Por Gabriel Guarda o.s.b.

A fines de 2011 se publicó la primera edición del presente estudio. Fue de lujo, hermosa, merecido marco al noble tema tratado. Sin embargo, las limitaciones que impone la ley de Donaciones Culturales, impidieron su adquisición en librerías (..) La presente edición hace posible lo último (…) Para mejor orientar al lector, aprovechamos de repetir aquí algunos de los conceptos más ilustrativos de nuestro prólogo a la primera edición del presente estudio, titulado Historia de una Cristiandad.

Relataba allí el porqué de la elección del título, que en 1961 había usado en mi estudio Formas de devoción en la Edad Media de Chile, objetado en esa ocasión por parte de nuestro gran crítico literario Raúl Silva Castro, por juzgar no ser lícito el recurso arbitrario a las designaciones de períodos consagrados por la historiografía, so riesgo de confusión. Tenía toda la razón; nunca más reincidí y me atuve obediente a las directrices de aquel sabio y recordado maestro.

Pero llegado el momento de dar forma a un proyecto tan largamente elaborado, como es el presente, decía que buscando un término que ilustre fácilmente al lector sobre una de las características, sobre el sello de la época, no había resistido a la tentación de volver sobre él.

Los siglos del período español, o coloniales, visualizados desde la historia de la Iglesia, tienen todas las características del régimen que en ese plano ha sido llamado “de cristiandad”; y nada más identificativo de la Edad Media que precisamente aquel régimen. Dentro de la libertad que la titulación actual confiere al más variado género de publicaciones, la revisión del mismo término “Edad Media”, por los especialistas del período, no me pareció tan mal recurrir a aquel vocativo que sugiere tantísimo más de lo que dicen sus dos palabras.

Ladero Quesada dice que “la cuestión sobre los antecedentes medievales de la conquista y organización de las Indias españolas es un tema antiguo, pero siempre presente en las preocupaciones de los historiadores de América”; Thomas Madden, refiere que “aunque las conquistas de México y Perú no fueron en sí mismas cruzadas, la cultura cruzada jugó un papel esencial en ellas; los papas, los monarcas españoles y los conquistadores vieron naturalmente a los habitantes del Nuevo Mundo a través de los lentes de cuatro siglos de cruzadas; los conquistadores eran guerreros de Cristo en una tierra infiel [...]; también deseaban ardientemente el botín”, todos hechos que concordaban con características establecidas en las cruzadas; Fernando Aliaga, refiriéndose al ataque a Santiago en de 1541, dice que “demuestra que la conquista queda dentro de la concepción de cruzada o de guerra santa”. Las indulgencias concedidas en 1611 por Paulo V para quienes rogasen por la paz del reino de Chile, están igualmente dentro de la línea que tratamos.

La práctica de los singulares combates, el “dar el Santiago” en las batallas, la movilización popular con motivo de las elecciones de provinciales de las órdenes mendicantes y de las abadesas en los monasterios de monjas, las agresivas luchas entre las órdenes, no solo en el plano de puntos doctrinales, sino hasta llegar a las manos, son todas circunstancias que repiten ejemplos observados en la Edad Media. Isabel Cruz ve en el trasplante a América de municipios, gremios, encomiendas, reparticiones, esclavitud, Inquisición y comercio regulado, elementos medievales simplemente adaptados a la nueva realidad indiana. La vigencia de las Siete Partidas, de la Novísima Recopilación, de leyendas fantásticas como El dorado, las Siete Ciudades de Cíbola o, en Chile, la Ciudad de los Césares, buscada hasta el último cuarto del siglo XVIII, evidencian esta cosmovisión.

Aunque muchas de estas situaciones desaparecieron con el tiempo, la pervivencia hasta hoy de las peregrinaciones, el Quasimodo, las cofradías, los “bailes”, o las iglesias de Chiloé, poderosamente vigentes, llevan a pensar hasta qué grado han influido sus orígenes coloniales –medievales– como para llegar a formar parte tan vistosa de nuestra cultura.

Aunque todas estas similitudes, y tantas otras, justificarían de sobra el título elegido, hay otros factores de carácter más profundo y unificador, cuales son la mentalidad y el espíritu que predominó a lo largo del período, los que hacen de la época un sorprendente trasunto de los constituyentes de la Edad Media europea; percibimos la fe como su componente clave.

Aunque originalmente, hace unos cuarenta años, pensábamos componer una especie de manual que integrara las publicaciones, especialmente artículos de revistas, que habían venido editándose, completando las obras clásicas de los siglos XIX y XX, o lo referente a la Iglesia en las obras generales sobre la historia de Chile, con el tiempo nuestro proyecto se fue ampliando hasta llegar a la presente edición que, más que a los historiadores o al clero, se dirige a todo lector, en lenguaje simple, aunque cuidadoso en cuanto al uso del vocabulario eclesiástico y recurriendo en cuanto fuese posible a los cronistas, por su doble mérito de ser testigos presenciales y expresarse en el lenguaje de la época.

Siendo la celebración el centro de la vida de la Iglesia, hemos hecho lo posible por darle la importancia que le corresponde, a despecho de la cosmovisión de nuestros grandes historiadores positivistas, para los cuales no tenía ningún sentido concreto, y acaso también para muchos de nuestros lectores actuales, a quienes pedimos paciencia; lo mismo puede decirse respecto al tratamiento de la arquitectura y el arte de la época, de insoslayable presencia hasta hoy.

Nuestro encuadre geográfico se circunscribe al de la Capitanía General de Chile, que comprendía la provincia de Cuyo, desde 1776 traspasada al virreinato del Río de la Plata, aunque retenida en lo eclesiástico hasta 1806; en cambio excluye las provincias adquiridas al norte por efecto de la Guerra del Pacífico, en 1879; cronológicamente lo es desde la fundación de Santiago, en 1541, a la incorporación de Chiloé a la república, en 1826.

La primera evangelización

Es necesario recordar que en la época que tratamos, la cristiandad indiana fue dividida en dos “repúblicas”, la de los naturales, o “de los indios”, y la de los españoles; consecuentemente, en el plano pastoral se aplicó esta distinción: no se podía tratar igual a unos y a otros y así lo acordaron las autoridades españolas en diversas juntas, lo abordaron los sínodos y la práctica misional. La distinción partía de un concepto bíblico que favorecía de manera especial a quienes se iniciaban en la fe; ampliamente desarrollado ya en la antigüedad pagana, entre otros, por Séneca y Ovidio, y en la Edad Media por san Isidoro de Sevilla y otras autoridades; en el Renacimiento, dentro del cual cae parte de la época estudiada, el concepto lo será por una pléyade de tratadistas, incorporándose en el derecho canónico en el III Concilio Limense.

El término latino miser o miserabilis, base etimológica del vocativo misericordia, dio pie también al uso, en español, de “miserables”, que se aplicó en diversos tratados a los indígenas, evidentemente no en el actual sentido peyorativo del término, sino en su alcance original. Tal condición determinaba un trato especial, precisamente, misericordioso, benévolo, inflamado de caridad cristiana, condescendiente, perdonador, que se hace patente, por ejemplo, en la bula de Paulo III, citada en el Itinerario para párrocos de indios, de Alonso de la Peña Montenegro, al concederles dispensas de los ayunos, o en el no imponer en las confesiones penitencias que “no sean dificultosas de cumplir”, incluso frente a ciertos casos de embriaguez, para los que también se pide tolerancia. En el mismo proceso de conversión, ya santo Tomás de Aquino, en la Summa, había establecido que a los gentiles no se les podía forzar en la predicación de la fe, principio asumido en Indias, y expresado en Chile en la Suma y Epílogo, de Pineda Bascuñán, que cita al jurista Solórzano y Velasco, respecto a la conversión por medio de la persuasión y jamás recurriendo a la fuerza. Toda la legislación protectora del indio, incorporada a la Recopilación de las Leyes de Indias, encuentra su explicación en el concepto que tratamos y hace comprensible la distinción de la ‘República de los naturales'.

Deben considerarse otros factores de diferenciación, resultante de las distintas regiones del reino, con la consiguiente aplicación de diferentes métodos pastorales. Agréguese que fue común para los indígenas de toda América la aplicación de una doble catequesis, una para avanzados y otra para “rudos” –para los cuales bastaba saber solo los rudimentos necesarios para salvarse–, y se entenderá mejor la riqueza del proceso; lo anterior explica por qué las exigencias más fuertes fueron para los españoles, en tanto que para los indígenas, solo la mencionada misericordia y clemencia. Los mestizos, en cambio, al menos en los siglos XVI y XVII, fueron mal mirados, considerábase que no eran ni lo uno ni lo otro y, en todo, lo peor de la grey. Maravilla la teoría implícita en el proceso, esto es que la paulatina cristianización de nuestros indígenas se verificó entrando a la comunidad no por haberse convertido, sino que se convertían por haber entrado a la comunidad.

En lo referente a las zonas geográficas de Chile es necesario distinguir la norte y central, conquistada por los incas antes del arribo español, sometida a estricta disciplina, y, por tanto, de población dócil y más fácil de evangelizar.

Más o menos al sur del río Itata, hasta el Toltén, se extendía el pueblo mapuche, en el lenguaje de la época, los “araucanos”, en constante conflicto, aunque decreciente con el tiempo; desde aquel río al Bueno, el pueblo huilliche se distingue por una mayor cultura, docilidad y, por lo tanto, facilidad en la adopción de la fe. Desde el Bueno –y desde 1780, desde el Maipué–, hasta el Polo Sur –según lo afirma el nombramiento del obispo de Concepción, Pedro Ángel de Espiñeira, en 1769–, se extiende Chiloé, el “jardín de la Iglesia”, donde el proceso evangelizador se dio mejor que en todo el resto del reino.

El momento más atractivo de su historia, cual es el primer encuentro del cristiano español con el indígena, el “infiel”, es lo que en nuestro caso más se ignora; antes del recurso a los niños intérpretes, que hicieron de puente en las primeras comunicaciones, del recurso a sistemas nemotécnicos, del eventual uso de cuadernos con figuras, del tipo de las usadas por Fr. Pedro de Gante en México, antes de la publicación de los primeros vocabularios, en resumen, de la primera evangelización, en nuestro caso, no hay datos: la llamada “destrucción de las siete ciudades”, que siguió al desastre de Curalaba, en diciembre de 1598, significó la pérdida de todos los archivos de las ciudades del sur y con ello, toda huella de los primeros tiempos de la implantación de la fe, precisamente en la zona de mayor población aborigen y donde, por tanto, debió experimentarse desde un principio la mencionada diversidad de métodos; aun, la destrucción de Castro, en Chiloé, en 1600 –la única ciudad que había sobrevivido a Curalaba– a manos del holandés Baltasar de Cordes, borró igualmente toda huella relativa a aquellos primeros momentos en una zona especialmente interesante por el carácter de su población.

Con todo, para la Iglesia el desafío de convertir a los infieles, aunque demorase siglos, no constituía ninguna novedad: lo había hecho con los griegos, los romanos, los galos, los visigodos y todos los bárbaros germánicos; para el P. Acosta se trataba de sembrar para el futuro.

Parcela dentro del virreinato, y desde el punto de vista canónico, parte del arzobispado de Lima, no es descaminado pensar que se debieron seguir aquí los mismos pasos y recurrir a los mismos procedimientos que se utilizaron en esa etapa allí, aunque precisamente también su huella fuera expresamente borrada del todo desde el arribo, en 1565, de las disposiciones del Concilio de Trento; análogamente en el virreinato ha sido difícil vislumbrar el comienzo de la evangelización. Esta realidad nos hace adherir a lo expresado respecto al Perú por Juan Carlos Estenssoro en su estudio Del paganismo a la santidad, sobre la repetición de supuestas experiencias no comprobadas suficientemente por complementos documentales sólidos; a su parecer, “el establecimiento de la ortodoxia colonial tras el tercer Concilio (1582-83), rompió con todo lo obrado hasta entonces y lo sepultó bajo el silencio, dificultando el acceso y el estudio de las fuentes”; cada uno de los catecismos elaborados antes de esas fechas fue retirado y destruido.

Respecto al uso de sistemas nemotécnicos, solo encontramos la mención, por parte del P. Alonso de Ovalle, de uno implantado por los jesuitas: el recurso a palillos y piedrecillas para enseñar a rezar a los niños indígenas. Aunque la Compañía de Jesús llega en 1593, no se excluye que antes se hubieran usado métodos análogos; consta que los naturales conservaron el uso de sus quipus en el sacramento de la confesión.

Si bien no a la altura de las del incario, nuestro mundo indígena, desde tiempo inmemorial, usaba la música, como también la danza; las ha conservado hasta hoy y puede observarse su interpretación en sus juntas y celebraciones, con sus propios instrumentos. Se sabe que precisamente en la primera mitad del siglo XVI, en Flandes, “se pusieron en música preguntas y respuestas que se hacían cantar en coro”. En 1573, en las Ordenanzas de población, de Felipe II, se cita la música en la doctrina, para atraer a los indígenas desde el primer intento de conversión, diciéndose en este período que Gabriel de Villagra, doctrinero en las chacras de Santiago en 1581, era buen músico y el obispo Diego de Medellín, que en 1590 “los tres mestizos que han residido en este obispado, todos tres son habilísimos para el coro y ambos a dos son sochantres”; al año siguiente, los jesuitas Luis de Valdivia y Hernando de Aguilera imparten la instrucción con música.

Ya en el siglo XVII el padre Alonso de Ovalle señala que en las procesiones dominicales para la doctrina siempre hay música y cantos “por las calles […] en la lengua de los indios”, y el pseudo Olivares, hablando de la misión de Peñuelas, que sus cantares en casa y fuera de ella, eran los que los padres les enseñaban en la iglesia, de que gustaban mucho. Se agrega que el padre Luis Chacón juntaba en su iglesia a los indiecitos, “con quienes rezaba la doctrina y cantaba los cantares de la doctrina”. Las citas no deben omitirse por pertenecer al período fundacional de nuestra Iglesia.

De ninguna manera podemos omitir el trabajo del mercedario Antonio Correa, llegado a Santiago en 1549; aunque muy citado, tanto por lo ilustrativo que resulta para la apreciación de la intensidad de la preparación al bautismo, como por su encantadora descripción, propia de la pluma de Tirso de Molina, su transcripción es imprescindible:

“[...] Reparó, pues, que aquellos bárbaros se deleitaban con el destemplado son de ciertas flautas que usan en sus fiestas; sabía más que medianamente de este ministerio y tenía extremada voz, que ayudada de su destreza, si en el siglo agradaba, en el coro suspendía. Para cumplir, pues, con las solemnidades de este divino culto, con su inclinación y con las de los indios, escogió cuatro de los más capaces y enseñándoles poco a poco y a poder de industria y lecciones, los sacó maravillosos ministriles. Con ellos –continúa–, como señuelos añagosos, atraía a aquellos rústicos que, hechizados con el sonoro canto, se iban tras él absortos [...] todas las mañanas al asomar la aurora, sobre la cumbre de un apacible cerro que hace agora a espaldas del convento nuestro de la ciudad de Santiago [...] y se llama de Santa Lucía, y despertaba con sus festivas voces a los vecinos españoles, que al punto le enviaban sus yanaconas e indios de servicio, sino a todos los de la comarca que, dejando sus puguíos, corrían a aquel puesto. Juntábanse con esta industria infinidad de todos sexos y predicándoles la doctrina y misterios de nuestra salvación, hacía que la aprendiesen, cantándola con ellos al son de los alegres instrumentos. A un lado las mujeres y los niños, y a otro los varones, y él en medio, servía con una misma acción de Maestro de Capilla y de cura de almas, comenzando desde la señal de la Cruz, hasta los artículos y mandamientos. Deste modo –concluye–, sin sentirlo, se llevaban a sus casas sabidas las lecciones, disponiéndolos para el bautismo”.

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