“La propuesta de Mulet y González no sólo hace caso omiso de la historia; también es un sabotaje directo al proceso constituyente”.

Luis Cordero Vega

Tras guerra civil de 1891 y el termino de la administración de Balmaceda, nuestro país dio paso a varias décadas de inestabilidad en las cuales el Congreso, dominado por la oligarquía, implementó las denominadas prácticas parlamentarias, que hicieron difícil gestionar profesionalmente el Estado. La Constitución de 1925 trató de buscar una solución, fortaleciendo al Ejecutivo y dotando al Congreso de un espacio deliberativo. Sin embargo, aprobada esta por plebiscito, Alessandri debió abandonar el país. Nuevamente volvíamos a años de desequilibrio que recién pudimos normalizar en 1932, un período que duró hasta el golpe de Estado de septiembre de 1973.

Tras el retorno a la democracia en 1990, existió cierto consenso que esas experiencias habían sido fruto del caudillismo, y que habían provocado la muerte de inocentes y el atropello a las reglas elementales de la convivencia política. La idea que si un Presidente y un Congreso han sido electos para un período estos deben terminar sus mandatos fue una enseñanza dolorosa de aquellos tiempos.

Cuando se firmó el acuerdo para una nueva Constitución en noviembre de 2019, y se aprobó la reforma constitucional que la viabilizaba, nuestra clase política entendía —por primera vez— que las crisis de la democracia se resolvían con más democracia. La participación y los resultados del plebiscito de octubre recién pasado confirmaron aquel itinerario: la nueva Constitución la redactará una convención paritaria, electa por votación popular y sin representantes del Congreso, los actuales incumbentes del sistema.

Eso ha generado una importante movilización de personas que genuinamente desean participar del proceso. Aún con la pandemia que ha alterado nuestras vidas, miles de ellas se han reunido virtualmente para conversar sobre el país en el que desean vivir y el modo en que pueden ser protagonistas.

Por eso la moción encabezada por los diputados Jaime Mulet y Rodrigo González, que busca adelantar las elecciones presidenciales y parlamentarias para abril de 2021, la misma fecha de la elección de los convencionales, es una muestra de ese caudillismo del siglo veinte. Porque la iniciativa, bajo el aparente interés de relegitimar el sistema político, pasa por alto todo el proceso institucional y los resultados del plebiscito que precisamente apuntan a ese fin. La propuesta de los diputados no sólo hace caso omiso de la historia; también es un sabotaje directo al proceso constituyente.

Mulet y González, quien estuvieron un rol activo en la política de los noventa, actúan como los personajes de Hitchcock. Con su moción estrangulan con una soga el cuello de la democracia, por el simple deseo de aparentar una cierta superioridad moral, pero lo que demuestran con ello es que no entienden —ni tampoco les importan— las lecciones del pasado ni los resultados de las urnas.

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M. Alejandra Energici Fac. de Psicología UAH, investigadora “El cuerpo en lo social”

En el contexto del Día de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, es importante considerar aquellas violencias que parecen inocuas, pero que tienen efectos cotidianos y profundos. Muchas mujeres nos encontramos o nos hemos encontrado feas. Asunto aparentemente pueril que, sin embargo, deviene relaciones violentas.

La explicación más común es que el mundo de la moda y la publicidad nos imponen un modelo de cuerpo inalcanzable. Sin embargo, a propósito de mi investigación puse en Twitter “En las entrevistas que estoy analizando una mujer dice que le cuesta aceptar su cuerpo porque desde chica aprendió a esconderlo para evitar el acoso”. Para mi sorpresa, muchas mujeres me respondieron para contarme sus historias de cómo aprendieron a disimular partes de sus cuerpos para evitar el hostigamiento o el abuso. Características generalmente consideradas deseables, por ejemplo tener un busto grande y voluminoso, se viven con vergüenza y se esconden en ropa de tallas grandes. Aprendemos a que no nos gusten, o que odiemos, aquellas partes de nuestros cuerpos que nos ponen en riesgo frente a distintas formas de violencia de género.

Algunos autores han llamado a esta interiorización del peligro el “mito de la violación”, para señalar aquellas cosas que las mujeres evitamos para no ser violadas. No es que calculemos activamente nuestras probabilidades de ser agredidas sexualmente cuando elegimos nuestra ropa; se trata de una elección inconsciente o tan automática como coordinar nuestros pies para caminar. No usar vestidos cortos se convierte en una medida de seguridad. Algunas me respondieron que incluso se afeaban deliberadamente para no ser acosadas o abusadas.

Así, la frase “No se ponga esa falda que le puede pasar algo” tiene un efecto adicional a culpar a las propias mujeres de la violencia que recibimos. ¿Cómo se puede querer aquello que nos pone en una posición de inseguridad? ¿Por qué deberíamos destacar aquellas partes de nuestros cuerpos que nos hacen vulnerables? La violencia de género muchas veces no llega a una violación, pero sí es una cuestión cotidiana, pequeña y sutil, y siempre sistemática. En definitiva, la tarea de las mujeres de aprender a querer nuestros cuerpos se adeuda de una historia en que la hemos aprendido que nuestra corporalidad es la fuente de la violencia de las que somos víctimas.

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“En una república democrática los principales llamados a concluir y determinar las directrices de la vida pública son los representantes políticos”.

Claudio Alvarado R. Instituto de Estudios de la Sociedad (IES)

El requerimiento del Presidente con motivo del “10%” ha vuelto a poner sobre la mesa los cuestionamientos al Tribunal Constitucional (TC). Si se quiere, esta coyuntura anticipa las disputas y objeciones que observaremos durante el proceso constituyente. Conviene, entonces, detenerse en ellas.

Desde luego, algunas son caricaturas sin mayor fundamento. Por ejemplo, que este organismo sería un simple legado de la dictadura. Aquí se olvida el origen de esta entidad, creada bajo la presidencia Frei Montalva; que gracias a un fallo del TC tuvimos un plebiscito digno de ese nombre en 1988; y las significativas modificaciones que él ha sufrido. Su configuración actual deriva básicamente de las reformas de Lagos.

Pero hay otras críticas más serias e importantes, como aquellas que apuntan al nombramiento de sus ministros. La clase política ha sido muy imprudente al designar asesores presidenciales en ejercicio, personas denunciadas por plagio y operadores sin las debidas credenciales. Urge un diseño que favorezca otras lógicas. Faltan instancias públicas —basta pensar en el escrutinio que reciben los supremos norteamericanos—; y faltan más contrapesos e interacción entre los poderes del Estado involucrados (actualmente cada uno nombra por su cuenta).

Por otro lado, el cuestionamiento más difundido reside en la denominada objeción democrática. Si el TC hoy genera resistencia es ante todo porque ha sido descalificado como “tercera cámara”. ¿Qué legitimidad tiene un pseudo legislador negativo no electo, preguntan sus detractores? Sin embargo, esta crítica olvida que la democracia contemporánea persigue diversos propósitos. Naturalmente ella busca la participación y la expresión de las mayorías legislativas, pero también limitar al poder político, incluido el legislador. Si Alemania, Estados Unidos y muchos otros países cuentan con algún tipo de justicia constitucional no es por azar.

Con todo, la crítica tiene un punto, más allá de las exageraciones retóricas. En efecto, en una república democrática los principales llamados a concluir y determinar las directrices de la vida pública son los representantes políticos. Tiene sentido, entonces, acotar el papel del TC (por ejemplo, terminando con el control preventivo obligatorio de ciertas leyes). Pero nótese: esta no es la única amenaza para las atribuciones de los representantes electos. Es el Poder Judicial en general el que viene invadiendo la esfera política y adoptando decisiones que no le competen. La tendencia se ve favorecida por catálogos de derechos demasiado generosos o equívocos —son la excusa perfecta para el juez activista—, y por la intromisión expansiva de los tribunales o instrumentos internacionales.

Callar estos riesgos sí que sería tramposo.

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