“La Independencia es un laboratorio formidable de experimentación política; los Chiles que pudimos ser y que no fuimos. Ahí está el encanto fundacional de esa época”, sostiene Gabriel Cid, doctor en Historia y especialista en historia política e intelectual del s XIX.

Es investigador en el Instituto de Historia de la Universidad San Sebastián, donde alcanzó a poner un pie y comenzó la pandemia, por lo que inició las clases por Zoom.

—Dado los superventas, parece ser que hay un boom por la historia de Chile este último tiempo.

—Hay un cierto interés distinto, lo que es irónico, porque estamos en un mundo que devalúa sistemáticamente la relevancia de las humanidades. Comenzaron a recortar las horas de historia en el Mineduc y provocó un efecto rebote de mayor interés.

—¿Cómo vamos a plasmar en la historia esta celebración de nuestra chilenidad en pandemia? Aislados, divididos políticamente, sin Parada Militar, sin ramadas, ni Te Deum...

—Es muy complicado, porque parte del paquete que suponen las Fiestas Patrias tiene que ver primero con la noción de festividad, de salir y congregarse en términos multitudinarios. Los primeros 18 en Santiago en el s. XIX eran ocupar la Alameda con una gran fiesta pública. Viene acompañada de la legitimidad religiosa que le confiere el Te Deum y, desde 1837, comienza a instaurarse a idea de que la Independencia también debe tener una conmemoración cívica, no solo militar.

—¿Cómo eran esas celebraciones originarias?

—Festivas, multitudinarias, y sin distinción social. El 18, así como las navidades en el siglo XIX, tienden a diluir -momentáneamente- las fronteras sociales. Hay un cuadro de Rugendas que muestra la llegada del Presidente Prieto entrando a la Pampilla (1837), donde todos hacen picnic en un espacio común. El s.XXI ha remarcado las fronteras de clases.

—O'Higgins en 1818 envió el “decreto de la chilenidad” para acabar con el sistema de castas reinante hasta el momento, producto del mestizaje.

—Es notable, porque lo que hace es abolir la aristocracia como forma de institución legal de la desigualdad. La república se funda sobre un principio insustituible que es la igualdad ante la ley. Tenemos tres siglos de dominación colonial, que generan títulos nobiliarios, hasta que llega a O'Higgins a eliminarlos. Destruye esas desigualdades legales que ponen a unos chilenos por sobre otros, pero no las clases sociales. Hay formas de distinción legítimas, como aquellas no heredadas y que provienen del mérito. La aristocracia es particularmente odiosa para ese momento porque tiene que ver con distinciones sociales heredadas y, al mismo tiempo, esas distinciones tienen un estatus legal distinto también. Dependiendo de a qué casta perteneces tienes un reconocimiento legal distinto. O'Higgins decide que, de ese momento en adelante, todos nos vamos a llamar chilenos.

—La herencia “aristocrática” sigue pesando en este país. Ni hablar de las distinciones de razas...

—Esta ley (el decreto de la chilenidad) es una de las lecciones del siglo XIX: hay límites al voluntarismo legal. La realidad resulta ser mucho más indócil de lo que uno podría imaginar. La Constitución dice que en Chile no hay clases privilegiadas, sin embargo, todos sabemos que de facto sí las hay. Así como tampoco deberíamos discriminar a nadie por su procedencia étnica. ¿Hasta qué punto las leyes pueden desanclar prejuicios muy arraigados? La política tiene un vértigo voluntarista, pero las estructuras sociales cambian de forma más pausada.

—“Líderes como O'Higgins y Carrera combatieron la esclavitud reinante pero también quisieron suprimir las odiosas diferencias sociales”, decía Luz María Méndez en Artes y Letras.

—Diferencias sociales en el sentido jurídico. En el caso de la abolición de la esclavitud es un dilema en toda Hispanoamérica. En Chile se despacha, en 1823, por las urgencias de la Guerra, porque una de las formas de enrolamiento es permitir el ingreso de esclavos bajo la promesa de libertad. Chile es una sociedad con esclavos, pero no es una sociedad esclavista; quiere decir que la estructura productiva no se asienta en la institución de la esclavitud. No significa que en términos demográficos no sean relevantes, solo en Coquimbo estaba la mayor cantidad de afrodescendientes, entre el 15 y el 18% de la población.

—Pedro Cayuqueo también citaba a Benjamín Vicuña Mackenna que, en 1866, señaló que una de las grandes virtudes de Chile era “no tener indios”.

—Esa generación cree que naturalmente íbamos a ser una sociedad más desarrollada por el hecho de haber creado la república. Sin embargo, hay una estructura social que parece ser refractaria a la modernidad. Una de las formas que ellos leen cómo cambiar esa estructura es la migración. Está la idea de que hay generaciones nativas, en el contexto latinoamericano, que son refractarias al progreso. Por lo tanto, lo que hay que hacer es traer migrantes: ojalá franceses, ingleses, suizos... Cambiar la raza con el reemplazo del mundo indígena por estos “portadores de civilización”. Lo que hace Vicuña Mackenna es definir que si bien existe el problema indígena, está asentado en la zona sur. Dos años después va a estar peleando en el Congreso por exterminar a los araucanos.

Los historiadores y el presente

Cid es de Ovalle, hijo de artesanos, y soñaba con la historia desde niño.

Entre sus publicaciones destacan los libros “Pensar la revolución. Historia intelectual de la independencia chilena” (2019); “Debates republicanos en Chile. Siglo XIX” (2012-2013, con Ana María Stuven), entre otros.

“Ante el mundo indígena conviven dos visiones tensamente: una que es la civilizatoria, que los ve como bárbaros, salvajes, flojos y una visión idealizada que es la del guerrero indomable. Nuestro primer escudo nacional tiene dos indígenas resguardando el pilar de la libertad. La Guerra del Pacífico (1879-1884) tiende a tomar la idea del guerrero, toma aquellas virtudes y las subsume en el icono del mestizaje que es el roto chileno”.

—“En este lenguaje político palabras como ‘roto', ‘araucano' y ‘cholo' adquirirán un sentido especial en la retórica bélica", escribe el historiador Juan Carlos Arellano.

—El concepto de “roto” es ambiguo: alude a las clases populares -hasta hoy hablamos de roto como insulto-; y la Guerra del Pacífico rescata al héroe que encarna las virtudes del mestizaje. Se acuña el término raza chilena. Tenemos un mestizaje particularmente apto para la guerra: porque encarna las virtudes del mapuche y del conquistador español. En cambio, el mestizaje peruano se ve como un mosaico de etnias todas en rivalidad perpetua. El roto es un ícono bifronte, porque es ícono de clase e ícono nacional. El mestizaje tiende a ser utilizado para diluir las tensiones sociales y raciales.

—Hoy está de moda ese test genético para identificar nuestro porcentaje de orígenes étnicos.

—Estamos en un mundo que insiste en el que las ideas de raza no deberían primar, no obstante estamos obsesionados por mostrarnos de una cierta etnia. Hace unas semanas se destapó el caso de esta profesora (de la U. George Washington) que fingía ser descendiente de esclavos para obtener prebendas académicas. Por un lado, está el discurso desde las ciencias sociales que insiste que estos son construcciones sociales, por lo tanto no cuentan, y por otro hay una fijación, a ratos obsesiva, por la identidad étnica. Es una paradoja del siglo XXI. Buscamos en nuestros ancestros resabios de identidad. Mientras la globalización pone en tela de juicio las identidades nacionales, las personas necesitan poner en ese lugar algo que reclame su filiación.

—¿Cómo ves la reivindicación mapuche? Parece avanzar en buenos términos, al menos, para tener representatividad en el proceso constituyente.

—Los historiadores somos buenos para leer el pasado, pero poco lúcidos para interpretar el presente. No obstante, hay un salto cualitativo positivo que es reconocer que este país es étnicamente diverso. Es un dilema incómodo que siempre se ha querido eludir. Los constituyentes de 1828 dicen: “Si los mapuches son ciudadanos, ¿por qué no están sentados acá?”. Es un dilema nuevo de puro viejo. Ellos ya notaron esta profunda ironía, reconociendo a los mapuches como pertenecientes a la nación, sin que tengan ningún tipo de representación. Después de 200 años, es un gesto saludable hacerse cargo de ese dilema.

Una rabia muda

“Mi intención al trabajar el mundo intelectual de la Independencia es reconocer que no puede ser pensada siempre como una gesta militar. Los que trazan la hoja de ruta son los intelectuales, instalan un nuevo lenguaje para explicar una nueva realidad”, señala Cid.

—En “Pensar la revolución...” rescatas un concepto que adquiere nueva vida con el estallido social.

—El concepto de revolución tiene una visibilidad mayor después de octubre, pero como proyecto tal vez nunca ha tenido menos potencialidad de concretarse. Goza de muy buena salud en términos retóricos y mediáticos, pero las condiciones estructurales que posibilitan un cambio revolucionar quizás nunca han sido más lejanas.

—Tú decías que en la Independencia se sustentaba la revolución dado un “guion ideológico”.

—Una revolución tiene que ser un cambio permanente en el tiempo, profundo y radical. Y para eso tiene que ser por medio de la violencia. Por eso la revolución de la Independencia cambia la estructura política de modo irreversible. Los conceptos acuñados por esa generación son: democracia, representación, Constitución, igualdad, libertad, ciudadanía, pueblo soberano. 200 años después todavía no se nos ocurre un lenguaje nuevo para explicar ese vínculo. Una ironía es que esta tremenda efervescencia social en las calles se quede en una rabia muda poco traducible en términos ideológicos. Aquellos que habían canalizado las expectativas de cambio, los partidos políticos, están deslegitimados.

—Lo que sí significa un salto cualitativo es el feminismo, a propósito de Stuven, pionera en estudios de género.

—Ese es un salto cualitativo e ineludible, tanto como los dilemas de representación el mundo indígena. Por primera vez, estas revueltas sociales empujan a un proceso constituyente, sin la intervención de los militares de por medio, hasta ahora. Hay actores nuevos y las consecuencias pueden ser nuevas. Todas las constituciones en Chile han sido dictadas bajo la sombra del poder militar.

—En redes sociales hay chistes acerca de cómo van a explicar los historiadores lo que ha pasado en Chile de octubre a esta parte. Se ve complejo.

—La única virtud epistemológica es que los historiadores conocen el final del cuento. Ahora estamos siendo actores de sucesos que avanzan con un vértigo que nos descoloca, nos deja sin nuestra ventaja disciplinar. Sin certezas. Como dice Hegel, Minerva eleva el vuelo al atardecer. Tendemos a llegar tarde con nuestras explicaciones, pero ahora estamos aprendiendo a vivir con la contingencia, tal como en la guerra y la revolución, donde lo imprevisible es lo que cuenta.

Gabriel Cid, historiador.

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