Su vida es un sinfín de historias. Sin ser allendista, Víctor Petermann Fernández (76) trabajó como ingeniero en minas en Codelco en plena Unidad Popular. Hernán Büchi -que iba dos años más abajo en la carrera en la U. de Chile- lo ayudó como topógrafo cuando hizo su memoria y se hicieron muy amigos. Fabricó muñecas y menaje de plástico en la pequeña empresa de su ex suegro Enrique Reifschneider. Gracias a que le fue pésimo como socio de la maderera Bomasa, donde tenía un 40%, terminó siendo dueño de 50 mil hectáreas en la precordillera de Valdivia que dieron origen a la Reserva Ecológica Huilo Huilo. A estas alturas, famosa por su primer hotel Montaña Mágica por donde cae agua, otros dos con forma de árbol y de hongo, un lodge, 30 casitas en un sendero elevado, otro “muy típico” al lado del Lago Pirihueico, 18 cabañas en el bosque encantado y un hostal “para cabros con mochila”. En total, suman 182 habitaciones. .

-¿Dónde se aloja usted?

-Tengo mi pieza en la Marina del Fuy, un hotel muy típico, al lado del Pirihueico. Yo vivo en Santiago y voy una vez al mes.

“Económicamente el coronavirus me impactó mucho, porque no tenemos actividad desde marzo. De los 500 trabajadores contratados, la mayoría está acogido a la Ley de Protección del Empleo. Otros siguen trabajando en la construcción de pozones y cavernas preciosas de aguas termales. Este no es un negocio rentable, el año pasado por primera vez llegamos al punto de equilibrio. Yo trabajo (en otras áreas) para mantener este proyecto”.

-¿Cómo se define: minero, proveedor de la minería, maderero, hotelero o conservacionista?

-Más bien como proveedor de la minería y minero.

Aunque el turismo le ha dado fama y premios, su empresa más importante como fuente de ingresos es Tehmcorp, nacida como Plásticos Quilicura en 1978, y que hoy es un holding con 17 compañías, en su mayoría orientadas a fabricar productos para la minería y en las que tiene socios minoritarios. Vende entre US$70 millones y US$80 millones anuales.

Parte de su patrimonio lo forjó con la Mina El Tesoro, en Sierra Gorda. “En 1984, un compañero de curso, Claudio Segura, me llamó y me propuso explotarla. Yo montaba la planta y él se hacía cargo de la extracción del mineral. Arrendamos la mina con compromiso de compra: empezamos a producir cemento de cobre, pero el pique que hicimos en el desierto llegó a 100 metros de profundidad y para explotarlo se necesitaba mucho capital. Le vendimos la mina a un fondo de pensiones australiano en 1993 y ellos nos pagaron un valor por la mina y un 5% de las ventas anuales entre 2000 y 2015 por un volumen de cobre determinado por los australianos. Esa plata está enterrada en Huilo Huilo. Todo lo que gané fue a parar allá”.

Tiene pertenencias mineras de cobre: Panales de Maipú, en la comuna del mismo nombre; otras en Los Vilos en plan de exploración; y Delfin, cerca del Salar de Atacama, por las que acaba de llegar a un acuerdo con una minera australiana, que dependiendo de cuánto cobre haya le pagará un porcentaje de las ventas.

De maderero a hotelero

Entró al negocio maderero en 1994, cuando se hizo accionista de Bomasa, que fabricaba terciados de madera con bosque nativo. “Me convidaron los mellizos Boher, Hernán y Fernando, con quienes nos hicimos amigos participando en la campaña de Büchi. Bomasa tenía una planta en Panguipulli y había comprado el 51% de la propiedad que tenían los trabajadores en el Complejo Maderero Panguipulli”.

Muy confiado, no analizó los números, porque la IFC, filial del Banco Mundial, le había otorgado a Bomasa un crédito de US$12 millones, que avaló su empresa Tehmcorp y exigió además que Bomasa comprara el otro 49% a los trabajadores.

“Tenía dos mil empleados, representantes en Europa, era todo muy grandioso. Al poco tiempo, me doy cuenta que estamos sonados y me fui un año a vivir a la planta, eché a todos los gerentes y se acabaron los viajes en avión: todos en bus”.

Estudió cuál era el problema y concluyó que “la calidad del bosque nativo no era apto para hacer el producto que vendíamos, los árboles eran demasiado viejos, los mejores ya habían sido cortados”.

Conocía la zona, pues su familia materna -los Fernández que eran 9 hermanos sumando a su madre- era dueña de 30 mil hectáreas que fueron tomadas en la UP. “Fui dos veces de niño, pero siempre escuché hablar de esos bosques”.

Bomasa, donde él tenía un 40%, se cerró. Petermann y los Boher, viendo cómo pagar el préstamo, le encargaron a una conocida firma de urbanismo un estudio para un desarrollo turístico. “Nos dijeron: no hagan nada porque van a perder plata. Otros amigos me sugirieron: Víctor, el que se mete en esta cuestión, quiebra, lo compra el segundo a un 10% y quiebra, y viene un tercero que compra a un 10% de lo que pagó el segundo y le va bien”.

Al final, Petermann se hizo cargo del crédito en 2002 y a cambio se quedó con las 50 mil hectáreas de bosques de Bomasa.

Entre su familia, léase sus dos hijas Andrea, ingeniera civil en minas como él, pero de la UC, hoy a cargo del área minera de Tehmcorp; Alexandra, ingeniera comercial de la UC doctorada en Economía en la U. de Friburgo, Alemania, actual gerenta general de la Reserva Huilo Huilo; y su entonces mujer, Ivonne Reifschneider, arquitecta de la UC, hoy presidenta de la Fundacion Huilo Huilo, se lanzaron a crear un proyecto turístico.

La Montaña Mágica no iba a ser un hotel, sino un gran tubo de acero construido por su Maestranza Vespucio, revestido de piedra, simulando un volcán, desde donde caía agua para ponerlo en medio del bosque. Cuando lo vio el arquitecto Rodrigo Verdugo, quien venía de su luna de miel en Barcelona, quiso darle un toque gaudiano y así nació en 2003 uno de los hoteles más famosos de Chile. Luego, hicieron otra figura de acero invertida -angosta abajo y ancha arriba- y fue el Hotel Nothofagus imitando a un árbol. “Una gringa me preguntó: y ahora qué, y le respondí ¿qué se le ocurre? Y me dijo un hongo. Y fue el Reino Fungi revestido en madera”.

A las 50 mil hectáreas sumó otras 50 mil. Todo porque al frente de Huilo Huilo, a la maderera Neltume Carranco, de una empresa francesa, le fue mal. “En 2005 partí a París, me junté con los franceses, no querían quebrar, me entregaron sus bosques -50 mil hectáreas- y yo asumí su deuda de US$8 millones”

-Con la reciente quiebra de Infodema, donde tiene un 5%, ¿deja para siempre el sector forestal?

- Nunca se puede decir de esta agua no beberé.

Infodema tiene una planta de tableros de madera en Valdivia, pero no es dueña de bosques, así que no es posible que asuma sus deudas de $10 mil millones a cambio de hectáreas de árboles.

-Después de dos negocios madereros fallidos, ¿estaría estaría dispuesto a volver?

-Tengo algunas plantaciones de pino en Lautaro, en el campo que fue de mi madre, que se podrían vender.

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“La delincuencia no ha bajado y nunca va a bajar”, sentencia Andrés González, dueño del restaurante Venezia, uno de los clásicos del barrio Bellavista que, inundado por las deudas, anunció esta semana el cierre de 65 años de historia.

Y, según cuenta González, no fue el estallido social ni la pandemia lo que los “mató”, sino “el microtráfico que se apoderó del barrio”. Dice que ya van un par de años desde que más de “12 tipos” se instalaron en la esquina de Pío Nono con Antonia López de Bello –donde se ubica el local– donde “gritan a viva voz la droga”. Lo que ha espantado a las familias que representaban, principalmente, a su clientela.

“Desde el estallido social, Carabineros dejó de ver a la delincuencia, porque se preocupan más de lo que pasa en las manifestaciones”, asegura.

Desde octubre del pasado, las ventas del Venezia comenzaron a sufrir una merma que llegaba a un 30 y un 40%. Sin embargo, dice González, “la guinda de la torta” la pusieron los microtraficantes, llegando a vender sólo el 20% de lo acostumbrado.

“Empecé a consumirme mis bienes, tuve que vender autos y otras cosas, siempre pensando que el estallido iba a terminar en algún momento. Veía sogas en todos lados, pero no me atrevía a cerrar el local”, relata.Al final, dice, “la pandemia fue como una tabla salvadora”.

González confiesa que, en algún momento, pensó en tomar el ‘crédito Covid', que ofrece el BancoEstado. Sin embargo, “vi que se empezó a retomar un miniestallido en Plaza Italia y eso afecta mucho. La situación no va a mejorar”, asegura.

Entre el Mapocho, canales y Neruda

El mito dice que el nombre se lo pusieron los vecinos: Venezia. Con Z, a la italiana. “Se lo pusieron por los canales que bajaban del cerro San Cristóbal hasta el Mapocho, porque por Pío Nono pasaban tres”, cuenta González, quien heredó el restaurante de su abuelo, Manuel Gutiérrez.

Según cuenta, Gutiérrez habría llegado al Venezia en los años 40, cuando éste aún era una fuente de soda. “Llegó desde otro local del barrio en el que trabajaba, para ser garzón. Ya en los años 50 pasó a ser el dueño y lo convirtió en un restaurante”, cuenta.

Con una carta abundante, principalmente de comida chilena, como el pernil, los arrollados, el costillar y la cazuela; el local atraía a comensales entre los que asiduamente se encontraba, según comentan, el mismísimo Pablo Neruda –quien también era vecino del barrio, dada su residencia en la famosa “La Chascona”–.

La cercanía con las estaciones de televisión, presentes también en el sector, llevó a que se hiciera común para el Venezia recibir la visita de representantes del mundo del espectáculo. Uno que solía caer a la hora de almuerzo es el director y guionista Álvaro Díaz. “Íbamos harto cuando existía el Canal 2. La gracia es que tenía dos comedores y a nosotros nos dejaban sentarnos en el caro a comer menú barato”, cuenta entre risas.

Sin embargo, su mayor vínculo con el restaurante se dio durante su adolescencia. “Mi papá tenía una oficina al frente, y cuando yo tenía 14 me llevó al Venezia a tomarme mi primer shop”, relata el miembro de Aplaplac.

El periodista gastronómico Daniel Greve –pronto a estrenar un nuevo canal en YouTube–, dice que el Venezia es de esas “picadas de barrio” que “crean tradición”. Con una cocina que apuesta por la nostalgia y que “muchas veces era desprolija, pero esa era la onda”. De esas a las que el público “no necesariamente va a comer, sino también por el ambiente y la vibra que tenía. Como el Cinzano o El Hoyo, un lugar muy genuino, descontracturado, y relajado, de sofisticación cero, lo que se agradecía”.

De la picada al delivery

Pese a todo, Andrés González dice sentirse optimista sobre el futuro. El cierre del local es el final de una etapa, pero no necesariamente de la marca. Su plan es encontrar un nuevo local y establecerse, para esta vez, dedicarse al delivery. “Es el negocio del futuro”, apuesta.

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