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PROLOGO.

La década iniciada en 1960 quedaría inscrita en la historia de Chile como un periodo de dimensiones escatológicas; preludio de un clímax que terminará de socavar las bases materiales del orden tradicional, destruyendo de paso el sistema democrático. Las condiciones políticas externas e internas habían llegado en dicha circunstancia a un engranaje perfecto, haciendo que tensiones acumuladas durante siglos fueran finalmente anudadas en torno a un eje central: la disputa por la propiedad de la tierra. El latifundio, columna vertebral de la sociedad oligárquica, tenía ya los días contados y la reforma agraria solo vino a activar un conflicto decisivo, desde el cual la lógica de la expropiación comenzaría a diseminarse en todas direcciones.

A partir de ese hito, la fractura que recorre Chile ya no es solo político-ideológica sino también cultural; el choque entre modernización y orden tradicional va a convertir al país en un verdadero laboratorio, donde modelos excluyentes de sociedad se suceden uno tras otro, profundizando la división y el quiebre identitario.

A comienzos de los sesenta todas las piezas están ya en su lugar: el mundo bipolar y la Revolución cubana, el frenesí ideológico y la tensión política, la debilidad institucional y la legitimación de la violencia. De algún modo, la sociedad chilena se ha transformado en un campo de batalla, donde los bandos en pugna no se conciben a sí mismos sin la derrota total y definitiva del adversario.

El estado de compromiso, ese singular esfuerzo gestado desde los años treinta, y que tiene como norte desarrollar al país a través del fomento productivo y la sustitución de importaciones, ha terminado de debilitarse. En su reemplazo, la «revolución en libertad», la «vía chilena al socialismo» y la «dictadura neoliberal» vendrán a configurar las etapas progresivas de una crisis sin precedentes, cuyo rasgo principal es la imposibilidad de pensar al país al margen de un imperativo de exclusión: del latifundio, en primer término, de la burguesía, después, y del marxismo, finalmente. Proyectos políticos donde en esencia ya no pueden caber todos, y en los que se impone la necesidad de refundar la nación a partir de un antagonismo constituyente.

Chile se descubre entonces como una unidad en vías de disolución, donde cada sector político intenta reconstituir el ethos colectivo desde una premisa que hace inviable la coexistencia. La necesidad de negar al otro se presenta y se manifiesta, principalmente, como un deseo de abolición: de la tierra ancestral (Frei), de la propiedad monopólica (Allende) y de las condiciones políticas que incentivan el enfrentamiento de clases (Pinochet).

Consumada la fractura, consagrado a sangre y fuego el «estado de excepción» permanente, la dictadura viene a operar una inédita institucionalización del trauma, elevándolo a rango constitucional. Las fuerzas de izquierda, aquellas que según el nuevo texto en gestación «propugnan la violencia y la lucha de clases», quedarán fuera de la ley, consagradas como un enemigo interno que explica la necesidad de una «democracia protegida», y donde las FF.AA. pasan a ser la última reserva del orden establecido.

Durante la década de los ochenta el abismo se profundiza: la crisis económica hace posible que la oposición se despliegue en un torrente de protestas y movilización social.

Un esfuerzo titánico de organización política que a la larga resultaría frustrado: al cabo de unos años, las fuerzas opositoras deben resignarse a que no será posible derrocar a la dictadura; solo habrá transición a la democracia en los marcos del cronograma institucional del régimen militar. La derrota de Pinochet en el plebiscito de 1988 abre después el camino a un nuevo equilibrio, un empate permanente construido sobre compromisos negociados con frío realismo y no poca resignación. Se inicia entonces la transición pactada, hecha a la medida de una institucionalidad impuesta en dictadura, según sus reglas y sus tiempos.

Senadores designados, sistema binominal, inamovilidad de los comandantes en jefe y Pinochet acuartelado por ocho años más en la dirección del ejército, son parte del duro precio que la centroizquierda debe pagar por su fracaso estratégico, una derrota histórica sublimada por una sucesión de triunfos electorales y una larga permanencia en el gobierno.

Con todo, a partir de 1990 el país cambia efectivamente de rostro: el crecimiento de la economía y la política social reducen la pobreza, se expande y democratiza el consumo, la gobernabilidad se consolida; emerge una sociedad de clase media. Pero nada logra borrar el mar de fondo: la institucionalidad y el modelo dejados como herencia por el régimen militar, son el innombrable origen de un proceso que está consolidando una transición a la democracia con modernización capitalista. El proyecto histórico impuesto por la dictadura y la derecha neoliberal es ahora gobernado por la centroizquierda, dando lugar a uno de los periodos más exitosos de la historia reciente. En el transcurso de veinte años de gobiernos de la Concertación, Chile se alza como un ejemplo de crecimiento económico y desarrollo social, capacidad de acuerdos y estabilidad institucional; toda una rareza en el concierto latinoamericano. Sin embargo, nada es tan prístino y convincente: en el país profundo se cocinan a fuego lento frustraciones diversas, tensiones políticas pretéritas y ansiedades nacidas del nuevo ethos aspiracional.

En la segunda década de la transición irrumpen en la escena pública fenómenos hasta entonces no reconocidos: la corrupción con fondos públicos y la captura del Estado, el abuso corporativo y la colusión empresarial. Las brechas parecen acrecentarse; Chile ya no está solo dividido por el pasado reciente, sino también por nuevas formas de segregación e inequidad. Los que se quedan atrás y los que no se sienten lo suficientemente adelante, tienden a ver el vaso medio vacío. La distancia entre la ciudadanía y las élites se transforma en un nuevo eje de tensiones y malestares diversos.

Finalmente, el año 2010 el trauma retorna en gloria y majestad: el inexorable desgaste de la Concertación permite que, por primera vez en más de medio siglo, la derecha gane una elección democrática y, además, con mayoría absoluta. De súbito, los pilares simbólicos y normativos del Chile construido desde el retorno a la democracia empiezan a destruirse. La centroizquierda derrotada en las urnas despierta como de un sueño y descubre que ha producido un país donde es posible que los partidarios del régimen militar ganen elecciones. La superioridad moral y electoral de los que habían gobernado por veinte años, se resquebraja, haciendo que la voluntad de acuerdos y la legitimidad del modelo transitado durante este periodo, sean puestos bajo severos signos de interrogación. No es lo mismo mirar la obra desde la comodidad y la condescendencia del poder, que observarla a la distancia.

El copernicano cambio de perspectiva termina removiendo las bases esenciales de la transición y generando una de las paradojas más delirantes de la historia reciente.

En simple, la centroizquierda se avergüenza ahora del país construido a lo largo de dos décadas. A pesar de todos los avances evidentes, el relato que se instala en ese sector opera como una sublimación del pasado, de sus propios errores y, también, de una larga lista de acuerdos forzados.

De la noche a la mañana, Chile pasa a ser únicamente el paradigma de los abusos, de la democracia inconclusa, de los amarres institucionales, de la segregación y los poderosos de siempre. Vuelta hacia la luz provocada por la orfandad del poder, la Concertación no puede evitar mirarse en el espejo, descubriéndose cómplice de un proceso que habría terminado por dejar al país, otra vez, en manos de sus ilegítimos dueños. El triunfo de la derecha aparece así como la consumación de un largo fracaso, síntoma de que el camino recorrido condujo a una verdadera anomalía histórica. Los otrora partidarios de la dictadura no pueden ser una mayoría legítima ni aunque ganen las elecciones, no al menos en el país construido desde el retorno a la democracia.

O, quizá, es precisamente ese país administrado por la centroizquierda el que ahora le da la espalda y pone a la derecha en el gobierno. Algo debió entonces hacerse mal y es imperativo corregir la anomalía, partiendo por revisar de manera crítica y autocrítica el pasado reciente.

La conclusión es inevitable: como un Vía Crucis que lleva a un destino preestablecido, la transición ha conducido al peor de los mundos; con la Constitución de Pinochet todavía a cuestas, con el país danzando al ritmo de un «neoliberalismo con rostro humano» y con una serie de «malestares difusos» saliendo finalmente del clóset.

El resultado de esta insólita introspección es peligroso y a la vez conveniente: renegar de la creatura, señalarla como un hijo ilegítimo e iniciar su demolición. Sutil y velozmente, las críticas al primer gobierno de derecha van confundiéndose con los cuestionamientos al país de la Concertación. La compleja y muchas veces incomprendida transición a la democracia comienza a ser desfondada por sus propios protagonistas. En el trascurso, viene a acompañarlos el movimiento estudiantil, que refuerza la ofensiva colocando al sistema educacional como paradigma de esa sociedad construida en dictadura por la derecha y administrada en democracia por la centroizquierda. Las voces que en 2011 salen a la calle exigiendo gratuidad y «fin del lucro», más Estado y menos mercado, son hijas de la Concertación y, también, son su propio pasado, que vuelve a cobrar cuentas. «Ha llegado la hora de hacer lo que queremos y no solo lo que podemos»; «se requieren cambios fundacionales»; «una mayoría social y política para viabilizar las transformaciones».

El síntoma y la síntesis de esta utilitaria reelaboración es la Nueva Mayoría, un bloque político que apunta a un ambicioso programa de reformas que incluye un proceso constituyente. Antes de empezar la nueva contienda, las cartas están echadas; la derecha, que nunca entendió el significado histórico y político de su arribo a La Moneda, termina de sucumbir ante una imparable marea electoral.

La primera mujer presidenta en la historia de Chile vuelve por segunda vez al gobierno, pero ya no integrando un proyecto de continuidad con esa Concertación avergonzada, sino acompañada por un programa de transformaciones profundas. Teniendo mayoría en ambas cámaras, el idilio se pone en marcha. Una reforma tributaria a prueba de especialistas es la primera semilla de desacuerdos estratégicos; le siguen una reforma educacional hecha a pedido de los estudiantes, nuevas leyes laborales a la medida de los sindicatos y un proceso constituyente diseñado desde la academia. Todo, corriendo rápido y por vías paralelas, poniendo a prueba las capacidades de gestión del Estado y las expectativas de una sociedad que ya camina sin tregua hacia la polarización.

Como signos febriles, al poco tiempo la incertidumbre se eleva y la aprobación del gobierno disminuye. Las reformas tienen cada día más rechazo, particularmente en esa clase media hija de la Concertación. La derecha convence al país de que la caída en la inversión y el crecimiento son la consecuencia lógica de reformas mal diseñadas y sin respaldo social. El gobierno comienza a perder el control del proceso y, ad portas de cumplir un año en el poder, el «caso Caval» viene a destruir el capital político de Michelle Bachelet. En pocos meses, la presidenta más popular desde el retorno a la democracia se encuentra ya en los bajos fondos de las encuestas y, desde ahí, la espiral de deterioro no se detiene. La Nueva Mayoría queda huérfana, sin unidad, sin liderazgo y con su proyecto político severamente dañado. Increíblemente, es la derecha quien empieza a defender las claves de la transición, el Chile de los acuerdos y la gradualidad. Al final, el país de esa enorme clase media que ha sido beneficiada por los avances económicos y sociales inclina la balanza, reivindicando el sentido común labrado entre los aciertos y fracasos de las últimas décadas. Sebastián Piñera gana casi por default, como resultado de una reacción instintiva a la incertidumbre provocada por el intento de poner en riesgo los logros conseguidos desde 1990.

Con todo, la normalización de la alternancia en el poder solo viene a reforzar los ejes del nuevo ciclo político.

Mayor polarización, persistencia de desacuerdos profundos sobre el modelo de desarrollo, debilitamiento de las fuerzas de centro, disenso sobre la legitimidad del orden constitucional, normalización de la violencia, deterioro de las instituciones, etc. Huellas mentales y estados residuales de un cisma histórico que la sociedad chilena no termina de elaborar, repetición atávica de códigos que unos no pueden y otros no quieren dejar atrás. En suma, el eterno retorno de un quiebre político que reafirma el pasado y anula el futuro; un Chile condenado a seguir saldando cuentas consigo mismo y que ahora proyecta en el estallido de octubre del 2019 la confirmación de su aguda persistencia.

¿Cómo fue posible que la fractura idiosincrática vivida por el país durante casi tres décadas tuviera secuelas tan hondas y duraderas? ¿Cuáles son las claves históricas, políticas y culturales que permiten explicar la profundidad de ese quiebre? ¿Estamos condenados a seguir detenidos en el pasado y, por tanto, detenidos en el presente? ¿Puede la sociedad chilena dejar atrás las secuelas de un trauma que, en un mundo y una época llenos de desafíos, todavía no logra aquilatar? ¿Puede? ¿Quiere?

Este libro es un esbozo de respuesta.

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