Por Alfredo Sepúlveda

En enero de 1972 se celebraron dos elecciones «complementarias»: había que llenar los cupos de un fallecido senador democratacristiano y de un diputado del Partido Nacional que, tras el triunfo de Allende, se largó a Australia. Ambos partidos derrotaron a la UP y lograron mantener sus cupos en el Congreso, pero con una novedad: por primera vez, la DC y el PN pactaron para conseguir un resultado electoral.

Esta alianza solamente se había dado, hasta entonces, de manera evidente pero informal, tanto en el Congreso como en la violencia callejera. La UP tenía ahora, al frente, un pacto político formal entre el centro y la derecha. Más encima, había perdido.

Con la sombra de esta derrota, los partidos de la Unidad Popular y el mandatario se reunieron en El Arrayán, en la precordillera de Santiago, a principios de febrero del 72. Era el momento de revisar lo que había ocurrido en el primer año de gobierno y definir el segundo.

Se decidió, para 1972, terminar el proceso de reforma agraria legal con la expropiación de todos los predios mayores de ochenta hectáreas de riego básicas, que era lo que permitía la ley de 1967, y al mismo tiempo acabar con las tomas ilegales en el campo. También apareció la meta de expropiar las 91 empresas que iban a ser integradas al área social de la economía.

El gobierno estaba preocupado del efecto que estas políticas tendrían sobre agricultores, empresarios y comerciantes pequeños y medianos. Recordemos que el programa no estatizaba todo, y la UP contaba —de una manera algo tibia, eso sí— con que los comerciantes de clase media transitaran también por la vía chilena al socialismo. Pero durante todo el 71 esta idea fue un pescado muy difícil de vender, considerando las tomas espontáneas e ilegales de tierras y fábricas, muchas de ellas, propiedad de agricultores pequeños y medianos. El documento que emergió de la reunión en El Arrayán daba cuenta de las dificultades de llegar a ese sector de la población «por la penetración ideológica de la reacción», es decir, de la derecha, pero también reconocía, aunque en forma oblicua, los errores: manifestaba la importancia de no alterar los predios pequeños, y reconocía no haber empujado con más fuerza la posibilidad que los privados tenían de asociarse en cooperativas para cumplir con la producción esperada.

La autocrítica de la Unidad Popular apuntaba además a no poder, aún, disminuir el «sectarismo» ni lograr la «movilización popular». Lo primero era un eufemismo para referirse a costumbres de militantes y dirigentes de los partidos de la UP por parcelar las reparticiones públicas y cerrar las posibilidades a trabajadores ajenos a la UP, y también a quienes militaban en los otros partidos de la coalición. Sobre lo segundo, el documento advertía que solo la movilización de masas sería capaz de dar sustento político a la solución de todos los problemas, incluso el aún algo lejano fantasma de la sedición: la crisis se apagaba acelerando el programa de la UP, no negociando con la oposición.

Por cierto, lo que estuvo sobre la mesa era la relación de la UP con la Democracia Cristiana, pero el documento de El Arrayán no se pronunció al respecto. El PS vio esto como algo negativo: para él, de El Arrayán debía haber emergido la decisión de no establecer diálogo con la DC, ya que esto implicaba una derechización del proceso. El PC estaba en las antípodas de esta posición. Lo que los dividía era, finalmente, lo de siempre: la distinta percepción de la eficacia del «cauce legal» para llegar al socialismo. El presidente y el PC argumentaron calurosamente que sí, que era el camino; el resto, sobre todo el PS y el MAPU, que no.

Como fuera, la declaración de El Arrayán no cambió en nada la relación del gobierno con la oposición. Luego de los cacerolazos del 1 y 2 de diciembre en Santiago, la oposición consiguió levantar una acusación constitucional contra el ministro del Interior José Tohá. Dentro del régimen presidencialista que había existido en Chile desde 1925, esta alternativa era uno de los escasos contrapesos que el Congreso tenía sobre el presidente de la República. Ya en marzo del 71, la oposición acusó al ministro del Trabajo y Previsión Social, y en diciembre había intentado lo mismo con el ministro de Economía Pedro Vuskovic. Ninguno de estos procesos avanzó.

En el primer lugar de la lista de agravios contra Tohá venía la tolerancia a la existencia de grupos armados ilegales (el MIR, la VOP y otros), haber realizado detenciones arbitrarias, vulnerar el derecho a reunión de la oposición (esto tenía relación directa con la respuesta de carabineros a la marcha de las cacerolas) y la arbitrariedad y parcialidad en que incurrían Televisión Nacional (con una jefatura directamente controlada por La Moneda) y el Canal 9 de la Universidad de Chile, que estaba en control de los trabajadores de izquierda de la casa de estudios y respondía al gobierno, pese a que la universidad tenía un rector opositor. Era una lista que sintetizaba lo que la oposición, a esas alturas, pensaba del gobierno. Esta vez hubo un cambio en el modo de los congresistas DC con respecto a las acusaciones anteriores. Tohá era un político respetado por sus adversarios democratacristianos, y en la acusación no faltó la voz que lamentó acusarlo, señalando que la culpa no era de él, sino de los militantes de la UP que buscaban el poder total, bajo la creencia de que solo la Unidad Popular representaba al pueblo.

A diferencia de la constitución actual, que impide al destituido volver de inmediato a un cargo público, en 1972 lo que se inhabilitaba era solamente el puesto específico; Allende simplemente cambió de ministerio a Tohá y lo situó en Defensa. La acusación constitucional sería más tarde usada por la oposición en varias oportunidades en contra de intendentes y otros ministros. Los ministros que tuvieron que salir de su cargo por este instrumento fueron, además de Tohá, el socialista Hernán del Canto —también ministro del Interior, en julio del 72—, el ministro de Economía Orlando Millas (en diciembre del 72) y de nuevo, como ministro de Hacienda (en julio del 73); y los ministros de Minería, Sergio Bitar, y del Trabajo, Luis Figueroa, en junio del 73.

La otra gran ofensiva DC vino el 19 de febrero, cuando el Congreso pleno aprobó por mayoría simple la reforma Hamilton-Fuentealba. Para entonces, el ambiente estaba lo suficientemente caldeado con los resquicios legales, y la oposición de la Corte Suprema y la Contraloría.

Desde luego, esto implicaba no solo volver a fojas cero, sino el fin del Área de la Propiedad Social tal como la quería el gobierno. La moción también indicaba un punto que sería importantísimo en el futuro: si no había acuerdo entre el Congreso y el ejecutivo con respecto a esta reforma, pues entonces el pueblo debía dirimir a través de un plebiscito, procedimiento que estaba contemplado en la Constitución en caso de que hubiera desacuerdo entre los dos poderes frente a una reforma constitucional. Esta disposición era entendida por la oposición como un absoluto: para ella, en el caso de una reforma constitucional como esta, el presidente tenía dos opciones: llamaba a plebiscito o promulgaba la ley. El gobierno decía que el plebiscito era optativo: el presidente podía vetar la ley —porque la reforma no había obtenido dos tercios de aprobación— o llamar a plebiscito.

El 6 de abril Allende vetó el artículo que decía que las expropiaciones tenían que ser materia de ley, y el que constituía un área de empresas de los trabajadores. Lo que siguió fue un impasse entre el ejecutivo y el legislativo que nunca se resolvió. Aunque de carácter técnico, y algo endiablado, la discusión jurídica era en realidad política, y pronto en la oposición se armó la idea de que el gobierno no solamente torcía las leyes, sino que se estaba situando fuera de la Constitución. Fue una bola que creció y creció y una de las justificaciones que esgrimió la oposición para lo ocurrido en septiembre de 1973.

En todo caso, el proceso tenía vida propia: para mayo de 1972 se estima que el APS estaba lograda en un 70%, solamente con las requisiciones o «resquicios legales». La diferencia de palabras da cuenta de la brecha: lo que para la Unidad Popular era el cumplimiento del programa por la vía legal, para la oposición era una sinvergüenzura, realizada a la mala y torciendo la ley.

El proceso en el campo continuó en aceleración. A fines de 1971 el Estado había expropiado dos millones seiscientas mil hectáreas: una «pelada de forro» rotunda si consideramos que en los seis años de Frei Montalva se expropiaron seiscientas mil. El total expropiado por la UP equivalía a unos mil trescientos fundos: la misma cantidad que encajó la administración anterior en seis años.

Al principio, la Unidad Popular se fijó como objetivo expropiar los fundos «más representativos de cada provincia», pero, como vimos, los Consejos Campesinos Comunales terminaron asumiendo el papel de determinar cuáles serían los predios a expropiar. El 6 de febrero del 72, en Talca, ante tres mil campesinos, el ministro de Agricultura Jacques Chonchol anunció la meta gubernamental para el año: acabar definitivamente con el latifundio en Chile. Esto implicaba dos mil predios y dos millones ochocientas mil hectáreas, lo que efectivamente dejaría al latifundio chileno en las páginas de la historia.

El camino legal para este radical proceso había quedado cimentado en 1970 —durante el gobierno de Frei Montalva—, cuando a instancias del senador DC Patricio Aylwin, que notaba las maniobras dilatorias que hacían los propietarios para evitar la expropiación, el proceso pasó de ser judicial a administrativo. Para 1972, era posible expropiar cualquier predio de cualquier tamaño, a condición de que estuviera, como decía la ley, «notoriamente mal explotado», concepto que la norma no definía concretamente.

Para 1972, la magnitud del cambio en el campo había provocado también problemas dentro de los asentamientos. El gobierno veía con preocupación que la institucionalidad interna no funcionaba: «El antiguo paternalismo patronal había sido reemplazado por un nuevo tipo de paternalismo burocrático por parte de la Corporación de la Reforma Agraria», apunta Chonchol.

Una vez expropiado el fundo, el campesino —que ya no tenía patrón que le pagara— recibía dinero por parte de la CORA. Legalmente esto era un préstamo, un «adelanto de salario» que el campesino debía devolver cuando el predio fuera productivo. También estaba autorizado a explotar una parte del predio para su familia, y generar dinero con eso. Pero aquello era todo: una situación provisoria mientras se articulaba el modo colectivo, cooperativo, que la ideología de la reforma agraria estimaba necesario, ya que no constituía «explotación del hombre por el hombre».

Sin embargo, esta idea de cultivo colectivo no fue popular en el mundo campesino y, ciertamente, tampoco había demasiado interés en reembolsar a la CORA por los «adelantos de salario». Además, se produjo de facto una división en clases sociales dentro del asentamiento, entre los campesinos antiguos (exinquilinos y empleados del fundo) que serían beneficiados una vez que se completara el proceso legal de asignación de la tierra, y la fuerza de trabajo afuerina, móvil, más joven, precaria, y que estaba fuera de la reforma legal.

La Unidad Popular intentó resolver estos problemas mediante la creación de los Centros de Reforma Agraria (CERAS), unidades que reemplazarían a los antiguos asentamientos juntando dos o más predios, y que darían a todos los campesinos iguales derechos. Pero no lograron funcionar, en parte porque añadían más confusión y en parte porque recibieron el ataque tanto de la oposición, que veía en ellos simples empresas estatales que nunca entregarían la tierra a los campesinos, como por los operadores de los partidos de la Unidad Popular, que veían minimizado su poder en el campo.

Pero la intención de 1972 era, más bien, culminar con el proceso legal que se había iniciado a partir de 1967, es decir, asignar definitivamente la tierra a los campesinos asentados, comenzando por los más antiguos. Esto debía realizarse necesariamente a través de los CERAS. Habría una unidad de tierra colectiva, que produciría de acuerdo a planes decididos en conjunto por los miembros, y huertos de uso familiar. Si los campesinos del CERAS así lo querían, se podían transformar en un CEPRO (Centro de Producción), una empresa de propiedad del Estado que los tendría a ellos como empleados asalariados.

Pero esto era el papel.

Por debajo el campo bullía.

Desde la izquierda, el principal agente de cambio era el MIR, fundamentalmente a través de su brazo rural, el Movimiento Campesino Revolucionario (MCR). En 1971 había habido 658 ocupaciones de fundos instigadas por el MCR. Para 1972, el MIR y el PC ya habían hecho públicas sus diferencias con respecto a la radicalización de la reforma agraria, a través de ácidos intercambios de comentarios en la prensa. Altos dirigentes del PC calificaron de «aventureros» y hasta de «matones» a los militantes del MIR.

Para el MIR el problema de los campesinos pobres era más importante que la política agraria del gobierno. En este grupo estaban quienes no tenían nada más que su trabajo para vender: los afuerinos que ocasionalmente trabajaban para los grandes fundos.

Durante 1971 el movimiento de ocupaciones ilegales avanzó como una tormenta desde la Araucanía y Los Lagos hacia el norte, y para 1972 el MCR proclamaba la llegada de la ola al valle central: las actuales regiones del Maule y O'Higgins. En la práctica el MIR quería que el objeto de las expropiaciones fueran las propiedades entre 40 y 80 hectáreas de riego básico —que estaban fuera de la posibilidad de expropiación legal—, y que los Consejos Comunales Campesinos pasaran de ser una simple instancia de coordinación a una con poder político: que decidieran qué fundo debía ser expropiado y quién lo ocuparía.

El mismo día en que Chonchol anunciaba el fin del latifundio, el MIR lanzaba un comunicado en el que decía que la ley de reforma agraria se había convertido en una «camisa de fuerza para los obreros agrícolas y los campesinos pobres», y que el movimiento campesino seguiría recurriendo «a la lucha extralegal, a la toma de tierras, como único camino ante la negativa de la política del PC y de la Unidad Popular a establecer una política agraria correcta».

Los cauces de la legalidad y de la ilegalidad se cruzaban, entonces, en el campo chileno a través de una melcocha cuya expresión muchas veces fue la violencia rural.

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