I. Antecedentes: violencia y crisis de la autoridad

Los hechos de violencia desencadenados a partir de octubre de 2019 —y que han resurgido después de un año golpeado fuertemente por la pandemia—, han ocasionado un daño objetivo a las instituciones democráticas chilenas. Si bien la destrucción de los bienes nacionales de uso público, los atentados a los medios de transporte, o los incendios de iglesias han marcado un antes y un después en la vida nacional de los últimos treinta años, la aceptación de la violencia como medio de acción política no es un hecho nuevo: viene claramente imponiéndose desde hace varios años en la sociedad chilena. Así, buena parte de nuestros representantes han terminado por doblegarse ante el discurso de la “primera línea”, aceptando algunas formas larvadas de violencia o derechamente justificándola, lo que ha ocasionado que el orden social, especialmente el uso racional de la fuerza, sea visto como pura opresión y dominación ilegítima.

En este contexto, su uso por parte de los agentes del Estado ha sido objeto de un amplio debate. Varios líderes políticos e intelectuales públicos han calificado el actuar de las policías como represivo, incluso algunos han llegado a afirmar que tanto miembros de Carabineros como de las Fuerzas Armadas han violado sistemáticamente los derechos humanos en el ejercicio de sus funciones. En efecto, los excesos de fuerza y aun los delitos que las policías han cometido en nombre de ella, han ocasionado gran conmoción y no poco desprestigio de la autoridad policial.

Crecientemente una parte importante de la sociedad chilena no solo desconfía de la policía y sus facultades de dar eficacia al derecho, sino que también cree lisa y llanamente que la fuerza –es decir, los apremios para reestablecer el orden– es siempre ilegítima. Frente a esto, urge preguntarnos: ¿tiene derecho la autoridad para imponer la fuerza con el objeto de hacer cumplir la ley?, ¿cuáles son los límites del uso de la fuerza en contextos de violencia?, ¿es siempre la fuerza ilegítima?

En la práctica, suele existir una gran confusión respecto de conceptos tales como autoridad, poder, fuerza y violencia. Tal como ha subrayado Hannah Arendt, emplear estas palabras como sinónimos “no sólo indica una cierta sordera a los significados lingüísticos, lo que ya sería suficientemente serio, sino que también ha tenido como consecuencia un tipo de ceguera ante las realidades a las que corresponden”. Si bien este documento no tiene por objeto responder en extenso estas preguntas, ni agotar el debate político y conceptual al respecto, en lo que sigue explicaremos brevemente la relación entre autoridad y uso de la fuerza, con un enfoque especial en el uso que de ella hacen las policías en el ejercicio de sus facultades de dar eficacia al derecho y resguardar el orden público (…).

II. Autoridad y sociedad

a) Necesidad de la autoridad

En la opinión pública, ha ganado adeptos la idea de que el ejercicio de la autoridad política —especialmente el Ejecutivo— es contrario al despliegue de las libertades individuales. Si bien la discusión no es nueva, puesto que preguntas como la relación entre sociedad y autoridad, el alcance de la misma y su denunciada oposición con la libertad, han cruzado la historia de las ideas. En nuestro país, a partir del estallido social, estas fricciones se han dado con especial intensidad, sobre todo en el contexto de las manifestaciones sociales, en las que se han generado hechos de violencia no vistos en los últimos treinta años. Sin ir más lejos, hace algunas semanas fue rechazado el proyecto de ley —presentado por un grupo transversal de parlamentarios—, que buscaba modificar la ley de partidos políticos, con el fin de exigirles renunciar expresamente al uso, propugnación o incitación a la violencia como método de acción política

Si bien se trata de un asunto que desborda los objetivos de este informe —y que para estos efectos, solo mencionaremos con el fin de ilustrar de mejor modo el uso de la fuerza por parte de los órganos estatales—, es importante considerar que quienes abogan por la existencia de una sociedad sin autoridad, no logran sortear exitosamente una serie de problemas prácticos y también conceptuales que inevitablemente se siguen cuando se postula la abolición o desconfianza total respecto de la autoridad política. ¿Cómo resolver las controversias jurídicas si no se reconoce a otro que pueda zanjar las disputas?, ¿cómo sería posible circular con seguridad por las calles si nadie dispone las reglas que permitan el tránsito?, ¿sería siquiera pensable una sociedad equitativa si no existe una entidad que establezca ciertos deberes y derechos? Los ejemplos podrían multiplicarse.

Por estas y otras dificultades, históricamente, desde distintas tradiciones de pensamiento, se ha considerado razonable la postura de quienes señalan que sin autoridad no es posible la existencia de la sociedad. Esta necesidad ya fue constatada por Aristóteles, quien explicaba que, en toda realidad compleja como una sociedad política, debe existir un elemento capaz de asegurar la unidad y cohesión. En un análisis contemporáneo, para John Finnis no cabe duda que la existencia de una autoridad se justifica sobradamente en un grupo donde es necesario compatibilizar diversos y contrapuestos intereses, ya sea en el plano social, en la seguridad nacional, en el desarrollo económico, entre otros. En efecto, la justicia en las relaciones de personas particulares se tornaría inviable o ilusoria si faltara la autoridad política.

Finnis conceptualiza la autoridad política como un ente coordinador, cuya existencia es imprescindible para avanzar en la promoción del bien social. Para este filósofo político, la autoridad es la encargada de la coordinación de los miembros de una comunidad que, enfrentada a diversas soluciones disponibles para un problema —todas ellas igualmente razonables y apropiadas en muchos casos— adopta una solución con exclusión de las otras.

Así, la autoridad política aparece como una razón excluyente de distintas opciones válidas, que, en virtud de ese acto, transforma a la opción elegida en una auténtica solución. La única alternativa imaginable para realmente prescindir de la autoridad sería poder elegir por unanimidad, entre fórmulas alternativas que conduzcan al bien del grupo respectivo. Pero si esto es sumamente difícil de imaginar a nivel familiar o de pequeños grupos de la sociedad civil, en las comunidades políticas –en el país,– se torna, de hecho, imposible.

b) Fuerza y coacción

A partir de lo anterior, podemos concluir que lo esencial de la autoridad es su “aspecto intelectual”, es decir, su fuerza directiva respecto de los miembros de una comunidad, la capacidad de articular y dirigir. Como explica Arendt, “su característica es el indiscutible reconocimiento por aquellos a quienes se les pide obedecer; [en virtud del cual] no precisa ni de la coacción ni de la persuasión”. Los miembros de una sociedad en particular, en efecto, acatan los actos de la autoridad, ya sean leyes, decretos, sentencias judiciales, etc., por lo razonable que encierran y la conveniencia para la vida en común.

En consecuencia, si bien la fuerza coactiva o compulsiva es importante, esta es solo una parte instrumental de ella. Por ello, en el contexto de la autoridad social, el uso de la fuerza es siempre excepcional. Se trata del último recurso ante la amenaza de una situación ilegítima que sea apreciada ex ante por parte del agente que está llamado a ejercerla e investido de la autoridad. En el caso del Estado, el uso de esta coacción se denomina generalmente “fuerza pública” y se relaciona con la expresión material del poder coactivo que este ejerce a través de las policías, principalmente Carabineros, siendo su finalidad dar eficacia al derecho y garantizar el orden público y la seguridad pública interior.

En la práctica, sin embargo, a pesar de los protocolos existentes sobre el uso adecuado y racional de la fuerza, existe debate sobre algunos puntos, entre los más importantes: i) los supuestos de hecho que permiten que la autoridad policial actúe legítimamente usando la fuerza pública; ii) los medios utilizados para ejercerla y repeler la violencia ilegítima. Por ejemplo, el empleo disuasivo de fumígenos, armas letales, gases lacrimógenos, entre otros, en contextos de movilizaciones sociales, ha sido ampliamente debatido. En la práctica, a partir de lo anterior, se ha generado una gran confusión, sobre todo porque se han verificado excesos que han llevado a algunos a afirmar que Carabineros, en el ejercicio de sus funciones, no solo ha restringido las libertades básicas, sino que ha violado los derechos humanos. No ha sido aislado que algunas personas, en el contexto de manifestaciones, hayan perdido un ojo producto de un balín, u otras que hayan perdido la vida producto de enfrentamientos en alteraciones del orden público.

III. Conclusiones: uso inteligente de la fuerza

En primer lugar, si bien los ciudadanos particulares pueden hacer uso de la fuerza en algunas circunstancias —por ejemplo, cuando se cumplen los requisitos de la legítima defensa—, es claro que, en una democracia como la nuestra, no existe la autotutela: el Estado posee el monopolio de la fuerza y puede hacer uso de ella en circunstancias excepcionales, sobre todo cuando sea necesario resguardar las libertades civiles, los derechos humanos de las personas y el orden público.

Si bien, como hemos visto, es complejo delimitar sus límites, deslegitimar su uso producto de los excesos y aun los delitos que puedan haber cometidos las policías, no ayudan a una convivencia pacífica, donde todos los grupos sociales puedan expresarse. Por ejemplo, lugares comunes como “el uso de la fuerza contra la protesta social” o la “criminalización de la protesta” no ayudan a entender el contexto real en el que se desenvuelve la violencia ilegítima, ni menos la fuerza estatal como una forma de limitarla para proteger a la ciudadanía cuando están en peligro sus vidas o los bienes tanto públicos como privados que hacen posible la vida en sociedad. Las manifestaciones y demandas sociales son legítimas, pero muchas veces estas se combinan, en la práctica –accidental o incidentalmente–, con diversas formas de violencia que es necesario erradicar de nuestra democracia. De ahí que —a propósito de delitos cometidos por funcionarios policiales, o de atentados graves a los derechos humanos injustificables— sea particularmente grave deslegitimar el uso de la fuerza por parte de los agentes estatales. Es necesario, más bien, compatibilizar las herramientas de seguridad con el respeto hacia las libertades públicas y los derechos humanos. Es decir, no será posible que el uso de la fuerza sea ejercido con criterios racionales, sin que antes, como sociedad, no veamos en ella una expresión del ejercicio legítimo de la autoridad.

En segundo lugar, para que la fuerza sea usada de modo racional, debe ejercerse conforme al principio de legalidad, necesidad y proporcionalidad. (…) No es justo ni razonable que la autoridad, frente a una situación excepcional y respecto de la cual posee otra alternativa, realice una acción jurídicamente prohibida, que resulte más gravosa en la defensa de los bienes afectados.

Es importante tener presente que lo que el derecho delega a un policía es evitar la infracción de normas, no la de sancionar un hecho ilícito ya ejecutado, porque esta facultad compete exclusivamente a los tribunales de justicia y no es susceptible de delegación. Así, si bien podemos realizar un juicio político de los excesos en el uso de la fuerza por parte de los órganos estatales, siempre debemos tener a la vista que solo la judicatura puede determinar los grados de participación y culpabilidad en los hechos punibles en los que se han visto involucrados Carabineros y los miembros de las Fuerzas Armadas.

En tercer lugar, asumiendo que la realidad social es extremadamente compleja, sobre todo en circunstancias tan extraordinarias como las que vivimos desde octubre de 2019, no siempre es fácil para los agentes estatales tomar decisiones sobre el grado de fuerza que deben usar las policías para proteger el orden público. Por ejemplo, será desproporcionado usar un medio letal para proteger el derecho a la honra, o repeler a un grafitero con una bomba lacrimógena. Sin embargo, existen casos límites que pueden ser muy difíciles de juzgar. Valorar el uso de la fuerza en situaciones particularmente límites es extremadamente complejo, sobre todo si no se tienen a la vista todos los elementos fácticos que concurren, como a veces ocurre con las policías. Así, parece ser desproporcionado usar la fuerza letal para proteger el derecho a la propiedad, pero dependiendo de los contextos, puede ocurrir que también estén comprometidos una serie de otros derechos, como la vida de las personas que guarnecen una casa, o bien el suministro de bienes públicos producto de la lesión de derechos de propiedad, como la electricidad. Por ejemplo, un incendio o destrucción de una estación de Metro puede causar un gran daño gigante a la población, que no tendrá cómo movilizarse durante un largo tiempo, o incluso con peligro de perder sus trabajos y generar enormes problemas para las familias. En consecuencia, durante los últimos meses, las policías han ejercido la fuerza en situaciones de extrema violencia ilegítima, lo que claramente no justifica los excesos, pero los enmarca en un contexto de manifestaciones legítimas, por un lado, pero también de ejercicio de la violencia injusta, donde han existido víctimas civiles y uniformadas, que algunos sectores de la sociedad lamentablemente pasan por alto.

En cuarto lugar, en nuestro juicio, los mayores problemas respecto al uso de la fuerza se producen en dos niveles: en un plano subjetivo, esto es, en el de la apreciación de los hechos por parte de las policías, y en un plano objetivo, que se relaciona con que actualmente el uso la fuerza está regulado a nivel administrativo, a través de protocolos internos y decretos internos, pero no a través de la ley, que supone una deliberación en el Congreso Nacional18. En relación al plano subjetivo, si bien las intervenciones policiales se realizan en base a agresiones reales a bienes públicos, o la puesta en peligro de bienes básicos que afectan incluso la vida de los ciudadanos, el funcionario o agente policial debe realizar un examen cuidadoso de la situación, examen que no siempre se ha efectuado de manera adecuada, ejerciendo la fuerza de manera irracional o desproporcionada respecto de los bienes afectados, incluso cometiendo delitos. En muchos casos, es muy posible que los funcionarios policiales hayan realizado una ponderación equivocada, producto de un error grave y hasta culpable, que transforma esta gestión en antijurídica y que pueda explicarse por defectos graves en la estructura de formación de Carabineros.

En síntesis, el uso de la fuerza por parte de los agentes del Estado es indispensable para resguardar el Estado de Derecho. La condena abstracta a la violencia que muchos sectores políticos han realizado, va de la mano con la legitimación del uso racional de la fuerza. Esta ha sido la práctica mayoritaria de las democracias modernas. Sin embargo, el uso de la fuerza requiere una gran prudencia por parte de aquellos que están llamados a hacer cumplir la ley, sobre todo de las policías (Carabineros). Buena parte de la deslegitimación de la fuerza se explica precisamente por la dificultad que han tenido las policías para distinguir los motivos del uso de la fuerza en contextos difíciles. Teniendo el Estado el monopolio de ella, es razonable que podamos exigir a las policías, estándares más altos de cumplimiento del deber. Una reforma institucional a las policías, que marque nuevos lineamientos en cuanto a una adecuada formación en derechos humanos, puede ser el primer paso para la legitimación de la autoridad en la sociedad chilena.

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