1. Consideraciones preliminares sobre la relevancia del pensamiento de Francisco Antonio Encina, Alberto Edwards y Mario Góngora

Encina, Edwards y Góngora han sido reconocidos por la historiografía y el pensamiento político chilenos como autores determinantes. Así, por ejemplo, dice Alfredo Jocelyn-Holt de Encina: “Lejos más profundo que cualquiera de los liberales del siglo XIX y XX”; de él y Edwards, que, “querámoslo o no”, son “nuestros pensadores políticos más influyentes durante este siglo” (“Encina, ¿cíclope o titán?”, en: F. A. Encina, “La literatura histórica chilena y el concepto actual de la historia”. Santiago: Universitaria 1997, p. 31); y de Góngora, que es “el más importante historiador de la segunda mitad del siglo XX, como Edwards en la primera, en un siglo absolutamente extraordinario en cuanto a su contribución histórica. […] Él es el gigante sobre el que, modestamente, nos tratamos de empinar” (“Mario Góngora: La contribución de un ‘intelectual' al pensamiento histórico del siglo XX en Chile”, en: Gonzalo Geraldo y Juan Carlos Vergara, editores, “Mario Góngora: El diálogo continúa…”, pp. 49-50). Las reflexiones de Edwards y Encina fueron recogidas en su minuto respectivo y tienen repercusión en el pensamiento político posterior, como se constata, por ejemplo, en Eduardo Frei Montalva, así como en una porción importante, sino mayoritaria, de los intelectuales de las décadas suyas y siguientes. […]

2. Talante del pensamiento de estos autores

Encina, Edwards y Góngora han sido llamados “conservadores”. Pero urge preguntarse todavía: ¿en qué sentido son conservadores? En ellos, como en casi cualquier mente, hay posiciones e influencias problemáticas. Son también personas de su tiempo. Vivieron períodos política y socialmente turbulentos y de intenso dinamismo en el pensamiento. Nos encontramos con afirmaciones racistas, en Encina; con la adhesión de Edwards a la dictadura de Carlos Ibáñez y de Góngora a la de Augusto Pinochet, aunque solo en el inicio. […] Renato Cristi y Carlos Ruiz son críticos de los tres, tanto teórica como políticamente. Señalan que su estudio de los conservadores (de estos tres, junto —he indicado— a Lira, Eyzaguirre y Guzmán) les “ha permitido entender más claramente la alternativa republicana y democrática” que apoyan (“El pensamiento conservador en Chile. Seis ensayos. Santiago: Editorial Universitaria 2015”, p. 10). […] Cuestionan, además, que yo haya propuesto aprovechar a Encina y Edwards para un pensamiento político contemporáneo, algo que les parece incluso “peligroso para la democracia chilena” (“El pensamiento conservador”, p. 9). En el caso de Edwards, hallaríamos a alguien que “apela al miedo para justificar la necesidad de un gobierno dictatorial”; en el de Encina, a un autor, dicen, “inspirado en el darwinismo social de Herbert Spencer, y el racismo que permea profundamente su interpretación de la historia de Chile” (“El pensamiento conservador”, p. 10).

Para Encina, Edwards y Góngora los “blancos polémicos” serían “la democracia y el liberalismo” (“El pensamiento conservador”, p. 13). Cristi constata que Edwards defiende la aristocracia y, a su juicio, luego, con la crisis de la década del 20 y el sentimiento de catástrofe epocal que lo aborda, el mero “hecho de la autoridad”, una “afirmación” puramente “fáctica” de ella (“El pensamiento conservador”, pp. 46-47). Ruiz detecta en Encina la eventual cercanía con “una visión liberal” y “tendencias antioligárquicas”. Indica, sin embargo, que habría una “oposición frontal” suya “al sistema democrático-liberal” (cf. “El pensamiento conservador”, pp. 56-57, 65, 64). Góngora exhibe, para Cristi, un autoritarismo vinculado con un intento restaurador de talante portaliano. Posee un “ánimo antiliberal y genuinamente contrarrevolucionario”, “un profundo ánimo reaccionario”, desde el cual efectúa una crítica “ultranacionalista […] al neoliberalismo” (“El pensamiento conservador”, p. 153; cf. p. 152). En un sentido parecido a Cristi y Ruiz, se pronuncia Francisco Peña-Torres. Él se refiere a la obra de Edwards, Encina y Eyzaguirre, pero también incluye, aunque en una consideración menos detenida, a Osvaldo Lira (cf. “Alberto Edwards, Francisco Antonio Encina, Jaime Eyzaguirre: Une vision traditionaliste et autoritaire de'l Histoire du Chili à travers leurs oeuvres 1910-1950. París: Université Paris III 1989”, pp. 266, 272, 276), Julio Philippi (cf. pp. 272, 276) y Jaime Guzmán (cf. pp. 264-266, 277-279). Si para Cristi y Ruiz los “blancos polémicos” de los “conservadores” estudiados son “la democracia y el liberalismo”, Peña-Torres entiende, coincidentemente, que los tres autores que él aborda de manera principal se caracterizan por “su oposición frontal a la teoría democrática y liberal, así como a sus consecuencias de expresión política libre, garantizada por una norma” (“Une vision”, p. 141). Señala: “los tres representan una tentativa lograda de interpretación antiliberal y antidemocrática de la historia política de Chile” (“Une vision”, p. 148). Posteriormente a los trabajos de Cristi y Ruiz, y a Peña-Torres, escribe Luis Corvalán Márquez sobre el “conservadurismo antiliberal chileno” (“Nacionalismo y autoritarismo”, p. 22), en el que incluye a estos autores y que provendría de “una matriz conceptual excluyente que da lugar a una radical deslegitimación de ciertos sujetos, cuestión que opera a través de su identificación con un mal por antonomasia” (“Nacionalismo y autoritarismo”, p. 24).

La doble calificación de antidemocráticos y antiliberales debe ser examinada con mayor detalle en su significado y sus alcances. En su atención comprensiva a lo concreto y a la realidad popular, Encina, Edwards y Góngora se distancian claramente del liberalismo más abstracto. Admiran a Portales y siguen el presidencialismo. Hay, además, en ellos, actitudes idiosincrásicas difícilmente aprovechables hoy. Pero es importante destacar, también, algo en lo que la literatura más crítica tiende a no reparar, y es que sus articulaciones de ideas y sus observaciones y análisis no son necesariamente incompatibles con un ideario democrático. El sofisticado contenido que produjeron los vuelve autores que resultan significativos –ciertamente, en el marco de un ejercicio de apropiación distanciado– para la elaboración de un pensamiento hermenéutico-político diferenciado y pertinente, e incluso para una comprensión política que pretenda guardar consistencia con los imperativos de un republicanismo democrático. […]

Alberto Edwards denuncia a la oligarquía y en La fronda aristocrática critica los abusos de un sistema que “condena todos los privilegios ‘que no tienen por origen la posesión del dinero'” (“La fronda aristocrática en Chile”. Santiago: Universitaria 1997, 15ª ed., p. 283). En este libro no existe un rechazo directo a la democracia, como si fuese el blanco polémico sin más. Edwards repara en que este régimen resulta especialmente exigente, pues requiere de un orden orgánico en su base, que produzca “sentimientos colectivos”, “disciplinas tradicionales” y “respetos históricos” que pongan coto a “los apetitos y los odios, las ansias individuales de lucro y poder, la baja envidia, la desenfrenada ambición”. En cambio, cuando “[c]ada hombre lucha por sí mismo y no por los demás, y la defensa social se hace imposible en cualquier forma de gobierno que exija abnegaciones o el rendimiento de corazón ante algo que no sea la ventaja inmediata de cada uno”, ocurre que es “[p]or allí” que “mueren […] también las democracias” (“La fronda aristocrática”, p. 239). En “La sociología de Oswald Spengler”, indica Edwards: “Obsérvese que hoy mismo es en los pueblos que mejor han conservado las creencias y tradiciones del pasado, donde gobiernos orgánicos funcionan todavía con regularidad y éxito dentro de las fórmulas democráticas” (“La sociología de Oswald Spengler”, en: Atenea II/5, julio de 1925, p. 523). En estos textos, que atienden a las altas cuotas de virtud requeridas por la democracia, no existe una condena de plano a ese régimen, sino, más bien, una valoración de él, solo que acompañada de la explícita consciencia sobre sus dificultades y la necesidad de que repose en soportes existenciales u orgánicos.

Es importante destacar además detalles usualmente omitidos respecto de Edwards. Primero, si bien apoyó la salida a la Crisis del Centenario por la vía de un Ibáñez, es difícil admitir que él haya llegado a aceptar un cesarismo que renuncie a toda legitimidad. Edwards quiso diferenciar al gobierno de Ibáñez de una dictadura. “[S]i nos hemos salvado sin necesidad de dictadura, es porque la revolución tomó con posterioridad [a septiembre de 1924] el único rumbo que podía conducirnos a puerto”. Este fue, a su juicio, el asentamiento “de una autoridad firme y obedecida”. Más allá de lo discutible que resulte pretender separar al régimen ibañista de una dictadura, la solución por la que Edwards aboga es entendida por él como el primer paso: “Por ahí es por donde se comienza”, escribe (“La fronda aristocrática”, p. 278, subrayado en el original) […]. Segundo, hay que preguntarse, cuando la alternativa era entre una fronda que decaía y los instintos reformadores de un Ibáñez y un Alessandri —a quien se le imputan sendas masacres: en San Gregorio (1921), Marusia (1925), La Coruña (1925), Ránquil (1934) y el Seguro Obrero (1938); quien apoyó su poder, desde 1932 (ya Edwards había muerto), en la organización paramilitar denominada “Milicia Republicana” (cf. Verónica Valdivia, “La milicia republicana. Los civiles en armas 1932-1936”. Santiago: Dibam 1992)—, cuál era, en ese turbulento entonces, la opción más “republicana y democrática”. Nada de extraña, de parte de Edwards, la desazón con la cual parece haberse ido a la tumba. Debe destacarse, con todo, que en la interpretación de Edwards el énfasis está puesto en la clase alta y en la institucionalidad estatal, los elementos a los que entiende conformadores, mientras que el pueblo es tenido como una totalidad eminentemente pasiva o desbordante, a la que se le desconocen capacidades positivas de articulación. Este […] es un error de aproximación que ha de ser corregido y puede serlo a partir del propio marco comprensivo que asume Edwards. […].

Francisco Antonio Encina admira la “inclinación anti-oligárquica del régimen portaliano” (“Portales. Introducción a la época de Diego Portales 1830-1891”, Santiago: Nascimento 1964, 2ª ed., vol. II, p. 230). Dice del ministro: “Plebeyo, en lugar de dictar decretos contra los prejuicios aristocráticos, imprime a la nueva alma nacional un concepto que lleva implícito su reemplazo por el valor cívico, intelectual y moral” (“Portales”, vol.I, p. 207). De este modo, apunta a la conformación de “un pueblo sobrio, laborioso y progresista, cuya alma colectiva esté animada por el patriotismo exaltado, por la abnegación cívica, por la justicia y por un concepto inexorable de sanción. Realizado este desideratum ‘venga el gobierno completamente liberal, libre y lleno de ideales donde tengan parte todos los ciudadanos', que divisa en el porvenir como etapa futura del sino histórico” (“Portales I”, pp. 206-207). Ni en el extremo reaccionario, ni en el “jacobino”, Encina destaca la capacidad de Portales de entender que el “ideal” “no puede realizarse por decreto, sino por una evolución gradual, sujeta a un ritmo que no se puede suprimir ni acelerar en exceso, sin volcar la evolución misma” (“Portales I”, p. 207). Es el estadio de maduración del pueblo, no una adhesión a un ideal autocrático, el que vuelve necesario un marco institucional reforzado (algo que, por lo demás, reconoce, para su época, Diego Barros Arana; cf. “Historia general de Chile”. Santiago: Josefina M. v. de Jover Editora, 1897, vol. XIV, pp. 465-466). Encina valora explícitamente el telos democrático al cual Portales, en su parecer, apunta (cf. Portales I, p. 203; II, pp. 227, 230), y rechaza la afirmación “del fracaso definitivo de la democracia como forma de gobierno”, en la que habría caído, a su juicio, hacia el final, Edwards (“Portales II”, p. 227). […]

Mario Góngora apoyó la reacción de la Junta militar contra el gobierno de la Unidad Popular. Sin embargo, a poco andar, formula una de las críticas más formidables a la ideología del nuevo régimen, en su “Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX” (Santiago: Universitaria 1994, 5ª ed.). Defiende, en una veta que lo aproxima al liberalismo, los fueros del individuo frente al poder político (cf. Ensayo, p. 299; “Bases espirituales del orden nuevo”). Acaba Góngora adhiriendo de modo explícito a una “democracia” en la que se articule al pueblo y proteja a las minorías. Dice, en una entrevista del año 1984: “En América española, el dogma jurídico natural, después de 1810, es la democracia y, por tanto, yo lo profeso. Pero lo esencial es que la mayoría no impida la libertad de las minorías” (“Las lecciones de la historia”, en: Ensayo, p. 299). Valora la “democracia civilista”, de la que dice que, “entre 1932 y 1970 Chile fue un ejemplo” (“Las lecciones de la historia”, p. 299). Más aún, reconoce la aptitud del pueblo en la conformación activa de la realidad política. […] Se lamenta, en este sentido, del “deterioro de la consciencia cívica del chileno”, producto de la despolitización que se produce bajo la ideología imperante en la dictadura (“Las lecciones de la historia”, pp. 302, 306).

La exigencia que Encina, Edwards y Góngora plantean, de un régimen político a la altura de la época en la que cada uno reflexiona, que considere las inquietudes de los elementos activos del pueblo, el alegato antioligárquico de los tres y, aunque con diferencias, el reconocimiento de las capacidades que puede y ha de desplegar el elemento popular, los dejan en las líneas de un pensamiento que se aleja de los marcos más estrictos de una democracia representativa liberal, pero que sí es popular y compatible con la democracia. Debe repararse además en que, en las sociedades de masas, el principio democrático requiere no solo el desarrollo de una consciencia y capacidades políticas en el pueblo, sino también una cierta identidad entre gobernantes y gobernados. Tal identidad, de su lado, necesita el aseguramiento de condiciones materiales y culturales comunes (cf. Carl Schmitt, “Die geistesgeschichtliche Lage des heutigen Parlamentarismus”. Berlín: Duncker & Humblot 1996, prefacio a la 2.ª ed.). Si se atiende a esta circunstancia, la crítica antioligárquica y las exigencias de inculcar capacidades cívicas e industriosas en el pueblo coincide, entonces, con una defensa del principio democrático en el contexto indicado […].

Los tres autores estudiados adhieren al republicanismo, entendido como una configuración institucional discernida, estable y legítima del pueblo. Ese es el fin al que aspiran, incluso Edwards. Dado, empero, el hecho de la crisis, puesta ya la situación de la inviabilidad, constatada la irrupción de lo excepcional, admiten esfuerzos restaurativos como el de Ibáñez (Edwards) o el de la Junta militar (Góngora). Aunque aceptan el ejercicio de poderes extraordinarios una vez que la república se ha descompuesto, rechazan una dictadura soberana destinada a perpetuarse. Apuntan, en cambio, a la recuperación de una normalidad, concebida en los términos republicanos ya referidos, con un claro énfasis presidencialista.

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