Termino de releer los originales de Diez años en la Araucanía de Gustave Verniory. Es un 23 de septiembre en mi pueblo natal Lautaro, en una mañana surcada de pitazos y resoplidos de trenes que pasan a media cuadra de mi casa por la vía cuya construcción dirigiera Verniory hasta su terminación en 1892. En medio de una lluviosa primavera en derrota salgo a caminar por las orillas del río Cautín hasta el barrio Cuyanquén —donde viviera Verniory— y luego vuelvo a la Plaza de Armas. Entro al edificio en donde en el siglo pasado estuvo la Casa Francesa ahora ocupado por un bar. Hay un grave y antiguo reloj de péndulo. Hay una victrola a cuerdas tocando el vals “Sobre las olas”. Yo estoy acodado en el roído mesón leyendo “Les Regrets” de Joachim du Bellay frente a un vaso de rubia sidra y oigo a los clientes hablar, como en los tiempos de la fundación del pueblo, en alemán, mapuche, castellano. Los diarios dicen que se envía la muerte por correo a los diplomáticos israelíes, el justicialismo volverá a Argentina; frente a la plaza pasean las descendientes de los colonos, desfilan tractores rumanos, cosecheras John Deere y carretas que traen a las mapuches vestidas con sus chamantos rojinegros, y aunque se diga que el pasado no se puede reconstituir, de pronto en un tiempo se encuentran todos los tiempos y a mi lado siento la presencia de Gustave Verniory, como si hablara con él en una mañana de aperitivos primaverales de hace ochenta años en la Casa Francesa; tan vivo surge de su diario de vida llevado durante una década, en donde además emerge palpitante en cuerpo y alma la Frontera, región de la cual es fundador con la acción y la palabra.

Gustave Verniory, ingeniero civil de veinticuatro años de edad, se embarca desde la apacible Bruselas, Bélgica, hacia el país más largo del mundo. Aborda el 26 de enero de 1889 en Burdeos el vapor “Potosí” —nombre que augura futuras riquezas— y llegará a Angol, entonces capital de la Frontera Chilena, el 29 de marzo de 1889. Ha leído a Julio Verne, y en la larga travesía se identifica con el audaz capitán Hatteras. Sale de su patria en busca de mejores perspectivas económicas; se le ofrecían el Congo o Río de Janeiro, pero su madre teme la fiebre amarilla, y para tranquilizarla se decide por Chile, gracias a su antiguo profesor Louis Cousin, encargado de contratar ingenieros belgas. Viene contratado por tres años, con un sueldo que es un tercio de lo que gana un ingeniero jefe, pero equivalente al emolumento de un coronel. Viene por tres años, pero la Araucanía lo atrapará durante diez. Verniory es un hombre de espíritu aventurero, pero a la vez es un ser de método y estudio. Llega a establecerse a un país desconocido, pero no se deja asaltar por la nostalgia del suyo: ha sido conquistado por el Nuevo Mundo. Quiere trabajar duramente, no descuida sus intereses, ahorra siempre, trata de hacer fortuna aun participando en negociados en donde están comprometidos por lo demás próceres de la Pacificación de la Araucanía. Estudia el lugar donde llega, aprende el idioma, e incluso se preocupa de aprender mapuche contratando un profesor, investiga sobre la fauna y la flora autóctona. Durante su viaje ya en Lisboa ha hecho alianza con una rosa que es un contraste con los países nórdicos; en Bahía piensa que de buena gana dejaría el barco para quedarse en una ciudad tan maravillosa. Escribe durante la travesía que soporta gallardamente, sin sentir el mareo: «Me he fortalecido mucho. Vivo en plena corriente de aire sin que ello me incomode en lo más mínimo; yo que era tan dado a las neuralgias. Comprendo ahora que la vida de Bruselas no me convenía. Mi aspecto se ha transformado; mi piel luce ahora un hermoso color entre ocre y ladrillo molido».

Le gustaría saber el nombre de todos los árboles desconocidos, prueba con gusto todas las comidas ajenas a su paladar europeo, dice que «la chirimoya es la fruta más deliciosa que yo haya probado jamás» y más tarde, ya instalado en la Frontera, asegura que las comidas de doña Peta, su buena cocinera de Lautaro, son incomparables, a partir de la cazuela.

«La administración chilena en su demora se la gana a cualquier país», escribe, pero al fin y al cabo tras las inevitables demoras burocráticas llega a la Araucanía —la zona situada entre el Bíobío y el Toltén, por entonces— tras algunos meses de estadía en Santiago.

Va a trabajar en la Dirección de Obras Públicas, empeñada en construir el ferrocarril de Victoria a Toltén, bajo la dirección de su compatriota Luis de la Mahotière, que en un principio no lo mirará con buenos ojos.

La Frontera ya ha dejado de ser del dominio araucano, «el bastión de las águilas grises» como lo llamara la Mistral y ahora aparecen los pueblos de «campanas recién compradas» al decir de Neruda. Las vías fluviales, marítimas y camineras se tornaban insuficientes para el desarrollo económico de la Araucanía y era necesario el avance del ferrocarril, uno de cuyos pioneros es Verniory. El primer ferrocarril de San Rosendo a Angol llega a su término en 1876, siendo su contratista Juan Slater. Junto a los peones chilenos trabajaron 400 mapuches. El gran salto que une la zona central con la Frontera se da con la construcción del puente del Malleco, descrito por Verniory y terminado en 1890 siendo inaugurado por Balmaceda.

El pueblo araucano se había mantenido en virtual independencia hasta el 1º de enero de 1883, cuando las tropas chilenas llegan hasta el que fuera el fuerte de Villarrica. El mapuche en su “Malumapu” (país de las lluvias) vivía en forma sedentaria, con un grado de civilización similar al del campesino de la zona central, como lo atestiguan viajeros como Reuel Smith, Domeyko o Treutler, habiéndose desviado su ímpetu guerrero hacia la pampa argentina, rica en ganado. Así, Calfucurá, que llegó a desafiar al gobierno de Buenos Aires dando batallas con un ejército de 3.500 lanzas, era originario de la Araucanía, así como su sucesor Namuncurá, oriundo de las cercanías del Llaima.

El gobierno chileno decidió incorporar la Araucanía a la nación después de 1860. Al tratar el problema araucano muchos planteaban la supresión del problema mediante la supresión del indio, acorde con la frase norteamericana de que «el indio bueno es el indio muerto», seguida también por los argentinos como Sarmiento; otros abogaban por la ocupación militar del territorio y la reducción por la fuerza, seguida por la incorporación a la nacionalidad —tesis triunfante— y otros pedían simplemente la desatención del problema. Los araucanos, padres de nuestra nacionalidad, según la retórica oficial venida de los tiempos de admiración a Ercilla, eran en la práctica tratados como ciudadanos de segundo orden. La ocupación de la Araucanía según Cornelio Saavedra, el jefe militar de la zona, debía costar sólo «mucho mosto y mucha música», pero también costó sangre en cantidades. Los araucanos no se resignaron a ser desposeídos, y prueba de ello son sus insurrecciones de 1881 y 1882. Al referirse a ellas vale la pena acordarse de que el presidente Domingo Santa María dijo: «Lo raro es que con estos abusos los indios no se hayan sublevado antes».

La Frontera es una región asombrosamente fértil, la tierra daba el triple de lo que se le pedía, al decir de Luis Durand, asombran las cosechas de trigo, los aserraderos no dan abasto. Se traen colonos del extranjero. En 1890, fecha en la cual Verniory se establece en la región, ya se encuentran 6.894 colonos, a partir de su llegada en septiembre de 1885 en Talcahuano. De ellos son 2.599 suizos, 1.593 franceses, 1.110 alemanes, 1.082 ingleses, 339 españoles, 65 rusos, 54 belgas, 48 italianos y cuatro norteamericanos. Se les ha entregado para sus labores cuarenta hectáreas, implementos para labranzas, material para construir una habitación y semillas. La superficie total de Malleco y Cautín era de 2.408.700 hectáreas, de las cuales se habían entregado a los colonos, indígenas y subastado un total de 752.616 (en Santiago se habían subastado 52.778). Los araucanos en suma recibieron un total de algo más de 300.000 hectáreas para ser repartidas entre 60.000 personas; hectáreas que muchas veces quedaron en el papel porque los indígenas fueron sometidos a un despojo sistemático, a partir de la acción de los «tinterillos» que los usurpaban con fraudes legales, hasta el sistema de «correr los cercos», vigente hasta hace pocos años en el sur. Gustave Verniory llega a la Frontera, o nuestro «trópico frío» o nuestro pequeño Far West en una época crucial. Le toca enfrentarse con bandoleros, ve como los colonos aran a la luz de la luna, ve aparecer los primeros cardos y las primeras liebres de la región, intuye con claridad el espíritu democrático de Balmaceda e ingresa, en Lautaro, al ejército constitucional, halla que el mar chileno es el más hermoso del mundo, camina bajo techumbres interminables de bosques y vaticina que el descuido humano los hará desaparecer, le toca pescar cientos de peces en horas, vive dentro de una naturaleza paradisíaca, en suma, y el amor hacia ella lo hace convertirse en su cronista. Escribe con singular gracia y fluidez, su diario se lee como un libro de aventuras, y penetra en el espíritu de los hombres y de las cosas. Se ha transformado en un hombre del sur que desdeña la vida apacible de Europa o la burocrática de Santiago y conoce la región de una manera que asombra a sus amigos capitalinos que lo creen viviendo entre salvajes y desconocen la Frontera, mirándola como si fuera el centro de África o Australia. Surgen de las páginas de Verniory la imagen humana y geográfica de los pueblos que recién nacen con una claridad y profundidad que enriquece nuestra literatura narrativa a la cual ingresa por derecho propio. Sólo poetas como Pablo Neruda, Juvencio Valle o Teófilo Cid en su Camino del Ñielol han encontrado la ruta para asomarse al brocal donde brotan las raíces del mundo que Verniory describe. Sí, Verniory, el pequeño ingeniero cuatro ojos o Don Hurtado como lo llamaban sus trabajadores ferroviarios, es uno de los nuestros y nos ha entregado un libro de valor testimonial impar e imprescindible. Escuchémoslo.

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