“Algunos aspiraban a la revolución y otros a la inmovilidad absoluta. Unos concebían un futuro perfectamente utópico; otros, un pasado embellecido, enteramente mítico”.

Jorge Edwards

Estoy de paso, pero la verdad es que nunca he salido de Chile. Viajo con una joroba pesada, con Chile a cuestas. Soy otro de los viajeros inmóviles de la vida literaria y de la vida misma. Lo tomo con gracia y como un destino. Es decir, acepto mi destino (por eso acepto lo que me dan / como quien vislumbra un jardín / donde los otros están). Cito de memoria, y supongo que cito mal, un poema de Fernando Pessoa, el portugués.

Llego y me encuentro con una protesta en las calles de Santiago. Desde mi ventana observo a un grupo juvenil que marcha con gritos escandidos, con puños en alto, con una que otra bandera. Son veinte o treinta, pero invaden la calle y alteran el aire de la mañana, hasta este momento apacible. Me pregunto si se convertirán en paisaje, en telón de fondo. Es probable que el país pueda asimilar el fenómeno, pero, ¿qué pasa entonces con ellos? Marchan a pie firme y algunos llevan gorros blancos, que les dan una vaga apariencia de musulmanes. También marché en mis buenos tiempos, y ya no recuerdo si lancé gritos. Soy sensible a la canción romántica o moderna, al jazz y al rock, pero los gritos, en las marchas políticas o en las llegadas del hipódromo, me molestan bastante. Lo reconozco y no creo en absoluto que sea una virtud mía.

Prefiero siempre la literatura, pero entro a veces, sin darme cuenta, casi, en procesos de reflexión política. Me preguntan a menudo, aquí y en otras partes, por las razones de la actual conflictividad chilena. ¿Cómo es posible que un país se desarrolle, que sea un caso ejemplar de estabilidad democrática, que sus cifras sean mejores que las del promedio de América Latina en casi todo, y que sus desaprensivos ciudadanos protesten como energúmenos? No tengo una respuesta concreta y completa, pero podría insinuar o esbozar algunos comienzos de respuesta.

En el Chile de mi época llegó a producirse una guerra civil larvada, no declarada, que nunca llegó a los campos de batalla, como las guerras civiles de nuestro siglo XIX, pero que se manifestó en la vida social y política de muy diversas maneras. Las razones eran largas, antiguas, profundas, pero a muy poca gente le gustaba mirarlas en la cara. Algunos aspiraban a la revolución y otros a la inmovilidad absoluta. Unos concebían un futuro perfectamente utópico; otros, un pasado embellecido, enteramente mítico. Pensar en un progreso posible era una audacia mayor y recibía los castigos retóricos mayores. Había una izquierda palabrera, exasperada, congestionada, y una derecha muda, que se negaba a dar explicaciones de nada, que hacía orgías intelectuales con agua mineral de Panimávida. Siempre intenté moverme en estos laberintos de una manera razonable y siempre sentí horror frente a los excesos.

Es probable que la guerra civil larvada, la guerra interna de nuestra sociedad, haya terminado, pero no ha sido liquidada en forma satisfactoria. No hemos dado vuelta la página en forma radical, comprometido. Los derrotados no descansan mientras no conviertan su derrota en victoria, y en este aspecto, actuamos todos como si hubiéramos sido derrotados en aquella guerra no declarada.

(la crítica y la autocrítica… ¡Embajador de Piñera!).

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“Estamos llenos de gente virtuosa y razonable: un torrente de talento y calidad que tendemos a invisibilizar por altanería, poca curiosidad o miedo”.

Juan Pablo Schwenke

¿Por qué los resultados de las elecciones de Estados Unidos nos mantuvieron tan expectantes durante todo este último tiempo? Porque acá todos nos jugamos mucho. El liderazgo de Estados Unidos, querámoslo o no, marca la defensa de nuestra sociedad occidental, aquella que, con aciertos y yerros, privilegia la democracia, el mercado y el estado de derecho.

Imperfecta como siempre, la democracia de EE.UU. produjo un resultado: el otoñal Biden triunfó sobre el volcánico Trump (como los caracteriza Baily desde Miami), aunque de manera menos arrolladora de lo que anticipaban muchos.

¿Cómo Trump, acusado de mentiroso, arbitrario y una larga lista de defectos, obtiene aún tanto apoyo? Razones hay muchas. Pero como me dijo hace ya un tiempo un buen amigo en Estados Unidos, Trump, mal o bien, constituye una respuesta emocional para muchos en ese país.

Nosotros tratamos de entender y encontrar símiles con el triunfo del “Apruebo”. ¿Por qué Trump, quien representa ideas conservadoras, obtiene tanto apoyo? ¿Por qué el “Rechazo” —conservador como Trump— terminó arrollado? De nuevo, por una cuestión de relato emocional y simbólico. Resulta muy difícil construir sólo en base al miedo. Los extremos y la violencia son parte del condimento. Existen y se deben denunciar y arrinconar, porque con violencia (de obra y omisión) no se puede armar un buen tramado social. Pero no son la razón principal para sustentar las posiciones de aquellos que quieren persuadir. El temor a la violencia, la incertidumbre, los miedos, son una consideración, pero siempre —o casi— insuficiente para convencer en democracia.

Debemos mirar con optimismo todo lo que ocurre. Más aún quienes tienen alguna posición de privilegio. Todo es para mejor. Así lo hemos demostrado desde las cavernas que habitábamos, cubiertos con un taparrabos, hace no tantos miles de años.Y ese optimismo debe además contagiar. Incluso lo malo —las autarquías, los narcoestados del Caribe, los terroristas y fundamentalistas—, nos sirve para cuidar aquello virtuoso que se ha logrado. Tenemos que lograr que el relato emocional que requerimos converse genuinamente con que la sensatez, el respeto a nuestra historia y el cariño por nuestro futuro, que —casi— siempre nos han caracterizado. Gracias a los pesimistas por recordarnos semana a semana nuestros defectos. Pero más agradecido aún de aquellos que buscan riesgos y proponen para mejorar en los sinuosos caminos de la vida en que nada es cierto, salvo ese golpe final en que todo se acaba.

Nuestra vida en sociedad está colmada de hallazgos que no han sido buscados (Fleming). Estamos llenos de gente virtuosa y razonable. Hay un torrente de talento y calidad que tendemos a invisibilizar por altanería, poca curiosidad o miedo. Existen ríos subterráneos de virtuosos en las letras, en los números, en la música, en los deportes. En Temuco, Vicuña, Valdivia, Punta Arenas y Vitacura. En todos lados. Y para tranquilidad de muchos, hay muy buenos profesores de derecho constitucional. Todos sensatos, prudentes y que no difieren mayormente en su concepción de Constitución (Diálogos Constitucionales, CEP). Sólo queda encontrar los espacios para que la inmensa mayoría virtuosa y trabajadora pueda fluir, tomar aquello que pueda servirnos de las minorías derrotistas, y persuadirlos en un diálogo colaborativo y optimista.

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