Había monetaristas en los alrededores, pero los cantantes de soul, enfermos de melancolía y de nostalgias variadas, nos protegían de todos los males”.

Fui profesor de literatura latinoamericana en la muy conocida Universidad de Chicago, y no sé si mis alumnos aprendieron algo de algo, pero yo aprendí más que mis alumnos. En Hyde Park, el distrito residencial de la célebre casa de estudios, vivía un profesor de Derecho que se llamaba Barack Obama. Era aficionado a los libros. Al lado de mi casa había una excelente librería, cuyo nombre no recuerdo, y Barack era miembro de la sociedad de amigos de esa librería. Además era jurista y autor de libros que eran más interesantes que los de Saul Bellow, un autor famoso que también enseñaba en esa universidad, y no sé si premio Nobel de Literatura. Sus alumnos solían pasar por mi oficina y me comentaban que Bellow se creía tan interesante que ocupaba sus horas de clase en hablarles de dolores que sentía en el dedo chico de su pata izquierda, y ahí aprendí que el yo más personal no es más narrable y cantable que el de cualquier otro hijo de vecino, comprobación que para mi salud mental ha sido altamente beneficiosa. Aprovecho de contar que el jefe de estudios filosóficos del plantel, filósofo de la geometría, era admirador de un pensador chileno, amigo mío para más señas: el eminente Roberto Torretti, filósofo de las matemáticas dementes que inventó un cura fotógrafo del siglo XIX que se llamaba Lewis Carrol. Recomiendo por consiguiente la lectura de Carrol y el astuto método inventado por él de celebrar los no cumpleaños, método que a largo plazo permite disminuir la pesada carga de los años.

Escuché ocasionales discursos de este candidato presidencial que se llamaba Barack Obama y llegué a la conclusión de que si un político de los nuestros tuviera niveles parecidos de conocimiento y dominio del lenguaje, votaría por él y haría campaña a favor suyo sin la menor pizca de duda y sin escrúpulos de ninguna clase. Invité una tarde a dos o tres profesores de Chicago para mirar por mi televisión, que era tan mala como cualquier otra, los recuentos finales de votos en los que Barack se presentaba de candidato a la presidencia de su país.

La mujer de uno de mis invitados era profesora de las hijas de Barack, y nos informó de que eran muy buenas chicas y ordenadas, y a mí me pareció que para hijas de presidente, afroamericano o americano de cualquier otra parte, no estarían mal en absoluto. Hacia las dos o tres de la madrugada escuchamos estallidos de fuegos de artificio y llegamos a la sólida conclusión de que nuestro vecino, y miembro del círculo de amigos de la librería de al lado de mi casa, había ganado la elección. Ello demostraba, también, que el amor a los libros no era nocivo para hacer carrera en política, cuestión que los políticos de aquí, que son todos candidatos a algo, podrían aprender sin perder ni un solo voto.

La profesora de las hijitas de Barack era enormemente pesimista en cuanto a las posibilidades del papá de sus alumnas, pero junto con las explosiones que escuchamos, que venían de parajes cercanos a las riberas del lago Michigan, que estaba congelado en esos días cruciales, en la pantalla de mi televisor se desplegó un cartel que decía que el padre de las alumnas de la esposa de mi amigo, y socio de honor de la librería de al lado de mi casa, era el presidente número cuarenta y tantos de los Estados Unidos de América. Crucé una avenida bastante ancha, por lo general llena de barro, que se encontraba detrás de mi casa, entré a un club de música afroamericana, que celebraba con euforia y con algo que los chicaguanos llaman champeign el triunfo del papá de las niñitas, y escuché las canciones soul, esto es, del alma, más conmovedoras que he escuchado en mi vida.

Al día siguiente cantamos canciones polacas y comimos un formidable brunch, un desayuno almuerzo, regado con abundante champeing, en el piso número ochenta de un edificio que allá consideran como una joya de la arquitectura moderna, y algunos de los profesores terminaron la jornada hablando en griego moderno salpicado de fragmentos de polaco de la región de Cracovia. En una de las casas del otro lado de la universidad escuché nuevamente algunas de esas canciones soul tan conmovedoras, y después observé que el cantante se subía a un Buick o a un Cadillac de tamaño imperial, y me dije que los candidatos chilenos, que de literatura saben tan poco, deberían ponerse a estudiar piano-jazz y canciones soul.

Volvimos a subir al piso ochenta del edificio neoclásico o racionalista, al salón de los champeings, y contemplamos pajarracos, profesores de teoría literaria, y críticos de la cultura que caminaban sobre el hielo sin ser tragados por los hielos chicaguanos. Había monetaristas en los alrededores, pero los cantantes de soul, enfermos de melancolía y de nostalgias variadas, nos protegían de todos los males.

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Mónica Zalaquett Ministra de la Mujer y la Equidad de Género

Comenzamos noviembre, el mes de la eliminación de la violencia contra la mujer, lamentando la muerte de tres mujeres jóvenes asesinadas por sus parejas. Lhysbet, Tania y Yenny fueron víctimas de una de las heridas más profundas que sufre Chile, y que cruza la existencia de miles de mujeres sin distinguir edades o condición social. Es la expresión más extrema de una inaceptable cultura machista, lamentablemente aún arraigada en nuestro continente, que se resiste a reconocer la igual dignidad de hombres y mujeres, que tolera, e incluso justifica, la violencia.

La pandemia obligó a muchas mujeres a convivir día y noche con sus agresores, enfrentando un riesgo permanente. Nuestro ministerio abrió nuevos canales para que pudieran contactarse con nosotros y recibir apoyo de forma silenciosa, además de reforzar los ya existentes.

Chile ha dado pasos sustantivos en los últimos treinta años para proteger a las mujeres: cambios legales, programas de atención a víctimas, campañas de prevención y la adhesión a las convenciones internacionales Belem do Pará y Cedaw, que establecen que la violencia contra la mujer es una violación a los DD.HH. No bajaremos los brazos.

Si bien la violencia contra la mujer ocurre muchas veces en el espacio privado, no es un problema privado, sino un desafío público, que nos obliga y compromete a trabajar desde todos los ámbitos con la mayor celeridad.

Quienes han sufrido violencia de género, sin excepción, declaran sentir miedo, vergüenza y desamparo. Muchas no se atreven a denunciar o incluso se retractan, intentando evitar enfrentarse a un sistema que en demasiadas ocasiones las revictimiza. Desde el Ministerio de la Mujer estamos trabajando intensamente en capacitar en materia de género a las policías, a los funcionarios de los servicios de Salud, y valoramos que estas instituciones y otras que intervienen en el proceso de denuncia hayan creado unidades de género. Además, estamos avanzando en incorporar un enfoque preventivo al Circuito Intersectorial de Femicidios. Necesitamos llegar a tiempo.

Debemos comprometernos como sociedad, tanto el mundo público como el privado, para generar un cambio cultural que nos permita acompañar a quienes sufren violencia de género. Pero también evitar que se sigan perpetuando conductas inaceptables, que dañan a las mujeres solo por el hecho de serlo.

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