Por Adán Méndez

En 1837, el hombre más poderoso de Chile fue sorpresivamente asesinado, con odio personal y ensañamiento: un tiro de fusil disparado a corta distancia le voló media mandíbula y —según un informe forense hecho 180 años después— lo mató inmediatamente. En seguida, para apagar los estertores, o por gusto, lo cosieron a bayonetazos.

Fue asesinado en la plenitud de sus poderes, pero en la declinación de sus facultades. Su salud desmejoraba hacía tiempo —uno o dos infartos incluidos—; su economía estaba arruinada; su juicio quizá exageraba la amenaza lejana de la Confederación Perú-Boliviana, mientras que evidentemente subestimó la amenaza vecina de Quillota. Shakesperianamente, recibió advertencias claras y oportunas, y shakesperianamente las ignoró. Ese hombre, ultimado así por sus subalternos, Diego Portales, sorpresivamente pasaría a ser la encarnación misma del poder en Chile, e historiadores de una y otra vereda llamarían, con razón o sin ella, “el régimen portaliano” al resto de ese siglo e incluso a parte del siguiente.1

Pero ninguna de las muchas sorpresas de Portales supera la de su epistolario, que comenzó a hacerse público al mismo tiempo que se hacía efectiva su canonización como figura política: ese proceso en que incluso los contrarios aceptan con gusto su grandeza. Muy probablemente, no al mismo tiempo, sino a causa: la irrefrenable seducción del epistolario es motivo no menor del encumbramiento de su autor: cada gran historiador chileno —desde Vicuña Mackenna a Jocelyn-Holt— ha ligado su propia obra a este epistolario paradójico y cruel, a veces hilarante, otras indignante, y siempre suculento.

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Este maldito entusiasmo

La política es por cierto uno de sus temas permanentes, y siempre se ha procurado sacar conclusiones al respecto. Pero en sus escritos no hay algo así como un ideario portaliano. Si incluyen, por ejemplo, alegatos por la prensa libre y el derecho a oponerse al Gobierno, incluyen también lo contrario. Peor a la hora de actuar: como opositor fue implacable e hizo un uso amplio de la prensa para esos fines y, sin embargo, desde el Gobierno fue aún más implacable en reprimir ese mismo tipo de actividades.

Otro ejemplo: Luis Alberto Sánchez afirma que Portales vivió como un conspirador, hecho que confirma el epistolario, y que aunque solo fuera cierto en la proporción que muestran los historiadores más favorables, de todos modos sería ya chocante la inconsecuencia respecto de su apotegma más famoso: “Si mi padre conspirase, a mi padre fusilaría”.

Y así ocurre con casi cada tema: sus contradicciones parecen no tener evolución o algún desarrollo dialéctico, solo intensificarse y enquistarse: ni aprende ni olvida. Tampoco parecen encontrar otro descanso que la acción sorpresiva y rotunda. Aunque busque la paz, trae la guerra: de una manera u otra acaba saltando a la arena, pretendiendo que lo empujan. Ni siquiera en el fatalismo es inactivo: si lo adopta, lo hace con decisión, tenacidad y jerarquía:

“Desengáñese Ud.: no queda otro recurso que abandonarnos a la suerte y hacerla árbitro de nuestros destinos; cualquier otra cosa es peor” (14/05/1832).

Sus excepcionales facultades como analista político por cierto invitan a buscarle un ideario, pero las cartas están llenas de pasajes donde se muestra formidable analizando todo tipo de asuntos, y no se puede suponer que sea un teórico en tantas ramas. En especial se han vuelto clásicos sus análisis geopolíticos, lo que cuesta conciliar con la falta de una doctrina o teoría. Pero su mismo caso es un ejemplo de que una cosa no depende de la otra. La agudeza de sus análisis reside justamente en que busca las opciones en la realidad, no en las ideas:

“...hemos puesto a los azúcares peruanos 3 pesos en arroba, resolución que puede muy bien arrancar o mover al Gobierno peruano a tomar la medida de gravar por ejemplo con un 20% las mercaderías que se internasen en sus puertos después de haber pasado por el de Valparaíso, y he aquí un paso que destruiría nuestros almacenes de depósitos y nuestro comercio, y entonces no habría otro recurso que volver atrás con la más vergonzosa degradación, y liberarles los azúcares de todo derecho si así lo querían [quisieran] los peruanos, o irnos sobre ellos con un ejército: reflexione usted bien y encontrará que es muy posible que el Gobierno del Perú así proceda (al menos yo en su lugar lo haría), y verá igualmente que, llegado este caso, no nos queda otro recurso que uno de los dos que dejo apuntados” (30/08/1832).

No tiene una teoría acerca de la función pública, sino apenas un visión clara de las opciones y unas pocas preferencias drásticas —como la aversión a la inactividad, o el aprecio por el orden social y por la sanción contundente— en el ejercicio de ese “maldito entusiasmo”, que interpreto no como vocación de servicio sino como pulsión de mando. Y ser movido por contradicciones y pulsiones es algo muy diferente a conducirse por ideas y principios, como se puede precisamente observar en las ideas fuerza con que se ha querido levantarle un ideario:

Reacción monárquica

Por ejemplo, se habla de que hay en Portales lo que Jaksic llama “dejos de nostalgia” por el antiguo régimen, pero no pareciera que nostalgias de ningún tipo afecten al ministro. Vicuña Mackenna, desde muy cerca, considera a Portales no solo ajeno a la reacción monárquica, sino como su eficaz neutralizador; y si el ministro llama “mi Virreinato” a su período como gobernador de Valparaíso, lo mismo que cuando habla de “mi ínsula” lo hace con ironía de sí mismo y del cargo, no con nostalgia de nada. Y en un momento en que adopta un tono realmente nostálgico, lo hace, muy característicamente, con nostalgia del futuro. “Por estructura cerebral innata —concluye Encina— no puede mirar hacia atrás ni hacia los lados”.

Altruismo para con el fisco

También se ha considerado parte del ideario portaliano la idea de servir al fisco de manera altruista. Pero su práctica de no cobrar sus sueldos como ministro muestra más bien que no distinguía entre lo público y lo privado, cosa que por lo demás prueban ampliamente sus cartas, donde los intereses fiscales y los suyos propios andan siempre revueltos. Buena parte además de esa práctica del ministro me parece que tiene origen en el trauma del estanco: necesitaba acallar esas acusaciones de desfalcar al fisco y, como le era propio, lo hizo de manera rotunda y exagerada. Como sea, hacer de eso parte de una doctrina sería tan absurdo como hacerlo con su costumbre de ayudar en secreto y de su bolsillo a las familias de algunos de los que enviaba a prisión.

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Mi única pasión vehemente

“...cuando yo era mozo, hablaba a las señoritas en esta forma: — Si yo supiera que ud. no había de enojarse porque le pedía, le había de pedir a ver si me daba ahora mismo”

Este impulso suyo ha sido por todos reconocido, partiendo por él mismo. Solo Silva Castro —procurando, sin necesidad, desautorizar a quien lo acuse de promiscuo— oscuramente considera a Portales más bien débil en materia sexual. Más realista, Encina destaca el hecho de que el ministro en su faceta de vividor se mantuvo más acá de lo socialmente grave: “sus remoliendas estaban incorporadas al código moral de la época...”.

Un aspecto simpático de esta pasión en el ministro —y quizá el que más caracteriza en él una inclinación en lo demás harto natural y corriente— es la atención que este pone a la decadencia de la misma. A medida que los nunca ausentes temas de salud invaden sus cartas y siente que su “única pasión vehemente” se vuelve más dialogante y melancólica, el ministro se hace cargo de esta decadencia con la usual autoridad y decisión, sin lamento ni esperanza: “sepa y le aseguro bajo mi palabra, que mucho tiempo antes de tocar en los 40 aprendí a ser viejo, y que nunca lo seré verde”.

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El hablante epistolar

Aunque de naturaleza subterránea, el epistolario de Portales es el primer gran acontecimiento de la literatura del Chile independiente. En cuanto este comenzó a publicarse, un siglo después del asesinato de su autor, tanto Alone como Melfi percibieron de inmediato una grandeza literaria, oculta en la figura política. Se vieron compelidos a difundir el perfil literario del ministro, pero constreñidos por la brutalidad del material: “no se podían copiar in extenso las crudezas rabelesianas y los juicios terribles sobre personas conocidas... detalles de tal naturaleza que deben quedar en el arca cerrada del epistolario” (Alone).

Porque este ostenta las marcas más claras —parcialidad, fealdad, crueldad— de esa forma chilena de habitar, construir y pensar que de alcanzar lo sublime lo hace por un camino o embarrado o polvoriento.

Como si se tratara de una fundación —que no lo fue— luce ciertas características que serán corrientes en nuestra literatura: el hablante epistolar del ministro se manifiesta algo contrahecho, en estado inecuánime, feroz incluso consigo mismo, solazado en la antiestética. Si Luis Alberto Sánchez considera como algo propio de la literatura chilena el culto a la aspereza en el decir, para Joaquín Edwards Bello o para Armando Uribe esto se trata en realidad de algo generalizado: un feísmo, cuando no imbuchismo, muy propio del pueblo chileno y que todo el mundo nota.

Portales tuvo de hecho un gusto irreprimible por los bufones, en el que puede apreciarse esa específica crueldad spinoziana en virtud de la cual aquel filósofo, para indignación del animalista Schopenhauer, se entretenía echando a pelear arañas entre ellas. No quisiera dejar de exagerar este detalle porque revela un materialismo radical: ese que observa y trata a los seres animados como meras máquinas, se divierte y hasta se maravilla probando qué pueden hacer y hasta dónde pueden llegar —aunque se dañen en el experimento. El hecho de que Portales usara el nombre de uno de estos imbéciles para designarse también a sí mismo, indica que, aunque cruel, este modo de considerar a los demás era imparcial. E ilumina también su completo desinterés por los honores, la gloria y la posteridad: si del sustento de todo eso —los demás sujetos, actuales y futuros— se tiene una opinión no esencialmente diferente de la que tenemos de los imbéciles, y de nosotros mismos tampoco tenemos una idea esencialmente superior, la consideración que provenga de ellos y que se nos preste, la que sea, no puede emocionarnos mucho.

El mismo hecho de que le importe tan poco la gloria y tanto la honra y el crédito me parece que invita también a una interpretación materialista: su atención está en los factores sociales, en especial los jerárquicos, no en valores trascendentes. Otro indicio de este temple es “el orgullo por mis conocimientos en la facultad médica y acierto en mis curaciones”. Se considera un estupendo médico: aconsejó regular y celosamente a sus amigos en los temas de salud, y en la ominosa carta al médico Carlos Burton se puede apreciar que habla con él casi como entre colegas. Sus remedios nunca son espirituales, propone siempre soluciones físicas o químicas: abstenerse de té, evitar los lugares poblados durante las epidemias, baño diario, baños de mar, aire de campo, etc. En una ocasión ironiza sin piedad acerca del poder curativo de la oración.

Porque si en lo metafísico es un materialista redondo, en lo religioso es un agnóstico declarado —lúdico y satisfecho, no agónico ni militante. Cuando Andrés Bello lo solicita de compadre, Portales acepta por cierto y lamenta no poder estar en la ceremonia “en que gustoso habría suplido toda mi fe”. “Aunque no me sobra la fe —afirma en otra ocasión—, no me falta la filosofía”. Estas son ocasiones en que, sin ánimo de burla, declara sencilla y directamente su poca fe. No amontono aquí las muchas veces en que ironiza y se burla, groseramente en ocasiones, de la fe, porque eso mismo hay buenos creyentes que también lo hacen.

Si en materia política Portales puede contar entre ese tipo de genios que atacan la disciplina en que lo son, en materia literaria fue todavía unos pasos más allá: no despreció sino que sencillamente ignoró su propio genio. Sin embargo, la literatura forma parte de su vida corriente: en un momento complicado, cuando ha metido la pata con su socio y amigo, a la hora de disculparse recurre a Ovidio; tiene a Cervantes siempre en la punta de la lengua y lo remeda de manera automática; encarga y recomienda lecturas. Su autoconfianza literaria, aunque esto en él no sorprenda nada, es mayor que la de muchos profesionales: se siente de hecho una autoridad en materia de la lengua. Una que, como era de esperar, no se ufana de profundidades sino del conocimiento del uso exacto de las expresiones, sobre el que dicta cátedra si hay oportunidad.

Repetidamente afirma reconocer a los autores de tal o cual anónimo por su solo estilo; tampoco se acobarda en considerar “una gran tontera” un texto de Andrés Bello, ni le tirita la mano para corregirlo él mismo. Lo que vuelve —aquí, no en el tema político— frívola esa discusión acerca de si Portales era o no culto. Prefería por cierto los conocimientos técnicos, y su carácter quizá no le permitió la paciencia de alcanzar mayor cultura, ni eran sus cartas el lugar para lucirla. Pero eso no es ningún defecto en el epistolario y, al contrario, lo agiliza.

Portales, como escritor, es algo mejor que culto: es actual. Y elegante, gracioso y exacto incluso cuando escribe —y escribe muchas— vulgaridades, pesadeces y oscuridades de todo tipo. El punto se aprecia particularmente en pasajes que, como tiene que ocurrir en las correspondencias privadas, no son de buenas a primeras comprensibles; no obstante eso, en su caso son divertidos, intrigantes, magistrales y, a menudo, perturbadores —por ejemplo: “He celebrado mucho la ocurrencia del viejito Soto: él tendría arrugados los comodines de Ovejero, pero chicos de ningún modo”.

En otros casos, más eminentes, no es por accidente que el sentido se escapa: aunque siempre definidas, algunas de sus imágenes resultan herméticas, desafiantes: ha terminado siendo un gran tema qué quiso decir con “el principal resorte de la máquina” o con “el peso de la noche”. Aunque resulten un pantano estas imágenes tienen una primera apariencia clara. Si se atiende a la gramática, las tensiones inagotables del ministro parecieran del todo controladas —si se atiende al sentido, parecen incontrolables.

A todos sorprende esta tirantez extrema, el carácter más o menos contradictorio y a la vez enfático de sus expresiones, la configuración autoritaria e irritable, propensa a la exageración y a las pataletas. Como cuando de súbito evacúa su renuncia por no tolerar —él, un golpista— que se viole la Constitución, o cuando manda a cobrar a Prieto la no acontecida pérdida de su nave La Independencia, o cuando alega por la tampoco acontecida sublevación de Uriarte.

Y sus contradicciones personales se potencian con la ambigüedad propia del género epistolar, que parecía un género íntimo pero rara vez lo era: las cartas podían ser leídas por varios o muchos, incluso leídas ante grupos o auditorios, reenviadas, copiadas, resumidas en otras cartas, comentadas verbalmente, finalmente publicadas, etc. Quien escribía una carta tenía esta situación muy presente, y Portales más que nadie. Incluso cuando en puntos delicados se advierte reserva, al poner esa advertencia los autores de una carta sabían que esta no estaba asegurada; y es muy propio del género epistolar jugar con esa pretendida reserva para influir en el destinatario y en su entorno, de lo cual el ministro entrega ejemplos harto macizos.

Su sinceridad o insinceridad hay que verla caso a caso y es muchas veces indecidible: manipulaciones aparte, la ironía y el sarcasmo, y por tanto el histrionismo, son su segunda naturaleza, si no la primera; su inclinación a dejarse llevar por las palabras y por el humor del momento es más la del artista que la del político o la del empresario. Y, nuevamente, su conocimiento de sí mismo, prerrequisito para la sinceridad, es escaso: de haber llegado a la vejez, hubiera sido un nuevo Lear.

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