Después del estreno de “Tengo miedo torero” en el Festival de Cine de Venecia, Alfredo Castro conmovió al público y la crítica. Otra vez. Ahora como La Loca del Frente en la cinta de Rodrigo Sepúlveda, basada en la novela de Pedro Lemebel. 170 mil espectadores tuvo en su fin de semana de preestreno en Chile.

“Buena parte del triunfo artístico se debe al extraordinario trabajo de Alfredo Castro (algo así como el Ricardo Darín chileno), quien construye con el personaje de La Loca del Frente, una veterana travesti de clase baja que ocupa un decadente conventillo y sobrevive prostituyéndose, una de las mejores actuaciones de su ya distinguida carrera”, publicó ayer La Nación de Argentina.

Alfredo se enclaustró el 15 de marzo. “He tenido mucho susto, porque estamos viviendo como humanidad algo muy inesperado, algo que todavía no aquilato en su totalidad. Todo cambió, las relaciones, el trabajo, las manifestaciones de cariño y afecto... Cualquiera puede ser letal”, sostiene vía Zoom.

Es separado y padre de dos hijas. Toda su familia ha estado bien, pero ha visto a cercanos desaparecer. “El círculo se empieza a estrechar y es tremendo”.

—¿Ha cambiado tu percepción de la muerte en esta pandemia?

—Yo hice el ejercicio de pensar que detrás de cada una de las 16 mil muertes de las que habla la mesa de expertos, hay una o dos personas más: la cantidad de duelo y muerte es impactante. Uno escucha cifras y pasa a la banalidad, pero son personas que no han podido ser despedidas. Sonia Montecino convocó a la gente a hacer coronas y aparecieron unas con conchitas, piedras, flores, muy bonito. Antropológicamente, es muy loco no poder despedir a tus muertos.

—Al parecer, tú has aprendido a vivir, valorando, y dándole sentido a tus propias pérdidas.

—Tengo la suerte de haber tenido una familia súper linda, pero tempranamente se me empezó a morir todo el mundo. Mi mamá murió cuando yo tenía 10 años, después mis dos hermanos, todos mis tíos y mis tías, mi padre… Desde muy chico pude ser testigo de muertes muy cercanas. Mi papá murió con 95 años, pero no deja de ser una pérdida. Perdí a la Francesca Lombardo, que fue una analista que me formó y con la que trabajamos 20 años. Para mí fue tremendo. Yo le dedico a ella todos mis trabajos.

Francesca le entregó al teatro un lenguaje nuevo. Yo hice “La manzana de Adán” con travestis porque el teatro había expulsado de la escena el lenguaje de la realidad. La ficción no estaba dando el ancho con lo que estaba pasando. El teatro ha excluido la emotividad de los escenarios. Muchas veces veo una historia bien contada, con gente súper talentosa, pero que no me repercute emocionalmente.

—¿Es consciente esa búsqueda de remecer al espectador?

—Es algo que yo comprendí, como la muerte. Cuando yo leo un guión, mi primera aproximación es completamente emocional. Si no hay dos o tres escenas que me conmuevan, yo no lo hago. Porque tengo la convicción de que el teatro debe provocar algún peligro en el espectador, un efecto en el cuerpo. Y para que eso suceda, el actor o actriz debe también conmocionarse.

“Actúo desde un lugar

muy salvaje”

Alfredo Castro hizo teleseries durante 25 años, forjó “grandes amistades y amores” en los 10 años en que fue parte del elenco de Vicente Sabatini. Y renunció porque se enfermó. “Salí con un stress súper fuerte. Hice un acto del que, a veces, me arrepiento, porque abandoné el set. La escena se retrasó cuatro horas y yo tenía hora al médico con mi hija, que estaba conmigo. Había avisado que me tenía que ir. Me desmaquillé y me fui. Y no volví nunca más. Me enemisté con gente muy cercana, porque fue un gesto violento. Pero yo no podía. Y estaba somatizando, porque mi cuerpo ya no quería estar en ese lugar. Me fui a la nada”.

Hoy Castro está en la memoria cinematográfica de nuestro país. Aunque su primera película fue “Fuga” (2006), de Pablo Larraín, recién a sus 50 años, con un personaje basado en El Manifiesto, del mismo Lemebel.

Se ríe porque no lleva la cuenta de sus películas. Se vienen: “Algunas bestias”, de Jorge Riquelme, que ganó San Sebastián. “El príncipe”, ópera prima de Sebastián Muñoz, ganó el Festival de Venecia en la categoría LGTB. “Blanco en blanco”, de Theo Court, que ganó el mismo certamen por dirección. “Piedra noche”, del argentino Iván Fund, ganador del work in progress de San Sebastián. Y quedó pendiente la filmación de “Perros”, de Vinko Tomicic. En España, está por estrenar “Las Consecuencias”, de Claudia Pinto, junto a Juana Acosta.

Su teatro La Memoria, en Providencia —que nació como un Centro de Investigación Teatral en 2006—, está cerrado desde marzo, por lo que hace malabares para pagarle a sus trabajadores. Sin embargo, como por arte de magia aparecieron dos benefactores. “¡En 30 años nunca nadie colaboró con el teatro! Mandé cartas, pedí auspicios, y nunca lo logré”, acota Castro. Un matrimonio chileno desde Alemania quiso colaborar y costear 5 becas a estudiantes de regiones y de comunas periféricas de Santiago. Un sueño para él. Otra seguidora y admiradora del teatro donó la página web que estrenan esta semana.

Y ahora funcionan como fundación, con tres pilares: formación, investigación y creación. “No éramos ‘sin fines de lucro', ¡porque nunca entendí que el teatro pudiera tener fines de lucro!”, exclama.

—Volviendo a “Torero”, lo que hace esta película es emocionar. Más allá de Pedro Lemebel.

—La hice desde un lugar súper emocional. Me ha pasado continuamente estar bestialmente haciendo un trabajo. Actúo desde un lugar muy salvaje, primitivo, con puros impulsos emocionales. Indagué mucho con un amigo de Lemebel, que no es Pancho Casas. Él me regaló a mí tres secretos maravillosos que me ayudaron a componer ese cuerpo.

—Leí que tú no tenías muy buena relación con Lemebel, pero él mismo te llamó una noche del 2005 para pedirte que tomaras el papel de La loca.

—Él estaba en un bar con un director italiano que le había comprado lo derechos de la novela. Jovana Skármeta, que era su asistente, me llamó y me dijo que quería hablar conmigo. “Yo quiero que seas La loca del frente”, me dijo. “Un millón de gracias”, dije yo. Ambos vivíamos en Bellavista y nos cruzábamos todo el tiempo. Y no es que nos caíamos mal, pasa que Pedro tenía unos ánimos súper fluctuantes, como cualquiera. Y yo representaba para él algo que despreciaba mucho que era una clase media, un status que no le gustaba. Después, venciendo su desánimo, me invitó a la radio, porque su mamá me amaba, porque veía teleseries. “¿Pa' qué me invitas si te caigo pésimo?, le dije. “Ay, niña, si son cosas de loca, de picá, de tonta”, me respondió. Hicimos un programa lindo.

Y cuando hice “Historia de la sangre” (1992) él la hizo pedazos en la revista Cultural y me hizo pedazos a mí. Me trató de “nazi revenido” (carcajadas), pero estaba tan bien escrita que la guardé.

—Pasaron tantos años hasta que te apropiaste de este personaje...

—Cuando apareció el teaser, que tuvo millones de reproducciones, la gente empezó a escribir para decir que había llorado. Yo no quería entrar a Twitter, porque no soy capaz de soportar ese mundo, pero de la productora me abrieron una cuenta para poder agradecer. El fin de semana de preestreno fue impactante. Me han llegado regalos, pinturas, poemas, flores… nunca en la vida me había pasado algo así. La película arrastra a Lemebel. Con Rodrigo incorporamos sus confesiones: “Yo no tengo amigos, tengo amores” o “La pasión me ha calado hasta los huesos, pero si hay algo que me va a quedar debiendo la vida, es el amor que inventó para otros”.

—El personaje de La Loca confunde, muchos se preguntan cuánto hay de Lemebel ahí.

—Hay mucho. Varias de las anécdotas son de la vida privada de Lemebel, pero no lo puedes privar de talento y no concederle que él creó ese personaje. El éxito de la película es gracias a él.

—¿Qué fue lo más complejo? Además de las extensiones y tinturas de pelo…

—Uñas, dientes, pechugas, panties, fajas, tacos… un atentado contra la libertad y el cuerpo. Es entender lo femenino desde un lugar súper especial. Pero yo mi transición, mi movilidad de género, la hice en el teatro hace muchos años con “La manzana de Adán”, en 1989.

“Convoco a todos mis muertos antes de entrar a escena”

Hay una situación que Castro no había querido contar hasta ahora y tiene que ver con la última escena filmada en Cartagena, con La Loca y el guerrillero frente al mar. “Siempre que una película termina hay un ritual muy lindo con aplausos, abrazos, champaña, regalos, llantos, pedidas de perdón... Bueno, yo pasé mis mejores años con mi hermosa familia en San Sebastián, llenos de asados y fiestas. Filmé esa escena mirando de lejos mi casa de la infancia. No le pude contar a nadie, pero para mí fue desgarrador. Porque esa historia también es una pérdida”.

—¿Qué recordaste?

—A toda mi familia. Yo recibí educaciones muy periféricas. Me dieron mensajes de vida muy importantes, pero nunca prohibiéndome ni castigándome. Una vez recogí una araña y la guardé en un frasquito. “Qué linda”, me dijo mi papá, “¿qué te parece si la dejamos vivir?”. Me quedó grabado para siempre. Por eso metabolizo los personajes, los paso a mi sangre y a mi cuerpo. Ese día mirando la playa.

Alfredo es el único artista en su familia. Hijo de una madre que estudió leyes y que se dedicó a su casa y a sus cinco hijos. Su padre, un connotado urólogo que participó en el primer cambio de género en Chile. “Yo convoco a todos mis muertos antes de entrar a escena, me han ayudado mucho”, advierte.

“Ellos se amaban tanto, siempre vi una pareja bien afiatada y amorosa. Mi madre católica y DC; mi padre, masón y socialista. Claro que a ninguno de los tres hermanos hombres, ni nos gustó el fútbol, ni quisimos entrar a la masonería”.

“No sufrí carencias, ni tampoco disfruté riquezas —relata—. Algunos creen que nací en cuna de oro. Mi padre trabajaba en el sistema público de salud. Fue el primero en ir a la universidad. Teníamos un solo regalo para las navidades y la bicicleta se pintaba y se heredaba de un hermano a otro. Así como la ropa, que mi mamá cosía a máquina. Yo trabajé desde los 21 años. El único privilegio que he tenido en la vida es haberme cruzado en el camino con gente muy talentosa”.

—Sin mamá desde los 10 años, y entiendo con una relación bastante distante con tu padre, hasta sus últimos días, te hiciste bastante solo.

—Yo sé que está muy usado, pero soy un sobreviviente. No es fácil ir perdiendo y perdiendo, duelo tras duelo. Perdiendo gente, casas, lugares simbólicos, eso armó mi emotividad. Ahora que te lo cuento, pienso en que fui tremendamente castigado por mi sensibilidad. Recibí un bullying muy potente en todos los colegios en los que estuve; por mi necesidad de estar solo, por mi dificultad para generar amistades. Fui súper atacado. En la Escuela de teatro mi capacidad emotiva era muy reprimida. No era admitida. Cuando eres niño, no lo comprendes. En el colegio me sacaban la mugre... y hoy yo siento que ese es mi don.

—Siempre te acompaña lo testimonial y la locura. ¿Estos personajes son parte tuya?

—Mi primer contacto con la locura fue cuando investigué “Historia de la sangre” y entrevisté a hombres y mujeres que cometieron crímenes por amor. El pabellón psiquiátrico era la cloaca, más miseria imposible. La Francesca me decía: “Al delirio hay que acompañarlo, no juzgarlo ni entenderlo”. Son personajes que merecen absoluta dignidad. Yo comparto ese imaginario. Conozco su dolor y humor. ¿Quién no ha sentido que la vida le ha negado a uno el amor?

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