Sumito Estévez trabaja en su casa con su escritorio al lado del de su mujer y socia en cada uno de sus proyectos, Sylvia Sacchettoni. Se mandan mails y se contestan. Y no es el modo pandemia, es así hace más de 20 años.

Tienen tres hijas, una en Alemania, otra viviendo entre Canadá y España y una que acaba de dejar Madrid para instalarse en Buenos Aires.

Sumito, el embajador por excelencia de la gastronomía venezolana, el chef que estuvo más de 12 años con una decena de programas en El Gourmet, aterrizó con maletas en Chile hace tres años (acá vive su hermana hace mucho tiempo). Pero no fue hasta noviembre del 2019, que se dio cuenta de que su estadía sería definitiva.

Físico de profesión, con 54 años, hoy es el subdirector del Centro de innovación gastronómica del Inacap. Y en plena pandemia, se atrevió a lanzar su primer proyecto en el país: Sumo Gusto (www.sumogusto.cl), “comida venezolana fusión de amor y mundo”, como dice él.

“Hace 8 meses que estamos preparando lo que sería una tienda de delicatessen, con un par de mesas, pero el coronavirus nos hizo cambiar el modelo. Nos lanzamos 100% al delivery, pero espero estar abriendo la tienda en 20 días más”, cuenta Sumito desde su casa en Marcel Duhaut, en Providencia, donde abrirá su espacio.

En Isla Margarita, Venezuela, dejó su último restaurante y una prestigiosa escuela de cocina. Cuando llegaron a vivir a El Arrayán, los fines de semana armaban cenas clandestinas. “Somos la típica pareja que crió a sus hijos como garzones en sus restaurantes. Somos emprendedores natos”, comenta sonriendo.

“Nos vinimos con mucho miedo, sin saber cuánto nos íbamos a quedar. Teníamos toda una vida hecha en Venezuela, no le debíamos nada a nadie. Es muy difícil tomar la decisión de dejar un país. Eso quedó ahí cerrado, con la esperanza de retomar. Darnos cuenta de que ya no, tomó un tiempo. Tuve que salir del miedo y del luto emocional”.

—Leí que te fuiste y quedó todo montado, casi con tu computador sobre el escritorio. ¿Qué fue lo que te hizo salir realmente?

—Entré a Chile con una visa de trabajo para turista, porque venía a un proyecto de tres meses en Inacap, agotado de mi país, pero pensé que volvería a la guerra venezolana. Lo que me llevó a hacer las maletas no fue ni me restaurante ni la escuela, fue la crisis de Venezuela. Yo no quería vivir así. Hay gente que tiene la fortaleza para vivir en una dictadura, y otros que decimos: “yo no merezco vivir así”.

—¿Se estaba haciendo difícil el trabajo del día a día, te costaba conseguir insumos?

—En Venezuela no puedes sobrevivir si no terminas bailando con el diablo. Quienes importan los alimentos son los militares, a quienes se los tienes que comprar son los militares, si quieres construir una pared tienes que conseguir el cemento con un amigo militar del militar que tiene el negocio del cemento en Venezuela… etc. Yo no me sentía cómodo.

—Pensé que tampoco podría salir y ver a mis hijas… Todos los venezolanos estamos por el mundo hoy sin derecho a la identidad. Es una situación muy compleja. No te estoy contando nada nuevo, ustedes pasaron también por una dictadura y ya saben lo que es. Acá encontré un ambiente muy solidario, agradable. En Chile yo me sané de muchos dolores.

—¿Te costó partir de nuevo? Si bien acá ya tenías un nombre, no es la misma fama que te acompaña en tu país.

—Es difícil, pero menos dramático de lo que podría esperar. Con Sylvia somos una pareja extremadamente unida, nos gusta montar negocios y eso es tener una fortaleza enorme. Si un día tengo que partir a Italia, no es algo que me asuste ni me haga retroceder. Me daba un poco de miedo, porque ya tengo mi edad. Estoy a punto de cumplir 55 años y los pasos se tienen que tomar con más cautela. Un fracaso a los 55 no es lo mismo que un fracaso a los 20.

La montaña mágica

Sumito grabará esta semana para El Gourmet —canal que cumple 20 años— algunas cápsulas para Estados Unidos, donde siguen transmitiendo sus programas. Abrió también hace un año un canal de Youtube con mucho éxito, donde lo siguen los mismos que por años se han deleitado con las crónicas de su propia vida. “Soy un contador de historias”, reconoce.

Creció en “algo así como La montaña mágica de Thomas Mann”, explica riendo. Porque en Mérida vivió hasta los 22 años, donde su padre, Raúl Estévez —Premio Nacional de Ciencias en Venezuela—, fue el fundador del Departamento de Física de la Universidad de Los Andes, en 1965.

—¿Cómo fue criarse en Mérida?

—Es un reducto muy curioso, una vida muy campesina, era muy difícil llegar ahí. Somos una gente muy extraña para el resto del país, una zona fría en un país caliente. Hablamos de “usted”, muy poco caribeño. Gente muy pausada y tranquila. Y todos los chistes de gente estúpida en mi país se los adjudican a mi pueblo, somos como los gallegos de Venezuela.

—Te titulaste de físico, ¿cómo llegó la cocina a tu vida?

—Yo amaba la física con locura y era realmente bueno. Pero tuve muy claras mis limitaciones: Habría sido un gran profesor, pero nunca iba a ser un creador. La cocina apareció casi por casualidad, pero yo gateaba hacia la cocina cuando niño, porque yo me muevo desde el mundo olfativo. Ya tenía un club de gastronomía a los 12. Y mi madre decía que yo peleaba si ella le había echado algo a la olla y no me había dicho. La primera vez que llegué a una cocina de un restaurante (de Franz Conde, chef ejecutivo del Hilton en Ámsterdam hoy), me enamoré del espacio.

Su madre, Anú Singh, era una bella filóloga nacida y criada en la India.

“De niño íbamos mucho a la India. Tengo mucho contacto con mi familia allá. No fui criado bajo cultura y religión de la India, de hecho soy católico militante, porque trabajo mucho con la iglesia. Pero sí aprendí a respetar la diversidad cultural como parte de mi ADN”, señala.

En Instagram (@sumitoestevez), él la despidió el 6 de septiembre pasado, cuando ella murió en un hospital en Venezuela. “Escribía perfecto en 4 alfabetos (sánscrito, árabe, cirílico y latino), hablaba perfecto cuatro idiomas (punjabi, ruso, inglés y español) y entendía otros. Se casó con uno de los hombres más ricos de la India, con mi padre, con un guerrillero y se fue al monte, con un político en Canadá; fue amante de un oboista en Sao Paulo y se casó bajo el rito gitano con un gitano en Sevilla. Tuvo tres hijos, todos con mi papá. Muy pocas veces he conocido a alguien más culta que ella”.

A los 15 años, relata, él ya sabía de los diarios de Anais Nin, las historias de Henry Miller o de la bufanda de Isadora Duncan. “Cuando a los 17 fui a ver los grandes museos de Europa ya me sabía de memoria los cuadros porque ella me los había contado. Cuando yo trabajo tarareo sinfonías completas de música clásica porque con ella me las aprendí. La vi tomar ron y llorar mientras oía a Sir Lawrence Oliver declamar a Hamlet. Un día se cansó. Pasó los últimos años encerrada. Estos últimos días fueron agónicos para nosotros, pero se fue quedando dormida. No digo dormidita porque me hubiera odiado si digo así. No hay forma de contar fácil su historia. A los de arriba no les toca fácil. Hoy les llegó una muy arrecha”, lee Sumito en voz alta. “Me crió una mamá complicada”.

En su blog publicó una larga carta también sobre Dumel, su hija transgénero, quien había nacido como Pablo 24 años atrás. Fue en diciembre de 2019, “el año en que todo cambió”, explica.

“Hasta hace poco decíamos ‘tengo un amigo negro, pero es inteligente', ‘tengo un amigo gay, pero es chévere'. A mí Dumel le tocará vivir eso una y mil veces. La gente dirá cosas como ‘Sumito tiene un hijo que ahora es una vaina rara trans, pero es inteligente'. A Dumel le tocará equilibrar sus búsquedas con las de su padre católico que pertenece a una iglesia que lucha contra lo que califica de ideología de género, pero de algo estoy seguro: Dumel podrá con eso y no habrá un día que no sea parte del bien común”, escribe.

—¿Cómo ha sido este año, desde que escribiste esa carta?

—Ella volvió a Argentina. Te puedo decir que nos amamos y nos hablamos todos los días. Y era muy lindo que se haya puesto Dumel, porque es un nombre muy significativo para mí, pero era un nombre transitorio. Ahora se llama Jazmín, que es mucho más femenino.

“Tengo un cóctel ético en el que creo”

Sumito es autor de varios libros (como “12 pasos para cocinar la imagen de un país”, de 2016) y creador de la Fundación Fogones y bandera.

Toda una vida ha buscado también la sustentabilidad en sus proyectos, tal como lo hace ahora en Sumo Gusto ocupando bolsas de algodón orgánico, yute natural, Kraft reciclables y envases compostables. “En Isla Margarita se burlaban de mí, porque todos los días guardaba una bolsa de basura en el refrigerador para llevarla al compostaje”, recuerda. “Es caro ser sustentable, pero lo hago encantado”.

Para él, además, es fundamental el reconocimiento del otro. “Creo que no hay momento más lindo de la gastronomía que cuando se genera comunidad desde la comunión. Mi plato es bueno por el orégano que le compro a la señora del norte de Chile, no porque yo lo inventé; es porque supe darme el tiempo para abrazar a quien hace lo que yo no sé hacer”.

—Decías que te impresionabas porque para los chilenos lo primero es el vínculo emocional que nos provocan ciertas comidas.

—Nunca ha dejado de impresionarme. Y creo que es una de las fortalezas menos exploradas de los chilenos, en cuanto a mercadeo gastronómico. Porque el crecimiento que ha tenido Chile es brutal, el 10% de los 50 Best Latinoamérica son chilenos y hay un chileno metido entre los 50 mejores del mundo. El currículum está clarito y el acervo, ni dudarlo.

—Entiendo que tu propia filosofía tiene que ver con hacer feliz al resto a través de la comida, y contigo mismo siendo feliz en el proceso.

—Tengo un cóctel ético en el que creo. No quiero que parezca que lo que yo hago es lo correcto, pero son cosas absolutamente irrenunciables. Primero, creo que la gastronomía es un vehículo que entrega felicidad, por lo que bajo ningún concepto yo cocino de mal humor. Me da mucha angustia que yo pueda entregar esa mala energía en un plato a una persona. ¿Es que nunca estoy de mal humor? No. Pero cuando lo estoy, no cocino.

—¿Nunca tuviste que cocinar en medio de mucho estrés?

—No. Porque medito antes. Acá en Chile también he puesto la regla: antes de atender a las personas la gente tiene que tomarse mínimo media hora de descanso, así sea yendo a un parque. Porque si abren con angustia, van a entregar esa angustia a otros. Si he estado triste o malhumorado, busco la manera de quitarme ese estado de ánimo, pero no meto la mano en una olla. Lo otro, tengo una enorme angustia de hacerle daño a alguien a través de mi cocina. Creo en la mesura, en usar ingredientes correctos. Yo soy muy creyente y no quiero llegar arriba y que me digan: “Mira, esa fila de enfermos son tuyos, porque tú los enfermaste”.

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