Pericles y la edad de oro

de la ciudad confirieron una cierta inmortalidad a los atenienses”.

Al alabar o criticar nuestro sistema de gobierno, parece útil preguntarnos ¿de qué hablamos cuando hablamos de democracia? Tal vez nos ayude examinar el origen del concepto en Grecia, especialmente Atenas del VI y V siglo a. C.

Cuando se refiere a la democracia en su blog, “A Don'sLife”, la profesora de Estudios Clásicos de la Universidad de Cambridge, Mary Beard, suele recordar uno de los momentos más reveladores de su tiempo de alumna en la misma universidad. En 1974, el profesor de Historia de Grecia Clásica, Moses Finley, observó que “democracia” se había convertido en un término de aprobación más que una descripción política. En ese tiempo de guerra fría, Alemania Oriental se autodenominaba una “república democrática”, tal como hoy Corea del Norte insiste en llamarse una “república popular democrática”.

Finley sostuvo que el principio de entregar el poder al pueblo depende de cómo se determina si esa potestad efectivamente fue otorgada. ¿Quién puede votar? ¿Con cuáles restricciones? ¿Cómo se asigna la iniciativa política, la capacidad de formular leyes y estrategias nacionales? Conviene referirse a la democracia con precisión.

La democracia griega clásica llama atención por su reducido electorado. En Atenas solo votaban hombres mayores de edad, libres (no esclavos) y ciudadanos (con madre y padre atenienses), es decir, unas cincuenta mil de la población total de hasta 300 mil personas. También vale la pena examinar otras formas en que difieren con democracias modernas.

A lo largo de un siglo y medio, Solón, Clístenes, Efialtes y Pericles crearon un régimen directo y notablemente más participativo que el que conocemos. Los tres poderes del Estado se concentraban en una Asamblea (ekklesía) integrada por ciudadanos hombres adultos, que se reunía cuarenta o más veces al año, con un quorum de seis mil de ellos. El Consejo de los 500, elegidos aleatoriamente —cincuenta de cada una de las diez tribus de la ciudad— se encargaba de tareas administrativas como redactar las leyes, pero el poder le pertenecía a la Asamblea, que podía rechazar, cambiar o sustituir la legislación.

Pocos cargos eran sujetos a votación; los más importantes eran diez generales (strategos) encargados de dirigir fuerzas militares terrestres y marítimas, quienes debían someterse a reelección cada año. Salvo arquitectos navales y algunos tesoreros, todo funcionario del gobierno se asignaba al azar.

No contaban con empleados civiles fijos. Suponían que cualquier ciudadano tenía suficiente sentido común y capacidad de aprendizaje para desempeñar tareas de administración cívica, que eran asignadas por lotería. Tampoco contaban con abogados: casos penales y civiles eran presentados, alegados, defendidos y juzgados por cualquier vecino. En un grado inconcebible en el mundo moderno, los atenienses dirigían sus asuntos públicos sin la participación de profesionales ni expertos, de quienes desconfiaban.

Además de participar en todos los aspectos de su gobierno, atenienses se identificaban con los éxitos y el esplendor de su ciudad, en gran medida por el liderazgo de Pericles (c. 495-429 a.C.).

Los griegos clásicos no creían en la reencarnación ni en la vida eterna. Para sentirse feliz y realizado, un hombre —era una cultura absolutamente machista— debía contar con areté, las virtudes y excelencias celebradas en épicas de Homero (coraje en batalla, astucia y persuasión), así como destacarse por su belleza o éxito en pruebas de atletismo, teatro, o música. Para ellos, la vida consistía en una permanente competencia, y los triunfos eran premiados con kleos, el renombre, ser recordado por futuras generaciones, que representaba la única posibilidad de derrotar a la muerte.

Una de las genialidades de Pericles, como afirma el clasicista Donald Kagan, fue ampliar kleos de una victoria personal a una colectiva. Impulsó y logró la aprobación de extensas y costosas construcciones de templos, como el Partenón, teatros y otros edificios públicos de extraordinaria belleza, con decoración escultórica celebrada hasta la era moderna. Con su talento como orador, los convenció que la gloria de su Acrópolis, obras de arte, teatro, poesía y música, traería fama y prestigio no solo a Atenas sino que a todos sus integrantes. Y no se equivocó. Pericles y la edad de oro de la ciudad confirieron una cierta inmortalidad a los atenienses.

Como cualquier constructo humano, Atenas estaba lejos de ser perfecto. Su cultura fue subsidiada por un imperio de más de 200 comunidades sometidas a su dominio, y, como sus enemigos espartanos, cometieron atrocidades abominables en la Guerra del Peloponeso. Votaron por una estrategia los llevó a perder en ese conflicto y, por un tiempo, también perdieron su democracia. Pero cualquier sociedad democrática se puede beneficiar del estudio de cómo instauraron un gobierno tan participativo y con el compromiso profundo de lo que fue, para esa época, una porción importante y diversa de su población.

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El proyecto que busca la disminución del quórum de 2/3 que tiene la Convención Constitucional para adoptar sus acuerdos contempla, a su vez, un extraño cuestionamiento al respeto de los tratados internacionales, dedicando una serie de pasajes a distinguir entre la imposibilidad que tendría la Convención para restar validez a disposiciones contenidas en instrumentos en materia de derechos humanos —sin dar razones más que decir que son un “reconocido límite” a la “hoja en blanco”—, y unas supuestas potestades ilimitadas del órgano respecto de los demás tratados.

Sin duda resultaría extraño que la Convención se atribuyera la potestad de definir a su arbitrio qué tratados cumplir, y menos aún que pueda “elegir”, entre los propios instrumentos internacionales, que normas considera propias de materias de derechos humanos y cuales no.

Quienes suscribimos esta columna no compartimos exactamente la misma visión de sociedad. Pero sí concordamos en sostener que nuestro país ya definió un camino reglado e institucionalizado para dotarse de una nueva Constitución, fórmula que ha sido adoptada por otros ejemplos comparados exitosos en materia de diseño constitucional. Dicho itinerario, así como sus límites, han sido además directamente sancionados por la ciudadanía, por lo que fue el propio pueblo soberano quien mandató el respeto del carácter de República del Estado de Chile, su régimen democrático, las sentencias judiciales firmes y ejecutoriadas y los tratados internacionales ratificados por Chile y que se encuentren vigentes.

Debemos destacar la posición de nuestro país al aprobar el texto del artículo 135 inciso final —cuyo contenido, y a pesar de la crítica, curiosamente no es modificado por el articulado de la reforma propuesta—, pues con ello asumimos un claro compromiso con la comunidad internacional, no siendo resorte de la Convención censurar los acuerdos que como Estado hemos adoptado.

El respeto a los tratados internacionales constituye un piso mínimo e ineludible, y no cabe duda de que la incorporación de los limites contenidos en el inciso final del artículo 135 han demostrado ser, incluso en esta etapa inicial, un vehículo eficiente a fin de evitar que se utilicen vías indirectas para invalidar la palabra empeñada por el Estado chileno en sus relaciones con el mundo.

Jorge Barrera R.

Académico Derecho U. de Chile -

U. San Sebastián

Tomás de Rementería V.

Académico Derecho U. Paris 1 Panthéon-Sorbonne

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