¿Qué interés puede tener para nosotros el proyecto de un elenco de intelectuales europeos que, a mediados de los años cuarenta, intentaron revitalizar la cultura occidental a partir de sus raíces cristianas? ¿Acaso no va el mundo en otra dirección, marcada por fenómenos como la secularización, la desintegración de la familia tradicional y la desconfianza en las instituciones religiosas?

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Esta clase de preguntas podrían surgir con suma facilidad, al menos si consideramos las tendencias políticas e intelectuales que parecían dominar nuestra escena pública durante las últimas décadas. Sin embargo, los tiempos actuales ofrecen un primer motivo para reflexionar sobre la cruzada que se relata en 1943. La crisis del humanismo cristiano, del Alan Jacobs.

Hoy sabemos que el camino seguido luego de la caída del Muro de Berlín no fue tan exitoso ni triunfante como se quiso creer en su minuto. La crisis de la democracia liberal y el auge de los populismos, primero, y las trágicas secuelas del coronavirus alrededor del mundo, después, han puesto de manifiesto los límites del progreso y, más aún, los límites mismos de la condición humana. Hay ahí un primer motivo para volver sobre quienes, en otro momento de incertidumbre global, buscaron reconstruir una civilización en ruinas.

El año 1943 le sirve a Jacobs como momento axial para ilustrar cómo cinco escritores y filósofos encontraron en la amplitud cultural, antropológica e intelectual del cristianismo los cimientos para rehabilitar un mundo que —literalmente— se estaba cayendo a pedazos.

Por un lado, ese año los aliados lograron tomar el timón de la guerra, y por primera vez se asomó en el horizonte una posibilidad real de triunfar sobre el nazismo. Brotaba así una pregunta ineludible en relación con el tipo de civilización que habría de triunfar: ¿los aliados gozaban de una superioridad moral o cultural, o el triunfo se debería simplemente a una preponderancia técnica y militar? Por otro lado, 1943 fue un año enormemente fecundo para los autores que protagonizan esta historia: Simone Weil, T. S. Eliot, W. H. Auden, C. S. Lewis y Jacques Maritain. Mientras sus amigos y familiares luchaban en el frente, estos pensadores dedicaron sus mayores esfuerzos a pensar, escribir, enseñar, publicar, dictar conferencias y conversar acerca de la encrucijada que supondría el orbe de posguerra.

Más o menos conocidos en nuestro medio, más o menos comprometidos con causas específicas, todos ellos quisieron, desde múltiples registros, comprender las causas últimas de una crisis que no era solo política o militar. La inquietud de los protagonistas de esta historia podría resumirse del modo siguiente: la falta de un sentido digno de ese nombre —de un horizonte vital— es lo que en último término había pavimentado el sendero para la llegada de los totalitarismos.

Dicho de otra manera, y por increíble que nos parezca hoy, frente a una modernidad secularizada y desencantada el comunismo y el nazismo representaron una alternativa que, con sus indudables y objetivos defectos, resultaron atractivas en la medida en que parecían proponer algo distinto, algo que las decadentes democracias no eran capaces de ofrecer. A la hora de pensar la reconstrucción del mundo occidental, por tanto, había que tomarse muy en serio este desafío, y esto exigía buscar un norte diferente para fundar el orden político y cultural de posguerra. Dicho horizonte, para ellos, era inseparable de cierto humanismo cristiano.

Con todo, el carácter específico de esta tarea espiritual e intelectual toma ribetes distintos para cada protagonista. A pesar de que todos suscriben de una u otra manera a la etiqueta de “cristianos”, cada uno lo hará a su modo. Maritain fue un tomista con estrechos vínculos políticos y académicos, incluido el Vaticano; Lewis y Eliot fueron activos participantes del mundo cultural y religioso británico; Weil encarnó una vivencia íntima y radical del cristianismo que la llevó a vivir de primera mano las experiencias de los más desfavorecidos de la sociedad; y Auden representó, por último, una búsqueda incansable, heterodoxa y vanguardista de la trascendencia, tanto del hombre como de la palabra.

La tesis que desarrolla Alan Jacobs, profesor de humanidades en la Universidad de Baylor y autor de una docena de libros —incluida una biografía de C. S. Lewis y una introducción a The Book of the Common Prayer—, es que el proyecto de volver sobre las raíces cristianas impulsado por estos autores fracasó frente a una visión más utilitaria y pragmática del hombre. A pesar de estar abierta la alternativa del humanismo cristiano, la opción dominante habría sido otra. Sin embargo, se trataría de una derrota pasajera, pues las ideas aparentemente triunfantes no eran sustentables en el tiempo, y los fundamentos de la civilización no se habrían renovado durante la segunda mitad del siglo XX.

Por tanto, las crisis que vemos actualmente —una democracia puesta en duda, individuos desconectados de sus semejantes, familias desintegradas y una vida común marcada por la ausencia de un horizonte compartido— sería en gran parte consecuencia del camino cultural por el que se optó en el mundo de posguerra. De ahí la importancia de volver a revisar, en nuestros turbulentos días, las otras opciones disponibles.

La crisis y la tarea educativa

Tanto para Jacobs como para los autores que él examina, la amenaza de los años cuarenta provenía de una concepción desvirtuada del hombre: una visión desde luego promovida por los totalitarismos nazi y soviético, pero que después fue acompañada por un horizonte político estrecho, un momentáneo triunfo militar, y un excesivo entusiasmo por la tecnología y la técnica que embriagó a millones de personas. La técnica, desde esta perspectiva, es un instrumento que rápidamente puede tomar el control de lo humano, desvirtuándolo y poniéndolo a su servicio —el hombre al servicio de la técnica, y no al revés, como debería ser—. En ese lugar estaríamos hoy, y la modernidad no tendría herramientas conceptuales suficientes como para hacerle frente.

Una de las tesis que trabaja Jacobs es que mientras Occidente no vuelva a una definición cristiana del mundo (la cual puede observarse desde distintos lugares, como muestra el abanico de intelectuales a los que echa mano), no podremos revertir nuestra crítica situación.

En este contexto, conviene subrayar la relativa diversidad de perfiles en quienes se centra Jacobs. Filósofos, críticos literarios y poetas, estos cinco autores no conformaron un grupo homogéneo o cerrado. De hecho, no todos se cruzaron mientras vivieron ni entablaron necesariamente un diálogo oral o epistolar. Ahora bien, eso no es un impedimento para que Jacobs encuentre en esta constelación un diagnóstico común y una pulsión transversal. El diagnóstico: que estaban en una época de “crisis del hombre”.

La guerra, por supuesto, era la manifestación más aguda de esa crisis, pero sus causas podían remontarse en último término a la ausencia de un fin trascendente más o menos compartido. Había, con todo, una razón más sugerente e identificable: un modo de comprender la educación que había influido decisivamente en, al menos, el último siglo, y que comprendía al ser humano fundamentalmente como parte de un aparato productivo; de una máquina o un engranaje donde la tecnología usaba al ser humano para su propio provecho.

La pulsión común de este elenco, por su parte, reside en una definición ya señalada, y que podría resumirse así: la reconstrucción que quizá sacaría a Occidente de su crisis “solo puede resolverse mediante la restauración de la comprensión específicamente cristiana del ser humano como tal”.

Ambos temas, el diagnóstico y la pulsión referidos, se entrecruzan. En efecto, una de las preocupaciones centrales de estos intelectuales es el modo en que Occidente —abarcando, con ello, a Europa y a los Estados Unidos— estaban educando a sus niños y jóvenes. En este escenario, las artes y las humanidades habían perdido su preponderancia frente a una educación fundamentalmente pragmática, orientada a dar herramientas funcionales para desenvolverse en un mundo tecnificado. De ahí que la mayoría de estos referentes —especialmente Lewis y Maritain— reflexionen explícitamente acerca de la necesidad de volver a integrar las instituciones educativas a un proyecto vital de alcance mayor. Sin embargo, ellos eran concientes de las limitaciones de esa apuesta. Una civilización donde toda institución tradicional está en crisis (la familia, la Iglesia, etc.) tiende a poner sus esperanzas en la educación formal. En palabras de Jacobs:

“En una sociedad que funciona adecuadamente, esas otras instituciones (familia, Iglesia, política ampliamente concebida) juegan un papel en la formación de personas para el servicio a la comunidad y para su propio florecimiento interior. Pero esas instituciones habían sido gravemente dañadas por esas fuerzas anárquicas y despóticas que él [Maritain] ve como enemigos de la verdadera condición de persona”.

Naturalmente, cargar de expectativas a un proceso que debe complementar a dichas instituciones solo agrava el problema. Por ende, la solución no radica, o no se reduce, a una educación formal, sino que exige toda una comprensión de lo humano y de sus instituciones que logre encarnarse en prácticas, vínculos e instituciones; a fin de cuentas, en un desafío de muy largo aliento. Por lo mismo, los adversarios —los “enemigos filosóficos”— de los protagonistas de esta historia son varios. Entre otros, destacan el pragmatismo, representado por el influyente John Dewey, y el positivismo, que domina entre muchos profesores y que solo permite valorar el conocimiento exacto y científicamente comprobado. Esto se explica como sigue. Para Jacobs, el triunfo de la técnica —para ganar la guerra, por un lado, pero también como objetivo básico de la vida cotidiana y de todo proceso educativo profesionalizante— conlleva necesariamente la amenaza de la deshumanización (precisamente sobre este punto es que Simone Weil desarrolla su reflexión acerca de la “fuerza”).

Y si estos autores apuntaban a estos riesgos a mediados de siglo, cuánto más actual se vuelve la preocupación ya recorrido un tranco del siglo XXI. Después de todo, la tecnología es omnipresente en nuestro mundo digitalizado, donde casi todo es online. El riesgo, sin embargo, no se vence recluyéndose en los bosques o sacando la tecnología de nuestras vidas, sino con un tipo de entrenamiento muy particular en la humanidad, que ayude a comprender y orientarse en el mundo. De ahí la importancia que tienen el arte y la literatura en el ensayo de Jacobs. No es fortuito que dos de sus figuras centrales sean poetas, y otro novelista, además de ensayista.

Como puede verse, el tipo de educación que postulan estos intelectuales representa un contrapunto con la tecnocracia que abunda en la universidad contemporánea. No se puede formar para la industria, para producir, para ser funcional al sistema: todo eso es importante, pero debe haber una formación que se oriente ante todo a una mejor comprensión del mundo que nos rodea. Se replicará, probablemente, que esta formación es de un elitismo que no tiene en cuenta la realidad de las instituciones educativas contemporáneas, con tasas de matrículas mucho más masivas que las de hace un siglo, y con procesos de formación cada vez más estandarizados para hacer frente a los desafíos que impone la globalización.

Pero el proyecto de Jacobs, apoyado en estos intelectuales, es justamente uno que puede ser útil para todo ciudadano responsable con su entorno. Es una educación capaz de mostrar, por un lado, la complejidad de la vida humana, así como una educación en la responsible freedom, lo que implica educar el criterio y la capacidad de distinguir entre alternativas de vida en todo orden de cosas. Este tipo de visión no solo es relevante para un alto ejecutivo de una empresa o para un académico, sino para cualquier ciudadano que interactúa con sus semejantes, que forma su familia, que trabaja en una empresa; en fin, para quien vive junto a otros. Y todo esto supone ciertos énfasis, a la vez que excluye otros. Veamos.

Humanismo y literatura

Si el libro que aquí presentamos se detiene tanto en la educación no es tanto por una preocupación específica sobre esta materia tal como suele entenderse hoy, sino por la inquietud del autor y de los autores revisados acerca del rumbo que ha seguido nuestra cultura. En ese sentido, el problema fundamental de la educación actual para Alan Jacobs puede resumirse así: por el triunfo de la tecnocracia y su instalación en todos los campus universitarios (y en los gobiernos), se vuelve cada vez más estrecho el espacio para aquellas realidades cuyo conocimiento exige otros enfoques. Es decir, desde el arte hasta la dimensión sobrenatural de la existencia humana, pasando por el examen de la propia vida. Jacobs recurre a Lewis para mostrar por qué en tiempos de crisis resulta indispensable mirar hacia atrás:

“Necesitamos un conocimiento íntimo del pasado. No es porque el pasado tenga ninguna magia, sino porque no podemos estudiar el futuro y, sin embargo, necesitamos algo para comparar con el presente, para recordarnos que las suposiciones básicas han sido bastante diferentes en diferentes períodos y que mucho de lo que parece certero a los incultos es mera moda pasajera”.

Desde luego, estos énfasis (o su falta) repercutirán de modo decisivo en el modo de concebir el desafío educativo y cultural entendido en un amplio sentido, es decir, como un proceso orientado ante todo a la transmisión de una cierta visión de mundo. Llegados a este punto, Jacobs rescata la fórmula de Maritain de un “humanismo integral”: uno que reconoce el vínculo del hombre con una realidad superior a él, y que se diferencia de la autosuficiencia que caracterizaría a la posmodernidad. Para promover tal humanismo, Jacobs también reivindica, en línea con la tradición humanista moderna, la importancia del estudio de la literatura, que en este texto ocupa un lugar preponderante.

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