“Me habéis discernido el más alto honor que puede alcanzar un ciudadano en una república democrática, honor que es todavía más excelso ante los escasos méritos que justifiquen la extraordinaria benevolencia que para conmigo habéis gastado en esta solemne ocasión.

Aprecio en toda su magnitud la responsabilidad que envuelve esta distinción; la he pesado conscientemente y comprendo que descansa sobre mis hombros, en estos instantes, la suerte entera del liberalismo chileno; pero es tanta, es tan inquebrantable la fe que me inspira la justicia de nuestra causa, que no vacilo, en augurar para ella una victoria cierta y segura: el sentimiento liberal del país no puede ser vencido y no se dejará vencer jamás.

Sin temor de equivocarme, conociendo como conozco el país de un extremo a otro, puedo afirmaros que no emprendemos en estos momentos una lucha, sino que empezamos un paseo triunfal, y oigo que el toque de victoria resuena ya de un extremo a otro de la República.

En mi excursión por el país acabo de sentir las vibraciones del alma nacional, he auscultado sus palpitaciones y sus más nobles anhelos y, aunque modestísimo soldado de una gran causa, me siento irresistible a impulso de las grandes aspiraciones populares.

No puedo leeros un programa, porque no he tenido tiempo para redactarlo, ni mucho menos para meditarlo, pues, lo declaro con sinceridad, esta honrosa designación me ha tornado de sorpresa (...). Ello no obstante, quiero detenerme, aunque sea con brevedad, en algunos puntos esenciales y fundamentales del programa que ha servido de plataforma a esta solemne asamblea.

El país atraviesa por uno de los momentos más difíciles de su historia. Vivimos desde hace años en medio de la anarquía y del desgobierno. Toda clase de angustias y de dificultades obstaculizan la marcha próspera de las actividades en esta patria tan cara a todos nosotros. El país desea, exige un gobierno sólido y fuerte, con rumbos definidos, orientados sobre la base de una política netamente nacional. Sólo aquellas combinaciones de partidos que tienen por bandera una enseña de vastos ideales de bien público, son capaces de satisfacer la noble y generosa aspiración que siente y exige el país en los momentos actuales (...).

Nuestra Constitución del 33, monumento glorioso sobre el cual se ha cimentado la grandeza de la República, fue dictada sobre la base de un centralismo absorbente y absoluto, que era necesario dado el estado social de la época en que aquel código se dictara. Atendida la extensión del territorio, la población poco densa, la escasa difusión de la cultura en aquellos años, ese régimen fue útil, conveniente, necesario para la formación de la República y el afianzamiento de sus instituciones dentro del orden y la paz. Pero los años han pasado, el país ha crecido en todos los órdenes de su actividad, la población ha aumentado, la cultura se ha difundido y por todas partes surge poderoso y enérgico el progreso. El centralismo exagerado del año 33 no es ya posible ni conveniente, es simplemente absurdo. Nuestra Carta Fundamental debe ser reformada al respecto, dando a las provincias personalidad propia para que atiendan a todos sus servicios y necesidades locales y para que intervengan directamente en la elección de las autoridades que deben regirlas. Elección de las autoridades locales directamente por las provincias; facultad para atender las necesidades locales con sus propias actividades e inversión de sus caudales públicos por ellas mismas, son los tres puntos que constituyen la base indestructible y necesaria de una descentralización metódica y razonada que, levantando el nivel intelectual y material de las provincias, redundara en el progreso general de la República.

Asistimos, ciertamente, al nacimiento de un nuevo régimen, y es ciego y sordo quien no quiera verlo y sentirlo. De un extremo a otro del universo surge una exigencia perentoria, reconocida por todos los pensadores y por los más eminentes estadistas, en orden a resolver con criterio de estricta justicia y equidad los derechos que reclama el proletariado en nombre de la solidaridad, del orden y la conveniencia social.

El progreso económico de los pueblos, que es la atención preferente de todo gobierno racionalmente organizado, es la resultante precisa del esfuerzo personal del individuo y del capital que utiliza y remunera ese esfuerzo. En consecuencia, si el proletariado que representa el músculo, el vigor, el esfuerzo inteligente en el inmenso laboratorio económico donde se genera la riqueza de los países, es un factor eficiente y necesario del progreso, debe ser atendido, protegido y amparado. Hay para ello razones morales de justicia y razones materiales de conveniencia (...).

Nadie puede desconocer la eficacia del proletariado como factor económico irreemplazable, y el Estado, representado por el gobierno, debe tener los elementos necesarios para defenderlo, física, moral e intelectualmente.

Debe exigirse para él habitaciones higiénicas, cómodas y baratas que resguarden su salud y que tengan el atractivo necesario para alejarlo de la taberna y para generar en su espíritu los sentimientos de hogar y de familia. Hay que velar por que su trabajo sea remunerado en forma que satisfaga las necesidades mínimas de su vida y las de su familia, no sólo las de su vida física sino las de su perfeccionamiento moral y de su honesta recreación. Hay que protegerlos en los accidentes, en las enfermedades y en la vejez. La sociedad no puede ni debe abandonar a la miseria y al infortunio a quienes entregaron los esfuerzos de su vida entera a su servicio y progreso.

Las mujeres y los niños reclaman también la protección eficaz y constante de los poderes públicos que, cual padres afectuosos y vigilantes, deben defender a tan importante porción de sus vitales energías económicas. Quienes no quieren prestar atención a estos problemas de la vida moderna, movidos por nobles y generosos impulsos del corazón, deben afrontarlos siquiera por las razones, algo más egoístas, pero igualmente evidentes, de conveniencia económica y conservación social (...).

Nuestro régimen tributario, vetusto y caduco, está muy lejos de cumplir el principio justiciero y racional que inspira el precepto positivo de nuestra Constitución. Domina sin contrapeso en nuestro régimen tributario el impuesto indirecto, que representa el 70 por ciento de nuestra rentabilidad fiscal (...). No se cumple así el precepto constitucional de la proporcionalidad entre las cargas públicas y los haberes de cada cual, por cuya razón es urgente modificar nuestro régimen tributario dentro de los principios positivos de la Constitución y de las prescripciones de la justicia social. Sólo el impuesto directo sobre la renta cumple con este requisito; cada ciudadano debe soportar las cargas públicas proporcionalmente a lo que tiene y a lo que persigue. Estas ideas no son nuevas en mí, ni es la primera vez que las sostengo. Como ministro de la Administración del Excmo. Señor Ramón Barros Luco, en 1913, tuve la honra de elevar al Congreso Nacional un proyecto de ley en que el Ejecutivo, por primera vez en Chile, pedía que se estableciera el impuesto a la renta (...).

No quiero, no pido, no acepto persecuciones injustas contra la riqueza y la fortuna, que son y deben ser protegidas y amparadas; pero, razones de elevada justicia, de derecho, de orden y de conservación social, imponen el rechazo del privilegio para los unos en desmedro de los otros y exigen el cumplimiento igualitario en la repartición de las cargas públicas.

La condición legal de la mujer en Chile permanece aún aprisionada en moldes estrechos que la humillan, que la deprimen y que no cuadran con las aspiraciones y exigencias de la civilización moderna. Carece ella de toda iniciativa, de toda libertad y vegeta reducida al capricho de la voluntad soberana del marido en forma injusta e inconveniente.

Todas las legislaciones actuales reconocen, todos los pensadores del siglo reclaman para la mujer la elevada posición de su nivel moral, legal e intelectual, en la forma que corresponde a aquella parte tan noble y respetable de la sociedad que tan alta e importante participación tiene en el desarrollo de la vida moderna.

Nuestra legislación no puede continuar siendo a este respecto una excepción desdorosa en el concierto armónico del mundo civilizado.

Nuestro organismo social entero, nuestro régimen constitucional, requieren en los momentos actuales reformas urgentes y radicales (...). Una serie interminable de problemas apremiantes requieren solución inmediata, impostergable. Necesitamos afrontarlos con valor y decisión sobre la base inconmovible de la justicia y el derecho, que constituyen el cimiento único sobre el cual se construye la grandeza de los pueblos, pero tomando también en cuenta las nuevas circunstancias sociales y las nuevas exigencias del progreso nacional (...).

No quiero trastornos ni violencia; los abomino y anatematizo; los condeno con toda la energía honrada de mi espíritu. Quiero y exijo el respeto de todos los derechos fundamentales garantizados por nuestras instituciones; pero, para mantener el orden y la estabilidad social, es deber ineludible de los gobernantes atender, servir y solucionar todas aquellas necesidades públicas que tienen por base la justicia, que destruyen el privilegio no basado en altas y nobles consideraciones de orden moral.

Yo quiero, antes de terminar, haceros una declaración:

Ha sido costumbre oír a los que han tenido la satisfacción de alcanzar el honor que ahora vosotros me discernís, que “no son una amenaza para nadie”.

Mi lema es otro:

Quiero ser amenaza para los espíritus reaccionarios, para los que resisten toda reforma justa y necesaria: ésos son los propagandistas del desconcierto y del trastorno. Yo quiero ser amenaza para los que se alzan contra los principios de justicia y de derecho; quiero ser amenaza para todos aquellos que permanecen ciegos, sordos y mudos ante las evoluciones del momento histórico presente sin apreciar las exigencias actuales para la grandeza de este país; quiero ser una amenaza para los que no saben amarlo y no son capaces de hacer ningún sacrificio por servirlo.

Seré finalmente, una amenaza para todos aquellos que no comprenden el verdadero amor patrio y que, en vez de predicar soluciones de armonía y de paz, van provocando divisiones y sembrando odios, olvidándose de que el odio es estéril y que solo el amor es fuente de vida, simiente fecunda que hace la prosperidad de los pueblos y la grandeza de las naciones”.

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