3. La falacia del género sumo

He aquí un excelente ejemplo de cierto paralogismo rudimentario, que, no obstante su tosquedad, se ha generalizado en nuestros días, sobre todo a propósito de conceptos políticos. Podríamos llamarlo falacia del género sumo.

El género sumo es la categoría —a veces abstracta, a veces concreta— de que nos servimos para alcanzar puntos de referencia que guíen, ya la formalización del pensamiento (como cuando en Lógica hablamos de sujeto y predicado), ya la comprensión intelectivo-descriptiva de la realidad (como al hablar de gravitación y de estructura atómica, en Física, o del ser y de la existencia en Metafísica). El género sumo implica siempre un artificio de intelección, que será útil y fecundo mientras lo mantengamos en los límites de su función, determinados por las reglas del lenguaje y del método de investigación de que se trata.

El género absorbe, por supuesto, los particulares comprendidos en su dominio, y gracias a ello hace posible sus aplicaciones especulativas y prácticas. En su virtud puede operar la abstracción, y el pensamiento amplía sus horizontes de desarrollo, agilizando los procedimientos simbólicos de representación y de integración racional de la experiencia. Pero tales ventajas se pagan al precio de anular toda marca específica perteneciente a los particulares subsumidos en el género. El servicio que éste presta a la inteligencia consiste precisamente en ver las cosas, no en función de su singularidad, sino de una determinada perspectiva de abstracción. Es esta perspectiva la que define su sentido, determina su uso cognoscitivo y legitima las operaciones que con él puede realizar el pensamiento. Tras de los conceptos, sobre todo a medida que se elevan en grado de generalización, existe siempre un principio de construcción que define su sentido y su empleo posible. Dicho empleo ha de mantenerse, por ello, dentro del campo de sentido determinado por aquella construcción. Así, desde el punto de vista de su forma geométrica, la Tierra es sensiblemente una esfera, y podemos considerarla como caso particular de idéntico género que la pelota de fútbol y el cielo estrellado. En esta virtud, esto es, desde el punto de vista que definimos conforme al lenguaje y los procedimientos de construcción de la geometría euclidiana, estamos autorizados para considerar que la Tierra y la pelota tienen unas mismas propiedades. Por modo semejante, la letra «a», la bandera nacional y el gesto de saludar con el sombrero, se consideran miembros idénticos de la clase de los símbolos. Este género sumo aloja los objetos más dispares, si coinciden en la función de referirse, y, por tanto, de representar a otros objetos que han de ser considerados a su través. Y, como en el caso anterior, las disímiles cosas así clasificadas pueden considerarse como vaciadas de un único modelo: todas son, en efecto, símbolos, y en ello se funda la atribución de unas mismas propiedades y, por tanto, el reconocimiento de su identidad genérica.

Pero semejante identificación no puede exceder los límites señalados por la ley de construcción del concepto clasificador que se ha elegido. Si lo excede, incurrimos en la falacia del género sumo, que consiste, precisamente, en extender más allá del dominio de las operaciones lógicas donde se hace posible la construcción del género, las relaciones de identidad que dentro de él son legítimas. Si la Tierra y la pelota pueden ser geométricamente tratadas como formas o estructuras análogas, constituye un sinsentido considerarlas —fuera ya de la Geometría y por referencia a ese género sumo que es la esfera— como una misma cosa. Por modo semejante, asimiladas abstractamente a la clase de los símbolos, una bandera y las letras del alfabeto son, sin embargo, cosas tan diferentes y operan en contextos de experiencias tan disímiles, que muchas veces tendremos que olvidarnos de su semejanza para comprender sus reales diferencias. Por eso, la abstracción, que es tan necesaria en la vida y en la ciencia, tiene que ser siempre manejada con precauciones y conforme a precisas reglas de validez. Sólo en el universo del arte podemos, como siempre, tomarnos sin peligro algunas libertades. La falacia del género es, por ejemplo, uno de los resortes ocultos de la metáfora. La metáfora le debe una buena parte de su gracia y de su capacidad para expandir libertadora y hasta licenciosamente el poder de la representación. A nadie se le ocurriría, por cierto, invalidar la metáfora en literatura, fundándose en éste su origen falacioso. El pensamiento poético no tiene pretensiones lógicas, muchos menos empíricas, y su lenguaje no opera dentro del discurso cognoscitivo de la ciencia. Otra cosa es la metáfora subrepticia introducida en el discurso para que se la tome por algo que ella no es. Entonces se hace necesario desmontar su mecanismo y expulsar la falacia, es decir, sacar de su trampa al pensamiento.

En su cometido natural de descubrir conexiones y similitudes y de ensanchar representativamente las posibilidades de la experiencia, el pensamiento construye sistemas de conceptos, verdadera arquitectura de géneros. Pero en tanto la razón los utiliza para una efectiva organización de la experiencia, sólo los aplica como recursos de simplificación y de unificación, como vías, por tanto, de exploración de lo real. El género sumo enquista no empobrece así al pensamiento: al revés, le facilita una importante función de apertura hacia la multiplicidad y variedad de las cosas. Pero en su empleo falacioso ocurre lo contrario: el género se cierra sobre sí mismo, la idea se encapsula y no permite ya distinguir; a fuerza de generalidad, lo absorbe todo; haciendo prevalecer el momento de identidad de las especies y ocluyendo los caminos de apertura hacia las diferencias y matices, acaba por no significar cosa alguna. Las aporías de la Metafísica —por ejemplo, las de los viejos eleatas— no son ajenas a esta falacia.

Cuando Marcuse (y no sólo él, por supuesto, que al fin y al cabo éste es uno de los lugares comunes de la antifilosofía de moda) considera como forma de violencia la resistencia pasiva de los discípulos de Gandhi, parece que hablara con sentido. La desobediencia, podría argüirse, ¿no supone una especie peculiar de fuerza opuesta a la autoridad que nos conmina? Resistimos; no hacemos nada, sólo nos limitamos a desobedecer. Perfectamente. Mas, ¿no intentamos quebrar así la voluntad de quien manda, para imponer la nuestra? La conclusión parece del todo lógica: sólo siendo fuertes podemos resistir; por consiguiente, la no-violencia del apacible Gandhi era una forma de violencia, ni más ni menos que la empleada por las milicias británicas en la India.

Idéntico trastrueque de la lógica y del lenguaje permite a Jean-Francois Revel —aunque en una perspectiva política diferente— considerar que la no violencia de Martin Luther King «no era sino una forma de la violencia». Aquí también nos tienta la superficial analogía. «Boicotear los transportes de una ciudad —nos asegura Ravel— es una acción mucho más “violenta” que abofetear a un vigilante en la plaza de la Concordia». Claro: la bofetada tiene menos consecuencias revolucionarias que el boicot generalizado. Pero esta consideración relativa a los efectos, ¿autoriza para considerar que esas conductas son formas de la violencia?

Cuando impugnamos la violencia, no hacemos, por cierto, un acto de valoración abstracta. El valor negativo recae en un complejo de conductas con sus antecedentes y consecuencias en una situación total de relaciones humanas en donde no sólo cuenta la fuerza, sino también los fines perseguidos, los efectos previsibles, las víctimas y los victimarios, el sufrimiento consiguiente, el tipo de relación humana que se constituye y ejemplariza, los hábitos intelectuales y afectivos que se promueven. La fuerza abstractamente mencionada, es sólo un elemento del cuadro total. No es, pues, la fuerza como acción destinada a quebrantar un propósito ajeno o a inducir la voluntad del otro hacia el logro de nuestros objetivos, lo que cuenta por modo decisivo en la repulsa ética a la violencia. Gandhi, al desobedecer, opone una fuerza moral al dominador británico. Pero que sea moral y no física, hace toda la diferencia del mundo. El poder del Imperio se ve obstaculizado, es cierto, por una resistencia que supone mucha fortaleza de ánimo. Mas, ¿se trata en concreto, de la misma cosa? El problema no consiste en la cuestión puramente terminológica de que se use la palabra «violencia» en uno y en otro caso. La palabra, como palabra, podría aplicarse a cualquiera de ellos o a ambos. La verdadera cuestión estriba, primero, en no dar curso a la falacia del género sumo, cualquiera que sea el término empleado; y, segundo, ya que se emplea ese término, en averiguar si no abusamos de él en función del sentido ya consagrado por el uso. El peligro es evidente, porque también el género común, al modo de la oscuridad, hace que todos los gatos sean negros. Con la misma lógica que criticamos aquí, Marcuse y Revel podrían muy bien considerar que todo intento de persuasión intelectual es una forma de violencia. Quien busca el convencimiento racional del prójimo, le opone razones fácticas y lógicas. De esta manera intenta también inducir su voluntad en una dirección diferente a la que lleva y orientarla hacia donde ella no quisiera originariamente dirigirse. Pero llamar violencia a todo eso es inflar el concepto más allá de su natural elasticidad. Es lo que también ocurre cuando, para asegurar por otra vía la impunidad ética y jurídica de la violencia y despejarle el camino aun de las trabas del orden pacífico de las sociedades, se intenta mostrar que ese orden ?el orden del derecho? es una forma particular de la violencia. Porque ésta —se asegura— sólo nos llama a la atención y nos alarma cuando se manifiesta fuera y en contra del orden, esto es, cuando está «institucionalizada». La falacia del género sumo, aparece una vez más con aires de cordura: siempre hay «violencia», sólo que a veces se trata de la violencia «institucionalizada», y a veces, de la violencia «no-institucionalizada».

Pero en todo ello hay tanta lógica como puede haberla en una falacia: porque el concepto de «violencia institucionalizada» es una incoherencia. Desde el momento en que la violencia se institucionaliza —esto es, se somete a un sistema normativo, o, con más precisión, al orden jurídico—, ya no es violencia. Tiene sentido hablar de la fuerza institucionalizada, mas no de la «violencia institucionalizada». La violencia es, precisamente, la fuerza libre, sustraída a la jurisdicción reguladora de un ordenamiento jurídico y moral. La falacia no sólo consiste aquí en un juego de palabras, sino además en la invocación ambigua de un pretexto. En ocasiones —por ciento frecuentes— los ordenamientos de derecho degeneran, o alojan focos particulares de degeneración. Por ejemplo, surge en su seno el abuso del poder o la prevaricación de las magistraturas. La fuerza del Estado que entonces protege estas anomalías, se convierte relativamente en violencia, cuyo grado de relatividad es función del grado en que dicha fuerza se sustrae a las regulaciones de orden. Si la sustracción es total, se ha instalado en el derecho, la violencia, sin más. Pero no la llamemos «institucionalizada», porque desde el momento en que el orden jurídico no opera, la institución desaparece. Institución —lo que es institución— y violencia —lo que es violencia— son nociones incompatibles.

Que no intenten, pues, estos profesores de la gente violenta (profesores que se excusan de ser violentos ellos mismos) hacernos creer que «al fin y al cabo» y «a la larga» ellos son discípulos de Gandhi, porque no aciertan a distinguir entre la desobediencia civil y el terrorismo, o entre la fuerza del derecho y la metralla.

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