“Hace cuatro meses que por falta de vino no se celebraba el culto divino, ni oímos misa”.

Carta de Pedro de Valdivia a Carlos V

La Serena, 4 de setiembre de 1545

La vid ingresó y se propagó en América detrás de las espadas de los soldados españoles y las cruces de sus frailes. A medida que Hernán Cortés, Francisco Pizarro y Pedro de Valdivia penetraron en los nuevos territorios para incorporarlos a la Corona española, llevaron con ellos su cultura, sus costumbres y sus prácticas alimentarias, incluyendo el vino, esa bebida arraigada en el pueblo español desde la Edad Media.

El vino formaba parte de la dieta mediterránea, junto con el trigo y el olivo. Los españoles trataron de asegurarse el acceso a estos alimentos, como modo de mantener un estilo de vida parecido al que tenían en la península ibérica. Las tropas exigían el acceso al vino como parte de sus reivindicaciones. Por su parte, los frailes también reclamaban acceso a esta bebida, para celebrar la Misa y para su consumo personal. Los capitanes y gobernantes asumieron la responsabilidad de garantizar la provisión de vino para sus hombres como parte importante de su tarea de gobierno.

El impulso de los españoles llevó a introducir la viña en los distintos territorios conquistados. Pero los resultados fueron distintos por razones de climas y suelos. En el Caribe, los intentos por cultivar la vid fracasaron, lo mismo que en el norte de América del Sur. Pero las viñas lograron prosperar con velocidad en México, Perú y Chile. En relativamente poco tiempo, América emergió como un pujante continente para la vid y el vino.

1-Veloz propagación de la vid y la cultura del vino

La conquista española del continente americano se realizó en forma fulminante. En la primera mitad del siglo XVI, el Imperio español afirmaba su poder desde México a Chile y el Río de la Plata. En 1519 Hernán Cortés puso en marcha la conquista de la confederación azteca, y poco después, con la ayuda de los tlaxcaltecas, logró someter la capital, Tenochtitlán. Las enormes riquezas conquistadas en México, estimularon las expediciones españoles para conquistar las tierras del sur. En 1531 comenzó la expedición de Francisco Pizarro rumbo al Perú. En dos años, la superioridad tecnológica y militar de los europeos aseguró la conquista del imperio Inca y comenzó la colonización del territorio. En pocos años se fundaron las ciudades de Lima (1534), Arequipa (1540) e Ica (1563). Desde allí se organizaron nuevas expediciones, para llegar más al sur. Pedro de Valdivia logró conquistar Chile, donde fundó las primeras ciudades: Santiago (1541), La Serena (1546) y Concepción (1551). Desde allí, los españoles cruzaron la cordillera de los Andes y fundaron las primeras ciudades argentinas: Mendoza (1561), San Juan (1562).

Junto con la conquista militar y política, comenzó la introducción de plantas y animales europeos, entre las cuales se incluía la vid. En su viaje descubridor de América, Cristóbal Colón llevó una provisión de vino suficiente para abastecer la tripulación de la Santa María durante un año. Poco después, en su segundo viaje, trasladó las primeras cepas de vitis vinífera. En Cuba y Santo Domingo se plantaron las primeras viñas en el Caribe. Desde allí, Hernán Cortés ordenó enviarlas algunas plantas a México. Para reforzar el abastecimiento, el 12 de octubre de 1522, en carta al emperador Carlos V, Cortes solicitó se le enviasen plantas directamente desde la península. El doble flujo, desde Cuba y desde España, permitió la precoz propagación de la vid en México. Posteriormente, el 20 de marzo de 1524, Hernán Cortes ordenó que todos los encomenderos españoles debían plantar mil plantas de vid, cada año, por cada cien indios a su servicio.

La solicitud del conquistador fue apoyada por la Corona. En las Capitulaciones de Toledo (1529) se autorizó a los españoles que pasaban a América, llevar consigo plantas y animales. Poco después, la Real Cédula del 31 de agosto de 1531, firmada por Carlos V, ordenó que todos los barcos que zarparan rumbo a las Indias, debían llevar plantas de viña y olivos. A partir de entonces, se aseguró el flujo regular de vitis vinífera desde España hacia América.

La consolidación del cultivo de la vid en México, generó las condiciones para su expansión, tanto hacia el norte (California) como hacia el sur (América Central). Paralelamente, en América del Sur, la cultura de la vid y el vino también se propagó con rapidez. El cultivo de la vid y la elaboración del vino comenzaron en Perú en la década de 1540. Pronto se comenzó a destacar Arequipa como polo productivo regional, capaz de exportar hacia reinos vecinos, particularmente a Chile. Así se desprende de otra carta de Pedro de Valdivia, fechada el 15 de octubre de 1550 y dirigida a sus apoderados en la Corte: «Monroy trajo de Arequipa un navío con $4.000, y con media docena de botijas de vino para decir misa. Cuando partió, quedaba en la ciudad un azumbre (2,2 litros). Por ello, el vino nos faltó cinco meses antes de su regreso. Tardó desde el día que partió hasta que volvió ante mi, dos años justos».

El primero viticultor de Chile fue don Rodrigo de Araya (1497-1561). Español peninsular, llegó a Chile con los primeros conquistadores. En 1541 fue cofundador de Santiago junto a Pedro de Valdivia. Sirvió como alcalde y regidor del Cabildo en las décadas de 1540 y 1550. Promovió varias innovaciones relevantes: además se cultivar las primeras viñas, introdujo el trigo en Chile y estableció el primer molino harinero hidráulico en Santiago (1548). La actitud de don Rodrigo fue emulada por sus vecinos y rápidamente se propagaron los cultivos de trigo y las viñas.

En la década de 1550 las cepas de vid se consolidaron en Chile. Allí encontraron un nicho ecológico particularmente favorable y se propagaron rápidamente por todo el reino, desde Copiapó y La Serena en el norte, hasta Chillan y Concepción por el sur y hasta San Juan y Mendoza por el este.

El cultivo de la viña fue el primer mandato que tuvieron los vecinos de Mendoza desde el primer día de su historia. El 2 de marzo de 1561, don Pedro del Castillo fundó la ciudad y otorgó a cada vecino un terreno de seis cuadras para plantar sus viñedos (Guerrero, 1962: 107). Los mendocinos aceptaron el desafío, y pronto se destacaron precisamente, por el cultivo de las cepas. En 1575 el cronista López de Velazco dio cuenta de la existencia de viñas en Mendoza. Entre los primeros viticultores estaba don Alonso de Reinoso, el cual tenía una viña de 5000 cepas; el cierre perimetral se realizó con tapiales de tierra cruda. Levantó también un horno para manufacturar sus tinajas y botijas; su bodega tenía vasijas para elaborar 150 arribas de vino. Así lo registró don Alonso en su testamento de 1588.

A medida que se fundaban las ciudades, y se establecían los colonos, ellos se preocupaban de introducir las plantas y animales europeos, entre los cuales, se destacaba la vid. Hacia fines del siglo XVI, los cronistas y viajeros que recorrían las ciudades de Perú, Chile y el oeste de la actual Argentina, coincidían en describir la presencia de viñas.

La pasión de los soldados, frailes y colonos por el vino, generó un complejo proceso de producción, distribución y consumo de la vid y el vino. En relativamente poco tiempo, los vigorosos mercados comenzaron a causar efectos económicos, políticos y sociales. Los productores de la península ibérica advirtieron la enorme fuerza del mercado americano, y comenzaron a mover sus influencias en la Corte para restringir la producción local y convertirse en proveedores exclusivos y privilegiados. La tendencia a aprovechar el poder para manejar los mercados se trasladó también a América, donde los nobles cercanos al virrey operaban para excluir a sus competidores más desfavorecidos.

El vino se convirtió en materia de negociación permanente entre las instituciones españoles. Además de los nobles y hacendados, el vino y el aguardiente se convirtieron en tema de trabajo para las autoridades locales, los cabildos, para financiar sus gastos a través de impuestos. Por su parte, los virreyes y gobernadores pusieron sus ojos en la vitivinicultura para financiar sus grandes obras públicas, sobre todo puertos y fortificaciones. Lo mismo pensó la Corona, para construir palacios reales y para sostener los costos económicos de guerras interimperiales. El vino se convirtió en tema de interés económico, político y militar, en los complejos vericuetos de la administración española.

Las promisorias perspectivas de la viticultura mexicana se vieron frustradas por la presión de los hacendados peninsulares. En 1595 Felipe II prohibió plantar nuevas cepas en el Virreinato de Nueva España. Posteriormente, la producción se restringió aún más, y el mercado mexicano quedó reservado para los productores españoles. Solo se permitió la pervivencia de la pequeña producción de la frontera norte, en Santa María de Parras, sólo para consumo local. La América vitivinícola se concentró en el Hemisferio Sur, en el Virreinato del Perú. La Corona toleró el cultivo de la vid en estos territorios, pero con expresa prohibición de abastecer los mercados de Nueva España. Dentro de este marco, los colonos plantaron viñas y elaboraron vinos y aguardientes. De este modo se sentaron las bases para el surgimiento de los actuales polos vitivinícolas de Argentina, Chile, Bolivia y Perú.

La propagación de las plantas europeas fue modelando los distintos paisajes culturales, entre los cuales se insertaron las viñas. Naturalmente, estas no se cultivaron en zonas tropicales ni húmedas, sino en áreas templadas, áridas y semiáridas. Los climas contribuyeron al surgimiento de fronteras productivas, alrededor de plantaciones hegemónicas. En las zonas vitivinícolas, hubo diferencias relevantes. En Perú convivieron viñas con plantaciones de azúcar y algodón. El norte y el centro fueron zonas azucareras por excelencia, y en segundo lugar, algodoneras. Las viñas se cultivaron en la zona central (Ica) y en el sur (Arequipa). En el centro, los viñedos debieron competir con las plantaciones de caña de azúcar y algodón, no así en el sur, donde tuvieron ventajas comparativas importantes por razones de clima.

En Chile y Argentina, en cambio, la situación fue diferente porque las zonas vitivinícolas no eran aptas para el cultivo de la caña de azúcar ni el algodón. Estos productos eran muy lucrativos, motivo por el cual, se intentó introducir sus cultivos, sin éxito. Esta situación liberó a la vitivinicultura chileno-argentina de la presencia de la caña de azúcar, lo cual fue una ventaja importante, dado que no existió la tentación de contaminar los aguardientes de uva con los de azúcar, problema que fue muy grave en Perú.

Los climas templados de Chile favorecieron el cultivo de trigo. Esta fue la principal producción y exportación chilena durante tres siglos, desde mediados del XVI hasta mediados del XIX. La economía tradicional chilena se orientó principalmente a cultivar y exportar trigo al Virreinato del Perú. Principal proveedor del próspero y superpoblado virreinato limeño, Chile se convirtió en ese tiempo en el principal polo triguero de América del Sur, perfil que también rigió para Mendoza y San Juan en esos años.

Y junto con el trigo, florecieron también los molinos harineros. Buena parte de la enorme producción triguera de Chile y Cuyo, se molía en molinos hidráulicos de rodezno. Estas maquinarias se propagaron por toda América Colonial. De hecho fueron la maquinaria más sofisticada de esos años. En algunos territorios, como en México, se levantaron molinos de grandes tamaños, capaces de abastecer cientos de miles de consumidores. En cambio, en Chile y Cuyo, prevaleció un modelo de molinos pequeños pero muy numerosos. Hacia fines del periodo colonial, Chile y Cuyo tenían la mayor cantidad de molinos de América.

Surgieron así dos paisajes vitivinícolas diferentes, en Perú por un lado, y en Chile y Cuyo por otro. En Perú, las viñas eran vecinas de las plantaciones de caña de azúcar. Por lo general eran grandes haciendas, muchas de ellas en manos de los jesuitas. Desde el punto de vista de la mano de obra, la cercanía de economías de plantación, como azúcar y algodón, generó en Perú un fuerte polo de demanda de esclavos de origen africano. El motor inicial eran los cañaverales, pero después, esta tendencia se extendió hacia las demás actividades económicas, incluyendo la vitivinicultura. Desde el punto de vista del patrimonio alimentario, la abundancia de azúcar generó una gastronomía muy avanzada en el desarrollo de postres y helados, logrados con nieve obtenida en la cordillera de los Andes.

En cambio, en Chile y Cuyo, el ambiente fue diferente. La ausencia del modelo de plantación redujo la demanda de mano de obra esclava. La población de origen africano fue notablemente menor en estos territorios, en comparación con las zonas tropicales y el Perú. Paralelamente, las viñas dialogaban con tierras de pan llevar, cultivadas con trigo, donde los molinos harineros operaban como centros socioculturales. Disponer de azúcar era un lujo, pero abundaba la yerba del Paraguay, que se servía como infusión para acompañar las comidas.

En los nuevos escenarios americanos, los conquistadores aceptaron la disminución del acceso a algunos productos europeos. El trigo fue el cereal más valorado por los españoles, pero en algunos territorios, aceptaron la sustitución por el maíz y la papa, al menos parcialmente. La carne también fue valorada como alimento, sobre todo el cordero. Pero también se realizaron algunas sustituciones a través de pavos y otras aves: en las haciendas hispanoamericanas solía haber un palomar, destinado a la alimentación de propietarios, sirvientes y esclavos. También se registraron cambios en las especies y condimentos: en América, los españoles aceptaron muy bien el ají y el pimiento. Algo parecido ocurrió con el aceite de oliva, muy abundante en España y escaso en el Nuevo Mundo, donde fue sustituido por grasa de cerdo. En cambio el vino no tuvo sustitución.

Para los españoles, esta bebida representaba una columna central de su alimentación. Una comida sin vino era frustrante para los conquistadores. Y no era sólo la necesidad del alimento, sino también por su dimensión simbólica. El vino servía para fortalecer su autoestima, sobre todo en los momentos de tribulaciones. También contribuía a afirmar la identidad del grupo y vigorizar los lazos sociales.

Ficha de autor

Pablo Lacoste es licenciado en Historia, Universidad Nacional de Cuyo, 1988, Argentina. Profesor de Historia, Universidad Nacional de Cuyo, 1987, Argentina. Doctor en estudios Americanos, especialidad en Estudios Internacionales, IDEA-USACH, 2000, Chile. Doctor en Historia, Universidad de Buenos Aires, 1993, Argentina.

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