Por Alejandro San Francisco

Los llamados tres tercios históricos chilenos midieron fuerzas la decisiva elección presidencial del 4 de septiembre de 1970, cuando se enfrentaron Jorge Alessandri, Radomiro Tomic y Salvador Allende. Esta no era solamente una elección a tres bandas, sino que desde el comienzo fue muy competitiva, por diferentes razones.

En esa oportunidad la derecha presentó a su mejor figura, Alessandri, a quien fueron a buscarlo desde que dejó La Moneda en 1964: “Alessandri volverá”, era el grito de batalla y la ilusión. La izquierda, pese a sus dificultades internas, volvió a insistir con Allende, su figura política más relevante y conocida en todo Chile. En el caso de la Democracia Cristiana había un problema: Eduardo Frei Montalva, quien era sin duda la principal figura política del país, no podía ser reelegido, por lo que optó por Tomic, predestinado para ser el sucesor: “Frei Presidente, Tomic el siguiente”, cantaban los falangistas en 1964.

Las perspectivas para el 4 de septiembre no estaban claras porque había elementos contradictorios y complejos en la información y en las campañas. Tomic era el candidato más débil personalmente, pero tenía la fuerza del gobierno y contaba con la excelente evaluación personal que existía sobre Frei; Allende era un candidato potente, pero que tenía un techo que no superaba el 40% y un piso que no bajaba del 30%, al igual que su sector político, la izquierda; Alessandri se había retirado del gobierno con una excelente apreciación personal (no era lo mismo la evaluación sobre su gobierno), aunque la derecha prácticamente había desaparecido en 1965, si bien se recuperó al año siguiente con la creación del Partido Nacional, que se elevó sobre el 20% de los votos en las elecciones parlamentarias de 1969.

Cada candidato tenía las fortalezas y debilidades, lo que implicaba la necesidad de potenciar aquellos aspectos que eran especialmente positivos en ellos o en sus agrupaciones, así como evitar cometer errores que pudieran significar una disminución de apoyo que podría ser decisivo en la jornada electoral de septiembre. Aunque las primeras encuestas daban una mayor intención de voto a favor de Jorge Alessandri, la campaña en 1970 fue larga e intensa, por lo cual las tendencias podían cambiar en cualquier momento.

El distanciamiento en la DC

Tomic era un orador brillante, aunque algo rebuscado y quizá arcaico en el lenguaje, difícil de seguir para quienes no fueran avezados en la dinámica parlamentaria o en la lógica de la lucha política. En su campaña de 1970 hubo dos aspectos especialmente relevantes: el primero fue su talante izquierdista y el segundo su distanciamiento hacia la figura del presidente Eduardo Frei. Ambos jugarían en su contra.

Durante el gobierno de la Democracia Cristiana, entre 1964 y 1970, Tomic fue embajador en Estados Unidos y posteriormente regresó a Chile para asumir la candidatura. En todo ese tiempo mantuvo discrepancias con el presidente Frei, en temas como la chilenización del cobre o la reforma agraria, en los cuales Tomic tenía posiciones más radicales y consideraba que el gobierno se había quedado corto al no nacionalizar las riquezas cupríferas o bien al no ser más drástico en las expropiaciones en el campo. Ambos temas los manifestó con claridad a Frei, en una serie de cartas que muestran las contradicciones entre ambas figuras del falangismo, como le espetaba el Presidente a quien sería candidato en 1970: “Tu esquema político de la posibilidad de construir el futuro Gobierno sobre la base del apoyo de socialistas, comunistas y hasta radicales implica un desconocimiento –para mí verdaderamente increíble– de la realidad actual del país” (13 de julio de 1967); “Mientras la posición de la derecha y de la izquierda es clara, el Partido DC no tiene candidato definido. Lo que es peor es que hace un año esa situación era clara y ahora no lo es. Porque yo creo, y te lo digo con franqueza, que has estado destruyendo tu propia candidatura, dejando al partido desconcertado. Para qué decir al país” (7 de marzo de 1969); “Te has empeñado sistemáticamente en presentar al Gobierno y mi como sostenedor del régimen capitalista o neocapitalista” (13 de agosto de 1969).

Tomic era igual de duro y analizaba la administración Frei casi con frialdad, cuando no con distancia teórica y práctica, Lo consideraba un buen gobierno, pero que no había hecho la revolución, lo que en la década de 1960 era una descalificación grave, porque implicaba que Frei había fallado en su misión histórica. Quizá por eso, además de las consideraciones electorales, Tomic pensaba en una vía más amplia, que incorporara a partidos de izquierda a su proyecto, y no solo al PDC, aunque su fórmula fracasó.

Durante la campaña, la candidatura se distanció de Frei, lo que era un error considerando la popularidad del Presidente: “contribuimos con chuzo y pala para que se agrandara la fosa” entre el candidato y el Frei, analizó Enrique Krauss años después. El entonces jefe de campaña de Tomic aseguraba que el postulante DC tenía un talento excepcional, “una oratoria espectacular” y un “conocimiento casi enciclopédico”, pero era indisciplinado como, no se dejaba “pautear” y le costaba superar esas dificultades de cercanía con la gente, que también se reflejaban en su posición respecto de Frei (entrevista de Alejandro San Francisco a Enrique Krauss, 23 de enero de 2018).

Sin embargo, Tomic no perdió por estos errores solamente, sino que fue perjudicado claramente por la dinámica de polarización que tuvo la campaña, que llevó a formar dos grandes bloques de opinión: en la derecha por Alessandri, en la izquierda por Allende; el primero anticomunista, el segundo partidario de los cambios. En ese esquema Tomic y la DC quedaban en un difícil término medio para un país que exigía definiciones.

Alessandri en la televisión

Jorge Alessandri no era un orador de masas o un hombre particularmente carismático –como lo había sido su padre, el famoso León de Tarapacá–, pero sí una figura con autoridad, con gran prestigio moral personal, adquirido en el ejercicio de los cargos públicos, donde destacó por su austeridad y por la preparación que tenía para ejercer los cargos.

Como contrapartida, no era particularmente “campañero”, las elecciones no eran su hábitat natural, como tampoco lo eran la actividad política y la vida de partido. Muchas veces manifestaba molestias ante el ejercicio de los cargos públicos, rechazó en múltiples oportunidades ofertas de candidaturas, aunque finalmente aceptó representar a los sectores independientes, como le gustaba reafirmar, en la contienda de 1970.

En febrero recibió un golpe personal importante: la muerte de su hermano Arturo, destacado abogado, quien además era un gran amigo, a quien calificaba de “hombre excepcional”. Así le escribió a Carlos Morla Lynch (16 de marzo de 1970): “Creo que nunca dos hermanos se han querido y se han estimado tanto, ni han mantenido tan estrecha intimidad. Para mí es un golpe que los días hacen cada vez más cruel”. Como sostienen Patricia Arancibia, Álvaro Góngora y Gonzalo Vial, “Alessandri no volvió a ser el mismo”, y después se mostraría agotado, incluso hastiado de una campaña excesivamente larga (en Jorge Alessandri 1896-1986. Una biografía, Santiago, Editorial Zig-Zag, 1996).

En los primeros meses de 1970 el apoyo popular a Alessandri fue bajando, según demostraban las encuestas que manejaba el comando del candidato. Sus partidarios lo atribuían a que “había perdido la condición de candidato independiente, nominado por el pueblo de Chile, para convertirse en candidato de la derecha” (Eduardo Boetsch, Recordando con Alessandri, Santiago, Universidad Andrés Bello). Me parece que el análisis omite un aspecto central: el desarrollo de la ascendente candidatura de Allende, que logró encender a sus partidarios, movilizar a gran parte de la izquierda y generar una campaña con mística y sentido de futuro.

Sin embargo, hay otro factor que terminó siendo decisivo, como fue la presencia del candidato en el programa “Decisión 70”, de Televisión Nacional. Alessandri participó tras una agotadora gira, sin prepararse para enfrentar las cámaras, donde apareció con una imagen gastada y, peor aún, con un canal hostil que se enfocaba en su mano temblorosa, que “sirvió para echar a correr el rumor de que estaba enfermo con Parkinson”, como recuerda Eduardo Boetsch. Para agregar mayor confusión, el comando autorizó la transmisión del programa grabado, pues estimaba que Alessandri había expuesto muy bien las materias económicas: “con todos estos inconvenientes, y con un candidato que participaba muy a contrapelo en la campaña, era muy difícil ganar la elección”, afirmaría años más tarde el entonces presidente del Partido Nacional Sergio Onofre Jarpa (en Patricia Arancibia Clavel, Claudia Arancibia Floody e Isabel de la Maza, Jarpa. Confesiones políticas, Santiago, La Tercera/Mondadori, 2002).

Aunque Jorge Alessandri seguía gozando de prestigio, fue imposible revertir la imagen de que era un hombre deteriorado por los años.

Allende y el izquierdismo

Salvador Allende vivía con una paradoja personal y política: había perdido tres elecciones presidenciales y muchos pensaban que se aprestaba a perder la cuarta en 1970. Sin embargo, tenía una voluntad de hierro, un gran tesón personal, fortaleza y capacidad política extraordinarias, y estaba dispuesto a contradecir los pesimismos históricos para llegar a La Moneda a encabezar la “vía chilena al socialismo”, como la izquierda había denominado su proyecto.

El Chicho, como le decían cariñosamente sus cercanos, parecía haber nacido para las campañas electorales, como demostró en las cuatro candidaturas exitosas a senador de la República, e incluso en las tres elecciones presidenciales fallidas. En estas campañas nacionales recorría Chile de norte a sur, se reunía con los más diversos grupos y personas, hablaba en asambleas multitudinarias o en grupos más pequeños y lograba transmitir no solo ideas, sino también un sentimiento. En 1970 la proyección fue exactamente la misma: había un programa que seguir, junto a las 40 medidas; existía una ideología que sustentaba el proyecto, el marxismo-leninismo; varios partidos que acompañaba al candidato, agrupados en la Unidad Popular. Pero también había emergido una noción de cambio histórico, la idea de producir una transformación revolucionaria en el país, de iniciar la construcción del socialismo, para llevar al pueblo a La Moneda. Y Allende, sin duda, logró encarnar esa esperanza con su talento político y gran capacidad.

Sin embargo, hubo dos aspectos que conviene tener en cuenta para la formación de la Unidad Popular –que fue previa a la designación del candidato– y para la estructuración de la izquierda y del proyecto de revolución dentro de la legalidad. El primero fue la convicción de que lo más relevante era hacer un gobierno del Pueblo y “no de un hombre”. De esta manera, el Pacto de la UP aseguraba que “en los órganos de dirección del gobierno estarán representados todos los partidos y movimientos que lo generen”, asegurando que el gobierno sería coordinado a través de un Comité Político integrado por todas las fuerzas que habían constituido el proyecto. Quizá exagera Gonzalo Vial en El fracaso de una ilusión (Santiago, Centro de Estudios Bicentenario/Universidad Finis Terrae, 2005), cuando afirma que “el poder real de Salvador Allende quedaba reducido casi a cero”, por la primacía del poder de la Unidad Popular, pero lo cierto es que durante los mil días de gobierno Allende sufriría muchas veces el poder de veto de los partidos y la falta de respaldo a sus iniciativas e intentos de solucionar los graves conflictos políticos que sobrevinieron.

Allende tuvo que enfrentar otro tema complejo, como fue su relación con el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), agrupación que había decidido no participar en la elección de 1970, bajo la convicción de que la lucha armada era el único camino a seguir. El MIR ya se había iniciado en las vías de hecho, tales como secuestros y asaltos a bancos, o “expropiaciones” como los denominaban sus ejecutores. En el otoño de ese año las acciones armadas habían disminuido, pero aún así Allende decidió reunirse con Miguel Enríquez, líder de los jóvenes revolucionarios, para persuadirlos de abandonar los asaltos, que podrían perjudicar la imagen de su candidatura. Por lo mismo, Allende se comprometió a entregarles 80 mil dólares para compensar lo que dejarían de recibir al abandonar los asaltos y les pidió además que se encargaran de su seguridad, lo que dio nacimiento al mítico GAP (ver Cristián Pérez, “Salvador Allende, apuntes sobre su dispositivo de seguridad: el Grupo de Amigos Personales (GAP)”, Estudios Públicos, N° 79, invierno, 2000).

Con ello, Allende resolvía el problema puntual demostrando una vez más las virtudes de su famosa muñeca política, lo que ciertamente le ayudaría durante la campaña electoral que ya entraba en la fase decisiva. Sin embargo, también dejaba abierto el flanco sobre la ambigüedad respecto al uso de la violencia y las vías ilegales, que serían parte de la disputa de fondo durante la construcción del socialismo.

Cuando quedaba apenas un mes para las elecciones, la polarización Allende-Alessandri parecía clara, con una gran diferencia: el socialista iba al alza, mientras el expresidente había bajado varios puntos durante la campaña.

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