Leonardo Sanhueza suele decir que escribir es una de las pocas cosas que sabe hacer bien. Y sostiene además que no tiene muchas ideas propias; que lo suyo es darle forma a ese caldo de cabeza que lleva dentro: en columnas, en conversaciones con amigos, en libros, en poemas.

Nacido en Temuco (1974) Sanhueza es autor, entre otros, de los libros “La Ley de Snell” (Tácitas) y “Tres bóvedas” (Visor). Ha sido, además, editor y traductor del poeta latino Catulo, en un libro que se publicó bajo el nombre de “Leseras” (Tácitas). Y ejerce también de columnista en Las Ultimas Noticias.

Durante 2020 Sanhueza reeditó un libro breve llamado “El Hijo del Presidente”, dedicado a Pedro Balmaceda, el hijo mayor del Presidente Balmaceda, que murió prematuramente a los 21 años. Desdiciendo quizás su propia definición, en ese texto Sanhueza reflexiona sobre el modernismo, la familia presidencial y la elite política del país a fines del Siglo XIX. Y, al menos, expone una idea sugerente: los hijos de Presidente en Chile no despuntan, se mantienen siempre en una existencia asordinada, sin grandes resplandores. Cita como ejemplos a Eduardo Frei Ruiz-Tagle y Arturo Alessandri Rodríguez.

Sutil y provocador, el escritor y poeta discurre –vía email– sobre la compleja figura de ser hijo de Presidente de la República en Chile. Y de paso agrega algunos apuntes para meditar sobre la siempre elusiva figura presidencial.

-En la introducción cuentas que llegaste a escribir sobre Pedro Balmaceda debido a una invitación de Pehuén, de escribir algo sobre “pequeña historia”. ¿Cómo llegaste a él?

-No lo sé bien, pero supongo que supe de él por primera vez cuando leí más intensamente a Rubén Darío, a comienzos de los 90. Además, unos años después, creo que a fines de esa misma década, conocí al mexicano José Emilio Pacheco, que por cierto tenía muy presente esa historia, porque no había cosa que él no supiera. Más tarde salió el libro de Manuel Vicuña sobre la «Belle Époque» chilena. Y por mi parte tuve que estudiar el periodo de Balmaceda mientras escribí mi libro “Colonos”. En resumen, fui sabiendo de Pedro Balmaceda a cuentagotas.

-Muere arrollado por un grupo de Granaderos, en el Parque Cousiño, cuando está revisando los carruajes franceses que el Presidente usará el 18 de septiembre. ¿Qué le sucedió al oficial a cargo de los Granaderos?

-En realidad, no alcanzaron a arrollarlo. El batallón de caballería se le fue encima y Pedro se asustó, al punto de que tuvo que apretar cachete para ponerse a resguardo. Fue el esfuerzo de la carrera lo que le produjo el ataque cardiorrespiratorio. Por lo mismo, no puede decirse que el oficial Sofanor Parra haya tenido responsabilidad en el caso. Era un admirado héroe de la Guerra del Pacífico, además. De todos modos, como personaje, ese militar es un tipo bien atractivo, aunque se sabe poco como para ahondar en su retrato. Algo que me interesaría investigar de él es que se negó a participar en la Guerra Civil del 91, y de hecho colgó literalmente el sable durante el conflicto, porque sostenía que su espada sólo debía servir a la patria. O sea, fue un objetor de conciencia. Además, por sus hazañas, Parra se ganó el apodo de Centauro Inmortal. Imagínate, el Centauro Inmortal, nada de cosas. Lo malo es que en Chile, como en todo el mundo, los inmortales también se mueren, así que el héroe fue enterrado de viejo, al cabo de unos treinta años, tapizado de medallas y envuelto en la bandera.

-Pedro y esos carruajes recién llegados desde Francia representan el refinamiento, la cultura liberal, frente a una elite conservadora, dominada por la avaricia o la austeridad. ¿Es verdad que esos carruajes comprados por Balmaceda van a intensificar el pelambre y la tirria contra el Presidente?

-Según Joaquín Edwards Bello, ésa fue la chispa que empezó a incendiar el granero, por así decirlo. Ojalá todo hubiera quedado en pelambre y tirria, pero la cosa derivó en un ánimo conspirativo. Pelambre con pólvora. En el fondo, los carruajes simbolizaron el momento en que el poder presidencial empezó a salirse del control aristocrático, de modo que el Estado se agrietó en su calidad de representación de club y empezó a mostrar cierto poder ante la oligarquía.

-Pedro ya estaba enfermo. ¿Era jorobado, como se insinúa en el texto?

-Tenía una joroba, así lo dicen todos quienes lo conocieron. Era una deformidad de guagua, de un accidente que tuvo. Unos dicen que una rama lo botó de un pony, otros que se le resbaló a la niñera. Da lo mismo. Para describirlo, varios escritores, partiendo por Rubén Darío, recurrieron a una fórmula del tipo «un alma de artista en un cuerpo contrahecho». Lo interesante es que esa condición al parecer no melló para nada su personalidad, muy por el contrario.

-Aparte de las condolencias escritas, que abundan, ¿cómo vive el duelo el presidente Balmaceda?

-Fue un momento muy duro para él, como cabe imaginar, aunque desde luego estaba avisado de que su hijo mayor tendría una vida corta. Hay una carta suya bien interesante, donde le cuenta a su hermano cómo lo golpeó la muerte de Pedro. Aparte de la pena esperable, me llama la atención que ahí describe a su hijo no desde la tristeza paterna, sino desde la admiración personal, destacando su fortaleza interior, la dignidad con que había tratado de vivir por todo lo alto, a pesar de sus limitaciones físicas, sin conformarse con llevar una vida piola entre algodones o dormirse en sus privilegios.

Atípico para la época

-¿Qué te parece, a la distancia, la calidad literaria y artística de Pedro Balmaceda?

-En muchos sentidos fue un adelantado. Por supuesto, no alcanzó a desarrollarse. Murió a los 21 años, pero aun así logró mucho y tenía ojo de lince. A los 16, 17 años ya escribía al mismo tiempo crítica de arte, de teatro y de costumbres, y lo hacía con mucha originalidad, cosa que ningún vejete hacía. En sus crónicas tenía momentos de humor cáustico bien potentes. No tenía pelos en la lengua para enrostrarle al país su mal gusto o su patrioterismo, por ejemplo. Ahora parece normal ser iconoclasta, pero a esas alturas del siglo diecinueve chileno era una cosa muy rara. No por nada nunca firmaba con su nombre, sino que usaba seudónimos o publicaba sus textos de manera anónima. Al mismo tiempo se dejaba llevar por sus fantasías literarias, usando un léxico que está en la raíz misma del modernismo, eso que un crítico español llamó con cierta sorna estúpida el «galicismo mental». Por otro lado, fue una especie de alma de la fiesta cultural, un inspirador de la juventud artística de entonces. La tradición de los salones literarios, que hasta entonces había estado más bien radicada en las casas de mujeres de la alta sociedad, con él agarró vuelo hacia el espacio público, ya fuera con la fundación del Ateneo de Santiago o con sus tertulias en La Moneda.

-¿Cómo es la relación con su madre, Emilia de Toro?

-No hay muchos datos al respecto, pero se puede inferir que su madre era más cariñosa y consentidora que estricta o distante. No recuerdo ahora si fue Rubén Darío o Manuel Rodríguez Mendoza el que contó que ella se aparecía en la pieza de Pedro como a la medianoche, a ponerle fin a la tertulia con los amigos. Se asomaba en la puerta a decir que ya era tarde, que su hijo debía descansar. O sea, interrumpía el carrete no por fregar, sino porque le preocupaba la salud de Pedro. Esa imagen creo que la retrata bien.

-Sorprende lo hábil que Pedro parece haber sido con los idiomas. Aprende inglés, francés, traduce poemas del italiano, comprendía el latín, se interesa por el quechua y el mapudungun. ¿Tuvo interés en la política?

-No de manera especial, que yo sepa, o no más que cualquiera en su caso. O sea, no le interesaban en absoluto los trajines políticos, lo que ahora se llama la «cocina» politiquera, pero estar cerca de los tejemanejes del poder supongo que ponía el asunto sobre la mesa todos los días, aunque fuera por osmosis. Sea como sea, en sus otros intereses a veces puede verse cierta carga política, por ejemplo, en el texto que le dedica a Bernardino Guajardo, el poeta popular, cosa insólita para un joven de la alta sociedad de ese tiempo.

-Describes que en la crisis del 88 él tenía unas crisis de ánimo. Sufre de neurastenia. Se desmaya en el Palacio Cousiño. ¿Cómo se vivía en el petit Santiago este personaje tan excéntrico de la imagen presidencial?

-No creo que haya proyectado una imagen excéntrica, en el sentido de extravagante. Lo que sí podía ocurrir es que todas las miraditas y pelambres de la sociedad conservadora rebotaran contra su personalidad. Los recuerdos de sus contemporáneos lo muestran como un chico muy autosuficiente, que no pedía permiso para ser quien era, porque llegado el caso sabía defenderse muy bien. Al parecer tenía un carácter muy suave, muy delicado, pero en ocasiones demostraba que sabía sacar las garras, sobre todo mediante el sarcasmo. En su último tiempo, la prensa describió sus crisis en un tono más bien preocupado, dando a entender que su salud estaba debilitada. O sea, era un personaje que arrastraba más simpatías que pesadeces.

-¿Su amistad con Rubén Darío le permite a este último entrar en la intimidad de La Moneda?

-Sí, y de hecho hubo un tiempo en que se veían prácticamente a diario en La Moneda. De fines del 86 hasta mediados del 88, fue una especie de luna de miel entre ambos, incluso cuando Darío se fue a Valparaíso. En el primer verano que pasó Darío en Chile, en las vacaciones presidenciales, un día lo invitaron a comer a la casa que tenían en la costa. En su segunda estadía en Santiago, Darío se fue a vivir muy cerca de La Moneda, así que las reuniones se multiplicaron. En esos meses vivía en una pensión a la entrada de Nataniel, donde después estuvo el Cine Continental, el mismo lugar que luego ocupó esa iglesia evangélica que se anuncia con la frase «Pare de sufrir», que es muy chistosa si se considera como si fuera un mensaje al poeta. El propio Pedro escribió en la prensa que Rubén Darío sufría demasiado, como todos los poetas jóvenes.

Padre presidente

-Son interesantes tus disquisiciones acerca de lo peligroso que es ser hijo de presidente en Chile. “Los hijos de Presidentes no brillan en Chile”. ¿Pedro Montt no te parece que salva?

-¿Pedro Montt? ¿El mismo cuyo gobierno será recordado hasta el fin de los tiempos por la matanza de la Escuela Santa María?

-Al pobre Frei Ruiz-Tagle, en un par de líneas, lo dejas como chaleco de mono. ¿Por qué lo señalas como situado en “los bordes de la parodia de su padre”?

-Es un personaje histórico bien inexplicable. ¿Cuál es su pensamiento político? ¿Alguien recuerda algún discurso suyo? Si se lo compara con su padre, que era un animal político de gran calado, no hay manera de encontrarle el asunto a su ser público. Es como si le hubieran planchado el carisma, la pasión, la voluntad, el habla, el carácter, todo. Es una especie de vacío, un tipo sin contornos o con unos mal dibujados.

-Y con Jorge Alessandri, él siempre da la impresión de, como dices, querer escapar de “La Moneda hacia el anonimato”. Pero sus neurastenias, su misantropía, incluso su soledad, ¿no te parecen interesante sicológicamente?

-Por supuesto, sería muy interesante como protagonista de novela. Su situación en el poder parecía muy incómoda, sobre todo por ser hijo de quien era. Por lo mismo, lo que interesa ahí es su vida interior, no tanto su existencia pública.

-¿Pedro Balmaceda pudo realmente haber sido, como sostienes, una excepción a esa regla o es una maldición que en Chile “los hijos de Presidente no despuntan”? ¿Por qué?

-Es una hipótesis. Fue un joven que aspiraba a ciertos ideales inusuales para Chile y para su época, por ejemplo su tendencia a representarse la vida pública desde un punto de vista estético. Eso naturalmente lo llevaba a suponer que el mundo debía ser diferente, que se podía soñar con algo que no fuera la realidad conocida. En eso se parecía a su padre.

-¿Y las hijas? Tati Allende es un caso trágico. Carmen Frei parece bien humana en su esfuerzo por desentrañar la muerte de su padre. Mariana Aylwin ha continuado en la política con los pies en la tierra. Isabel Allende parece bien resiliente después del 73. ¿No te parecen más comprensibles e individuales?

-Es posible, pero de todos modos se trata de existencias asordinadas, lo que por lo demás puede ser algo muy admirable. A lo que voy es que la figura presidencial paterna pareciera bloquear el surgimiento de personalidades desbocadas, ya sea en el delirio de grandeza, en la exacerbación de la creatividad o en el compromismo con algún idealismo. A ningún hijo de presidente le ha dado con ser emperador, por ejemplo. O faraón. O Vicente Huidobro. O una divinidad total como Violeta Parra.

-¿Pareciera que no se les viene encima un destino manifiesto como si fuera un piano, parafraseando tus palabras?

-Claro, la cuna presidencial parece que determina un montón de cosas, pero no un destino manifiesto, esa especie de mandato divino de grandeza o gloria. Lo del piano justamente lo decía por los hijos de presidente que han llegado La Moneda, porque siempre queda la impresión de que no pudieron elegir su vocación, sino que el sillón presidencial les ha caído encima como esos peñascos que le caen al Coyote cuando persigue al Correcaminos.

Espejito, espejito

A estas alturas, observando incluso al actual Presidente, no se puede negar que La Moneda es un espejismo peligroso para la familia presidencial.

-Bueno, en el caso del actual presidente, no hablaría de espejismos, sino de espejos. Algo así como el «espejito, espejito» en Blancanieves. Lo malo de los espejos es que a veces se quiebran y traen siete años de mala suerte, o más, quién sabe.

-Al pobre presidente actual no se le perdona nada. Es una presa fácil de lo que, también citado por ti, Edwards Bello llama “los presidentófagos”. ¿A quién se refería con ese término?

-A Balmaceda y a todos. La presidentofagia, en todo caso, es un síntoma, no la enfermedad. Es como en el fútbol, donde la decapitación del entrenador puede significar mil cosas, desde cortar el hilo por lo más delgado hasta extirpar un tumor.

-Pones una lápida sobre Sebastián Piñera: “hace lo improbable por desbarrancar toda dignidad presidencial” y lo juzgas como “una opereta de chascarros personales y calamidades públicas”. ¿Descartas una redención para él?

-No, cómo voy a descartarla. Quién soy yo para decir una cosa semejante. Es más, ojalá se redima, aunque sea por intercesión de Santa Rita de Casia, patrona de los imposibles.

-Es curioso que, para celebrar el bicentenario, Piñera reusara los mismos carruajes balmacedistas frente a los cuales Pedro Balmaceda fue arrollado. ¿Habrá sabido su historia?

-Sepa Moya lo que sabe o no sabe un adicto a la triple adjetivación o a las citas apócrifas del Quijote.

-No hay una palabra sobre otros hijos de Presidente: Sebastián Dávalos o Francisco Frei. Quizás sobran.

-Sobran, sí. Lo que a mí me interesaba era escribir sobre un chico brillante que cambió sin proponérselo el curso de la cultura latinoamericana. La canallesca puede ser muy interesante como tema literario, pero definitivamente es harina de otro costal.

LEER MÁS