoria del faldero precordillerano a la capital de la república. Luego de su llegada, los restos mortales de los jóvenes asesinados, muchos de ellos calcinados y deformes, fueron trasladados a la morgue para su reconocimiento. Al espeluznante encuentro de las víctimas con los deudos le siguió un rápido entierro, que para algunos fue en una fosa común.

El asesinato masivo, que horrorizó a una nación autodefinida como «seria, honrada y laboriosa», mostró la dimensión de la violencia de un ejército socializado en una sucesión de guerras que mellaron profundamente su moral, amén de su desempeño en situaciones límites. El accionar brutal de los soldados contra enemigos, políticos y de clase, pobremente armados y neófitos en el arte de la guerra nos habla, asimismo, de una vanguardia militar dispuesta a todo por preservar la cuota de poder cedida por el presidente Balmaceda. Por eso, no sorprende que a escasos kilómetros de Santiago, y teniendo como contexto una guerra civil en torno a un régimen que llevó el presidencialismo a sus extremos, los veteranos de dos conflictos armados, el de la Araucanía y el del Pacífico, ejecutaran una «verdadera carnicería», una «hecatombe» sin parangón en la historia de Chile, como lo denominaron importantes escritores de la época. Entre ellos Zorobabel Rodríguez Rosas, quien entristecido y devastado por lo que vio en el campo del horror de Lo Cañas, planteó una pregunta fundamental que en el momento del espanto no obtuvo respuesta alguna: «¿Cómo es posible que nos hagamos esto entre chilenos?».

En Lo Cañas y Panul fueron asesinados los denominados «aristócratas montoneros», pero también artesanos opuestos al balmacedismo, unas 40 víctimas, cuyos nombres fueron borrados de la memoria colectiva. La historiografía nacional, más preocupada por las matanzas de obreros contemporáneas, no ha logrado ahondar en un episodio histórico donde jóvenes catalogados como «decentes» no recibieron —por su condición de montoneros y de «futres»— el trato humanitario que merecían. Su desafío abierto al régimen justificó que La Moneda dictaminara el terrible castigo que finalmente recibieron de manos de sus verdugos. Acá nos referimos a la «cacería», la tortura y la ejecución a las que fueron sometidos antes y después de un consejo de guerra implacable que justificó su proceder con el argumento de la «no deliberación de sus miembros». Porque ni siquiera las demandas de familiares, e incluso las de burócratas que dudaron de la legalidad de lo que estaba ocurriendo en Lo Cañas y exigieron proseguir el juicio en Santiago, pudieron salvarlos de la tortura y la ejecución posterior.

Tiempo de muerte

El relato de Eduardo Bourne, quien apenas enterado de la matanza fue en busca del cadáver de su hermano, brinda interesantes pistas sobre lo ocurrido en el fundo de Carlos Walker Martínez, uno de los líderes de la oposición contra Balmaceda. Luego de recibir noticias sobre lo ocurrido a escasos kilómetros de Santiago, Bourne se apersonó a la Comandancia General del Ejército para solicitar la autorización para trasladar el cadáver de su hermano Vicente a su hogar. En el diario que escribió, el deudo anotó detalladamente el vía crucis que vivió desde que inició el viaje al «corazón de las tinieblas». No había aún partido cuando un subalterno del ejército le señaló que, al igual que los perros, los montoneros no merecían cristiana sepultura. Esta idea, que aludía a la deshumanización del «otro enemigo», circuló entre los círculos balmacedistas y antibalmacedistas aunque ya había sido aplicada, como hemos visto en un capítulo anterior, contra la población mapuche y contra la montonera indígena liderada por Andrés A. Cáceres, en los años de la resistencia (1881-1883) y la posterior represión chilena en la Sierra Central del Perú.

En un folleto escrito por Manuel Arís (1892) para exculpar al gobierno de Balmaceda de los crímenes cometidos en Lo Cañas, el autor se refirió a los fallecidos como «señoritos montoneros». Al constituirse en «pandillas» de individuos —sin orden y sin ejército—, ellos simplemente no merecían el trato de prisioneros de guerra; peor aún si la captura ocurría mientras saqueaban o destruían propiedad pública. Porque el decreto del 10 de agosto de 1891, publicado en el Diario Oficial, sancionó la pena de muerte para quienes atentaran contra ferrocarriles, puentes, túneles y telégrafos. Pero una cosa era el juicio sumario al combatiente informal, seguido de la ejecución in situ, y otra la tortura y el ensañamiento que vivieron decenas de jóvenes asesinados.

La matanza de Lo Cañas ocurrió en una coyuntura de escalamiento de la violencia entre el Ejecutivo y la oposición, que ya se preparaba para dar batalla en los alrededores de Valparaíso. En un escenario militarizado donde todas las libertades civiles fueron suspendidas, lo ocurrido en Lo Cañas anunciaba, cual una bisagra ensangrentada, el desembarco de los constitucionalistas en Quintero y el violento fin de la guerra civil en los campos de Concón y Placilla, tema que analizan los capítulos siguientes. Así, la inminente llegada de los constitucionalistas a Quintero —20 de agosto— debió influenciar en la decisión del general Barbosa de otorgar un permiso especial para que Eduardo Bourne recogiera los restos de su hermano Vicente. En efecto, la mano derecha de Balmaceda, con quien compartió la responsabilidad de lo ocurrido en el fundo de Walker Martínez, firmó la autorización para la recogida de los cuerpos regados en ese campo de la muerte, aunque no se hizo responsable de la integridad física de los que osaran cumplir con el ritual mortuorio. Bourne fue detenido a la altura del Camino de la Cintura por una patrulla, que trasladaba el producto del pillaje obtenido en Lo Cañas y sus alrededores. De acuerdo con su relato, oficiales embriagados lo amenazaron con sus bayonetas obligándolo a brindar con aguardiente por el gobierno que ordenó el asesinato de su hermano y sus amigos. Al llegar al lugar de los hechos, Bourne encontró las casas del fundo aún ardiendo y al dirigirse a las bodegas vio ocho cuerpos descuartizados, quemándose por el fuego de tablas y ramas secas. Ninguna pluma, observó en sus anotaciones, podría describir el «cuadro de horror y sangre» del lugar donde decenas de opositores fueron martirizados por el ejército balmacedista.

¿Cómo describir el horror al que se refirió Bourne? En una de las bodegas del fundo, el hermano de Vicente encontró un cráneo dividido en dos partes con muestras aún de cuero cabelludo, una mano crispada arrancada del cuerpo, al igual que un conjunto de brazos y piernas regados por doquier. Todo ello en un recinto donde trozos de cerebro y manchas de sangre aún permanecían pegadas en las paredes. La imagen de los ojos extraídos de sus órbitas o de la boca cuya lengua había sido arrancada de raíz y chisporroteaba tostándose sobre las rojas brasas quedaron por siempre en la memoria de Eduardo Bourne. Tal como quedó grabada en sus recuerdos la imagen del cuerpo inerte de su hermano, que unos campesinos compasivos taparon con unas cuantas mantas. Eduardo encontró el envoltorio, rodeado de otros diez cadáveres, en una casita de Panul. Cuando lo destapó vio el cuerpo de Vicente cubierto de heridas, con el cráneo despedazado, vaciados los sesos y los muslos rotos a hachazos. Con sumo cuidado lo envolvió en unos sacos, que ató a un caballo, y lo trasladó al coche que lo condujo de vuelta a su casa en Santiago. De ahí partió, al día siguiente, el cortejo fúnebre al cementerio donde, rodeado de familiares, amigos y sus compañeros bomberos, el joven Bourne recibió cristiana sepultura.

Tal como ocurre con los crímenes de lesa humanidad, la matanza de Lo Cañas estimuló un gran debate nacional donde incluso se cuestionó el número de las víctimas, muchas de las cuales no pudieron ser reconocidas por sus familiares. «La historia de la criminalidad en el mundo entero», señaló un editorial de La Libertad Electoral, «no registra un hecho tan alevoso», ordenado por «un hombre sin entrañas»: Balmaceda. Desde el bando que lo apoyaba se afirmó que los muertos fueron pocos y que los caídos perecieron en su ley. Publicistas del gobierno, así como soldados que declararon ante el fiscal encargado del caso señalaron que las mutilaciones de los cuerpos eran una fábula, parte de la leyenda negra, tal como lo fue el incendio de Lo Cañas que el ejército gobiernista no provocó. Se debía dudar de la veracidad de la información que se propalaba sobre un régimen al que, en la línea argumentativa de sus defensores, se le acusaba de todo. Sin embargo, algunos médicos, como fue el caso del cirujano del ejército Eduardo Estévez, declararon que muchos jóvenes tenían «los cráneos despedazados», probablemente a culatazos e incluso debido a los hachazos que les propinaron sus victimarios.

Las crónicas de los deudos hablaron de un escenario de tierra arrasada donde por 48 horas reinó el crimen, el robo y la destrucción. De ello dio cuenta el padre de Arsenio Carvallo, quien tuvo entre sus brazos el cadáver desnudo y enlodado, herido y «profanado» de su hijo el cual lavó cuidadosamente antes de llevarlo de vuelta al hogar familiar en Santiago. Convencido de que el alma de Arsenio se encontraba ya entre «los inmortales», su progenitor no olvidó mostrar su satisfacción de que el horrendo crimen masivo sería muy pronto vengado por el ejército constitucional. A pesar de la represión y el control de la información, la noticia de Lo Cañas corrió como reguero de pólvora entre el ejército constitucional y el hecho mismo estimuló la moral de la tropa además de la necesidad de terminar con un régimen definido como «sanguinario» y «brutal». «Gimió la gran ciudad aquella tarde», recordó Ramón Ángel Jara (1891), e «impotentes» sus hijos no pudieron «vengar a las víctimas de Lo Cañas». Pocos días después, los constitucionalistas se harían cargo de esa tarea en Placilla y Concón.

Debido a que la matanza en Lo Cañas da cuenta de la agonía de un régimen cuyo presidente optó por quitarse la vida, es posible afirmar que los cuerpos desmembrados de sus opositores sirvieron para escenificar una suerte de falsa victoria, antes de la derrota que los opositores a Balmaceda anticiparon a partir de julio. Semanas antes de Lo Cañas, Santiago vivió momentos de gran zozobra debido a las noticias que llegaban desde el norte, donde el ejército congresista preparaba una expedición para capturar la capital. La Junta de Santiago realizó una serie de coordinaciones con la Junta de Guerra en campaña respecto a un posible desembarque en Coquimbo, Valparaíso, Dichato o Concepción, siendo Quintero el lugar finalmente elegido por los revolucionarios. Las noticias que arribaban a Santiago estimularon a la juventud opositora, que se organizó para brindar su apoyo logístico a la campaña desde la capital. La inminencia del desembarco, la movilización pública, los múltiples levantamientos en el Valle Central, tuvieron como respuesta la represión del gobierno bajo la modalidad del allanamiento domiciliario, patrullas armadas recorriendo las calles y encarcelamiento indiscriminado de sospechosos de insurrección.

Desde agosto de 1891 se prohibió terminantemente andar en carruaje. Más aún, a partir de las seis de la tarde no era permitido transitar a pie por las calles de Santiago. Quien viajaba en tren no podía llevar equipaje consigo sino en un carro aparte. El 14 de agosto amanecieron señaladas con cruces las casas de los opositores a Balmaceda. Mientras se acercaba el día del desembarco, el plan de cortar puentes y atentar contra el sistema de comunicaciones se convirtió en el principal objetivo de la oposición. Los jóvenes simpatizantes, politizados en la clandestinidad e imposibilitados de viajar a Valparaíso, decidieron comprometerse en el quehacer guerrillero en los alrededores de Santiago. La tarea era casi suicida por el estricto control del ejército sobre la propiedad pública. En efecto, una semana antes de lo ocurrido en Lo Cañas, veinte jóvenes liderados por el excapitán Alberto Chaparro y el ingeniero Benjamín Vivanco orquestaron un ataque a la guardia del puente Quillipín, en las cercanías de Putagán. En la operación fallida, varios soldados quedaron mal heridos y un cabo falleció. De los atacantes, cuatro inquilinos fueron capturados y juzgados por un consejo de guerra que dictaminó la pena de muerte contra ellos. En Linares y Molina fueron fusilados varios ciudadanos por atacar a los encargados de resguardar los puentes. En Mallarauco, un grupo de jóvenes fue capturado y encarcelado por amenazar la seguridad pública. Lo que queda claro en esta guerra fratricida es que nadie era perdonado, alimentando así la espiral de violencia y venganza que culminó en Placilla y los posteriores saqueos en Valparaíso y Santiago.

«Como el tigre sintiéndose herido de muerte trata entre los estertores de su agonía de reunir fuerzas para asestar la última dentellada», Balmaceda, de acuerdo con Jorge Olivos Borne, «arrojó al pecho de sus contrarios el último de sus emponzoñados dardos» en Lo Cañas. Esta fantasía de un poder que se desvanecía de manera acelerada fue incluso defendida en términos de lucha de clases. Los soldados del orden, según el diario balmacedista El Recluta, «no erraban tiro; disparo que hacían pije que caía». Los asesinados simplemente merecían lo que les ocurrió. Para Manuel Emilio Arís, el activismo político de «los jóvenes de distinguidas familias» no era por indignación ante una falta inconstitucional sino por el tradicional «encono de la aristocracia contra el pueblo». Y es que «los feudales de Chile» no perdonaban el «precepto constitucional» de «igualdad ante la ley».

Todos estos elementos nos permiten entender el nivel insospechado de violencia que tuvo lugar en los sucesos de Lo Cañas. En las siguientes secciones queremos acercarnos a esas 48 horas de horror vividas por un puñado de chilenos cuyos nombres ya casi nadie recuerda. Entender lo ocurrido en Lo Cañas, escuchando incluso la voz de los verdugos, como es el caso de Alejo San Martín, nos ayuda a reabrir un capítulo poco estudiado de la guerra civil de 1891, pero que simboliza el punto de llegada de un proceso de escalada del odio político, de una violencia desbordada y del recrudecimiento de la cultura de guerra instalada a escasos kilómetros de la capital.

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