El Caupolicán y su barrio San Diego

Corría el año 1937. En plena guerra civil, “Guernica”, el grito de horror de Pablo Picasso, refulgía en la noche más oscura de la desgarrada España; Amelia Earhart, la famosa aviadora estadounidense, se perdía para siempre en el mar; George Orwell retrataba de manera vívida la odisea de los mineros del carbón en “El camino a Wigan Pier”; en septiembre, J. R. R. Tolkien publicaba “El Hobbit”. Y un 21 de agosto del mismo año, el Presidente chileno Arturo Alessandri Palma inauguraba el edificio del teatro Caupolicán.

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La prensa de ese tiempo no dejó de ensalzar la “fabulosa” obra inaugurada por el Presidente, pues cumplía satisfactoriamente con los elevados estándares de sus homólogos en otras latitudes. En 1932 se había inaugurado el nuevo y definitivo Luna Park de Buenos Aires. A cielo abierto primero y techado dos años más tarde.

El Caupolicán partió siendo, en su tipo, el único megarrecinto bajo techo. Se diseñó con la forma de un coliseo romano. La idea era que el público rodease el escenario. Se alzó en un terreno de 4.116 m2, habilitado para albergar de 7 a 8 mil espectadores. Si bien para las actividades artísticas y deportivas sería un gran desafío llenar sus gradas, la política partidaria veía en ese recinto un reto inalcanzable. Ahí quedaba como todo un desafío para quien quisiera medir su capacidad de convocatoria. Según cómo le fuese en ese empeño podía gritarlo a voz en cuello o hacer mutis por el foro.

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¿Qué eventos o personalidades podrían llenar 7 mil butacas en un país de tan poco fuste? No deja de sorprender que, si bien el Caupolicán nace para albergar grandiosos espectáculos artísticos, se construyera por obra y gracia de un ente político gremial como la Caja de Empleados Públicos y Periodistas. […] Tan gigantesca como el faraónico edificio fue la prueba a la que se sometió el empresario Enrique Venturino Soto. Este adquirió el teatro Caupolicán a inicios de la década de los cuarenta, convirtiéndolo en una máquina productora de eventos y él mismo devino en un mago de la entretención. A esta actividad se brindó por entero hasta 1984. Con todo empeño se puso tras la idea de revolucionar el ámbito revisteril, los espectáculos musicales y algunos deportes bajo techo, en particular el boxeo.

Una pléyade de estrellas deleitó a los chilenos gracias al genio de Venturino: la Filarmónica de Nueva York, Duke Ellington, Claudio Arrau, Bill Halley, Los Panchos, Jorge Negrete, el Circo de Moscú, la orquesta de Pérez Prado, el Circo Acrobático de China, el elenco original de la Pérgola de la Flores, Rayén Quitral, Josephine Baker, Maurice Chevallier, Lucho Gatica y un gran etcétera.

Venturino tenía que esforzarse en salvar las vallas que la realidad del país levantaba entre sus ambiciosos proyectos y las miles de butacas que lo aguardaban en calle San Diego. El célebre periodista Osvaldo Muñoz Moreno, “Racatán”, lo describía así: “Alto, macizo, campechano, francote sabia decir las cosas por su nombre. Era un trabajador infatigable. Él mismo se encargaba de la publicidad”.

Solamente alguien de ese enorme empuje podía haber definido el rol que el “Caupolicán” jugaría para la historia de la política de partidos en Chile. Con su acostumbrado lenguaje llano, decía que el teatro no tiene partido político: “Paguen y griten lo que quieran”, decía, y esa fue la filosofía con la cual cada colectivo, de derechas o izquierdas, tuvo la posibilidad de vivir sus horas más épicas.

Un sacerdote en el Caupolicán

[…] Desde su formación intelectual y espiritual en Lovaina, Bélgica, Alberto Hurtado se había adscrito a la teología del cuerpo místico de Cristo. En dicha doctrina, el pueblo de Dios se habría constituido en cuerpo cuya cabeza sería el Nazareno y las extremidades estarían formadas por las personas, sean estas católicas o no. Lo principal es que no fuesen “tibios de fe” y se consagraran a la justicia social.

“Si no vemos a Cristo en el hombre que codeamos a cada momento, es porque nuestra fe es tibia y nuestro amor, imperfecto”. Fue una de las afirmaciones de 1952, recogida en su escrito póstumo “Moral social”. Muchas expresiones de ese texto fueron extraídas del discurso pronunciado en el Caupolicán el año 1943.

Ese año repletó de seguidores el recinto, en su condición de asesor de la Acción Católica para Chile. Esta organización internacional, fundada por Pío XI en 1931, tenía por misión “recristianizar” la sociedad, en medio de las corrientes y tempestades ideológicas del siglo XX.

Ese 15 de agosto ante un Caupolicán rebosante de seguidores, el Padre Hurtado, siempre muy criticado por los grupos conservadores chilenos, repitió varias veces “todos somos uno en Cristo”. Para él, esa afirmación envolvía la respuesta frente a las divisiones que sufría el mundo por la Segunda Guerra Mundial. Y aseveró en medio de estruendosos vítores: “Proletarios y no proletarios, hombres todos de la Tierra, ingleses y alemanes; italianos, norteamericanos, judíos, japoneses, chilenos y peruanos reconozcamos que somos uno en Cristo y que nos debemos no el odio, sino que el amor que el propio cuerpo tiene a sí mismo. La unidad de todos en Cristo debe vencer la división entre proletarios y no proletarios, la llamada cuestión social. […]”.

El discurso del Padre Hurtado en el Caupolicán fue la primera clarinada de alerta, clara y sin ambages surgida desde la Iglesia sobre la explosiva situación social del país. Esta, con la extendida pobreza y riquezas extremas dándose la espalda mutuamente, nada bueno presagiaba para el futuro de la nación.

“En el fondo de cada uno de nosotros hay un inmenso egoísmo y lo único que nos puede dar certeza y alegría para superarlo es nuestra fe. Todo lo que debilita la fe debilita a la patria. Con humilde entereza, con inmenso reconocimiento a Cristo que depositó en nuestras almas el tesoro de verdad, pero con decisión inquebrantable hemos de ocupar el puesto que Dios y la patria nos señalan. No hacerlo sería un crimen contra Dios y contra Chile […]”, aseveró en esa jornada histórica, en la que su proclama remeció la conciencia de las autoridades presentes y la élite política del país. Y, efectivamente, tuvo tintes épicos, por sus proyecciones en el tiempo. En ella, Alberto Hurtado dejó huellas indelebles en generaciones de jóvenes que, más tarde, serían protagonistas de la historia política del país. Aquel discurso les fue paradigmático. Les dejó muy claro que, si se declaraban católicos, debían preocuparse por sus hermanos y la patria entendida como familia.

Tales ideas eran extremadamente vanguardistas para esos años, puesto que a la Iglesia Católica se le exigía no meterse en los grandes temas políticos y sociales. Muy distinto al sentido profundo del mensaje que retumbó en la audiencia del Caupolicán: “...porque ser católicos equivale a ser sociales. No por miedo a algo que perder, no por temor de persecuciones, no por ser anti-algunos, sino porque son católicos deben ser sociales. Esto es sentir en ustedes el dolor humano y procurar solucionarlo”, remachó lleno de convicción.

Fue en el Caupolicán donde el padre Hurtado inspiró preguntas incómodas pero cruciales en un país que ante la miseria predicaba con unción su solidaridad, pero que practicaba lo contrario […].

Para los estudiosos de la vida, obra y pensamiento de Alberto Hurtado, el discurso del 15 de agosto de 1943 fue un auténtico “caupolicanazo” moral. Marcó todas sus intervenciones públicas en Chile y el extranjero, como también el tono y sentido profundo de todo lo que escribió después. Al mismo tiempo, la derecha creyente ya no podía seguir haciendo oídos sordos a la realidad del país. […]

El “caupolicanazo” de Frei

El Caupolicán no registra un evento más recordado, analizado y exaltado que el acto del 27 de agosto de 1980. Si Pinochet tuvo su noche estelar en Chacarillas el año 1977, los sobrevivientes del 73 lograron la suya en el Caupolicán del año 80.

No fue solo un acontecimiento de impecable producción. Su proyección y significado rebasaron ampliamente el propósito inicial de una reunión para oponerse al plebiscito de la Constitución del 80. También se quedó corto frente a un eventual relanzamiento del liderazgo de Eduardo Frei, principal orador, ese día. Fue, sin duda, el primer respiro fuera del agua, después de siete años de forzosa inmersión comunicacional. […] Frei no ignoraba que su sola presencia en ese acto, incluso independientemente de lo que fuese a decir después, lo situaba liderando la voz de los opositores. Escalaba al número uno dentro del ranking de los enemigos públicos de la dictadura.

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Mientras, continuaba la sangría de exiliados de la Unidad Popular, trabajaba sin pausa la Comisión Ortúzar. Esta era liderada por el ex ministro de Justicia y Relaciones Exteriores del ex gobierno de Alessandri, Enrique Ortúzar Escobar. Su misión era preparar un anteproyecto de la Constitución de 1980, la cual sería revisada por el Consejo de Estado y la Junta de Gobierno. Superadas estas instancias, se debía convocar a un plebiscito para aprobar la nueva Carta Magna y así sellar la puerta de entrada al nuevo Chile. Ese día de agosto de 1980, las dispersas e inorgánicas fuerzas opositoras se asomaron a la única ventana entreabierta para dar un grito simbólico por el No a una constitución “pre-cocida”.

Los partidos estaban prohibidos y se debía idear la forma del llamado al rechazo, así como la manera con que cada colectividad lo haría saber. Uno de los desafíos para el democratacristiano Genaro Arriagada, encargado de la producción, fue definir qué partidos convocarían. Estaban frescas las divisiones y traumas. También muy vigente el riesgo para las personas del MIR, el Partido Socialista, el Partido Comunista, la Democracia Cristiana o el MAPU.

La junta militar no estaba por facilitar nada. Se negó una transmisión televisiva y solo tres radios podían difundir el evento: Santiago, Chilena y Cooperativa. Había grandes resquemores. Las circunstancias indujeron a utilizar “chapas” y no nombres reales en los encuentros. El único lema común era “rechazo”. No se usarían lienzos ni banderas.

El acto […] empezaría a las tres de la tarde y el discurso de Frei se esperaba para las 20 horas. El MIR, los socialistas y los universitarios ocuparon las galerías del segundo piso. La proverbial disciplina de los comunistas fue premiada con la cercanía al proscenio. Las diversas personalidades e intelectuales encontraron ubicación en las primeras filas, rodeando a Frei.

Antes del discurso del expresidente, hablaron el constitucionalista Manuel Sanhueza y el catedrático Jorge Millas. Eduardo Frei Montalva ingresó una hora antes de la convocatoria para presenciar el acto cultural a cargo del actor Roberto Parada. Este declamó un vibrante texto alusivo a la libertad. Los animadores fueron el ex dirigente estudiantil Ricardo Hormazábal y la actriz Ana María Palma. Cuando Frei se levantó, el Caupolicán estalló en consignas setenteras. Fue un rebrote nostálgico a modo de catarsis. Unos gritaban “el pueblo unido jamás será vencido”, otros “Frei, Frei, Frei”. Pero después se impuso el sentimiento dominante: ¡Unidad, unidad, unidad!

“La esperanza de Chile no tiene el nombre de una persona…”, dijo el expresidente, dando inicio a su discurso. La multitud era presa de una expectación que le hacía contener el aliento: “Después de tantos años, de nuevo nos encontramos aquí reunidos. Esta es una ocasión solemne. Representamos hoy la continuidad histórica de Chile y la voluntad de una inmensa mayoría de chilenas y chilenos”.

El recurso de omitir nombrar a Pinochet hizo aún más ostensible la referencia a su persona: “Se ha llamado al pueblo a un plebiscito para que apruebe el texto de una Constitución y una serie de artículos transitorios, puesto por los actuales gobernantes y, simultáneamente, que se designe para ocupar la Presidencia de la República, por a lo menos 9 años más, a la misma persona que la ha ocupado estos últimos 7 años”.

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La Constitución de 1980, advertía Frei, entraría en vigencia recién a fines de la década, y puntualizó: “Durante ese largo periodo lo que regirá fundamentalmente son los artículos transitorios. De acuerdo con ellos, el Presidente, que se autodesigna con nombre y apellido, y la Junta de Gobierno concentrarán el Poder Constituyente el Ejecutivo y el Legislativo (…) Durante los próximo 10 años no existirá un órgano de elección popular. No habrá, por tanto, Senado ni Cámara de Diputados y los alcaldes tampoco serán elegidos por el pueblo”.

Y continuó describiendo la orfandad de derechos a que se verían expuestos los chilenos: “El actual Jefe de Estado podrá ejercer por periodos de 6 meses, que son renovables, la facultad de arrestar a cualquier persona por el plazo de 5 días, ampliar en 15 más en caso de haberse producido, a su juicio, acto de terrorismo; restringir el derecho de reunión y la libertad de información; prohibir el regreso de chilenos al país, o expulsarlos del territorio o relegarlos hasta por tres meses, medidas estas que no son susceptibles de recursos jurídicos de ninguna especie”.

Luego pasó a describir el desolador panorama de falta de garantías para llevar a cabo un eventual plebiscito ratificatorio: “[…] No es válido, porque no existen registros electorales, y han transcurrido prácticamente 7 años desde su destrucción, lo que revela la voluntad deliberada de no rehacerlos”.

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El discurso alcanzo el peak de su emotividad cuando Frei desnudó la falacia que envolvía una supuesta “vuelta al pasado”, atribuida a las fuerzas opositoras: “¡Qué ficción tan absurda! ¿Por qué vamos a querer nosotros, que fuimos oposición clara y pública —cuando otros huían hacia el extranjero o guardaban mañosos silencios—, volver al pasado? ¿Qué país del mundo puede ser retrotraído hacia 7 años atrás? ¿Van a resucitar a los muertos y a los desaparecidos? ¿Van a estar en Chile los miles y miles de exiliados? ¿Han sido en vano estos 7 años, en que el régimen no ha convencido a nadie? ¿No ha pasado nada en Chile? ¿No ha sido una dramática lección la pérdida de la libertad? ¿No han aprendido más de algo los chilenos? ¿Los centenares de miles de cesantes y el shock económico con su costo social no han dejado huellas?”, dijo con autoridad y el Caupolicán se estremeció, literalmente, con una ovación atronadora, acompañada de taconeo en el piso. Todo un clima catártico. Una suerte de ejercicio de depuración para aquellos espíritus ahogados por el silencio impuesto y la autocensura.

A continuación, Frei hizo una convincente valoración de las diferentes etapas políticas. Partió con el orden de Portales, pasando por los decenios conservadores y la guerra civil de 1891, resaltando que no desembocó en una dictadura.

Luego destacó que el país entre 1920 y 1930 había superado todas las adversidades, siempre de la mano de la democracia, a diferencia de tantos países del continente. “Todas las experiencias, explicó en seguida, se fueron sumando en esta evolución para configurar nuestra existencia como nación. Chile no se construyó en la opresión ni en los caudillismos. La espina dorsal de lo que fuimos ha sido la libertad, el estado de derecho, la democracia, que funcionaron hasta durante las guerras”. Y luego enfatizó: “El camino de Chile fue y debe ser el que corresponde a una de las democracias más sólidas y antiguas del mundo. Puede y debe volver a serlo”.

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Pasadas las 22:00 horas de aquel “caupolicanazo” épico, un grupo se dirigió hacia la Alameda replicando las mismas consignas que retumbaron dentro del coliseo de calle San Diego. En calle Tarapacá los que marcharon fueron desviados por carabineros y en calle Zenteno se toparon con tropas militares que custodiaban el barrio cívico, con sus ministerios y servicios públicos.

Era el aterrizaje forzoso en la realidad que, por momentos, el clima creado en el Caupolicán había logrado evadirla. Antes del plebiscito del 11 de septiembre, el gobierno había transmitido un mensaje a todo el país que no admitía dobles lecturas: ellos eran el futuro y su modelo de desarrollo, de vida y de convivencia no daría un paso atrás.

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