“Esa es su huella más importante: la unión de la familia. A pesar de todos los problemas, él siempre nos quería ver a todos juntos”.

María Angélica Galaz, esposa.

“Las madres siempre enseñan los valores, lo que es bueno y malo; pero mi mamá, además, era mi mejor amiga, mi confidente”.

Allison Cabrera, hija.

EDGARDO GONZÁLEZ (67)

Por María Angélica Galaz (60), esposa.

El último año nuevo fue súper especial. Bailó toda la noche, sin parar. Tenemos videos de él saltando, salió a la calle, estaba tan contento, hicimos un trencito. No sé… es como si hubiese sabido que iba a ser el último año nuevo con su familia.

Él era una persona alegre, cada uno tiene sus problemas, pero siempre vivió feliz, tirando tallas, chistes, siempre quería ayudar a toda la gente, eso es lo primordial de él. Nunca diferenció a nadie por su condición económica, ayudaba a todos.

Nos conocimos cuando yo tenía 13 años. Empezamos a pololear en abril del 73 y nos casamos en marzo del 75. Así que en marzo de este año cumplimos 45 años. Me regaló un collar con un símbolo del infinito, que con mis dos hijas mayores y sus nietas nos tatuamos hace unas semanas, después de que murió. Mi hijo menor, Edgardo, se tatuó su cara en el brazo. Ahora lo tenemos en la mente, en el corazón y en la piel.

Para él la familia era muy importante. Su panorama favorito era hacer un asado con todos, tomarse su vinito y comerse un postre o una torta. Le encantaban los dulces. Esa es su huella más importante: la unión de la familia. A pesar de todos los problemas que pudimos haber tenido, él siempre nos quería ver a todos juntos.

Su segunda familia era su trabajo. Llegó a trabajar a la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Chile el año 74. Todos le decían “El gato”. Cuando la pandemia le impidió seguir yendo a trabajar, se puso muy depresivo. Lo sintió mucho. Él sabía todo lo que pasaba allá, le encantaba. Como pasa conmigo acá en la casa, que sé dónde está todo o qué falta.

Era un líder, pero no mandón, sino que era simpático, amoroso, de piel. Todos le tenían respeto, porque sabían que era un jefe, pero también era cercano, era amigo de todos. Los chiquillos de la FAU lo querían por eso, porque él les deseaba suerte para los exámenes, les decía que arreglaran ciertas cosas, siempre daba consejos y trataba de solucionar los problemas. Por eso estamos muy orgullosos, de todos los mensajes y homenajes que se hicieron en su nombre. La Camila Vallejos, incluso, me llamó para contarme que le habìan hecho un minuto de silencio en el Congreso.

No hay consuelo para esta pérdida. Es como si hubiese tenido un accidente, porque estaba sano, activo, no quería jubilar, quería seguir viviendo. Nosotros hablábamos de morir juntos, cuando fuéramos viejitos, pero no fue así. Aún así, nos dejó lo más valioso: valores fundamentales en sus hijos, su ejemplo de trabajo, de cariño, de humildad, de generosidad. Edgardo es infinito.

MIRZA DEL CARMEN LEAL

VERDUGO (62)

Por Allison Cabrera (25), hija.

El miércoles 5 mis papás cumplían 46 años de matrimonio. Como pareja llevaban uno más. No lo pudieron festejar juntos. Mi madre falleció seis días antes, por el coronavirus. Y aunque fue un día triste -como todos, desde que no está- no pude evitar el recuerdo de esa celebración que tuvieron dos años antes, para su aniversario 44. Esa noche mi madre bailó como nunca. Fue pura alegría. Estaba rodeada de toda la gente que quería: mi papá, sus tres hijas, sus nietos, sus yernos, sus hermanos. También estaban sus dos mejores amigas. Fue una fecha especial para ella, sobre todo porque una de esas amigas moriría poco tiempo después. Así que mi madre lo recordaba como uno de los últimos momentos que pasaron juntas, felices.

Mi mamá era una persona sumamente cálida, cariñosa y tierna. No solo con nosotras, sino con todos. Su prioridad era estar con y cuidar a la familia. Y eso se demostraba, por ejemplo, en esas cazuelas que hacía, o sus sopaipillas, las tortillas, el pollo arvejado. ¡Cómo extrañaré sus comidas! ¡Sus manos!.

Le gustaba la hospitalidad. Nos motivaba a juntarnos todos los fines de semana y, como si fuera poco, las vacaciones las armábamos con el clan completo. Le gustaba que estuviéramos achoclonados. Siempre nos decía que debíamos estar juntos, a pesar de las dificultades o las distancias que se pudieran presentar en el camino.

Las madres siempre enseñan los valores, lo que es bueno y malo; pero mi mamá, además, era mi mejor amiga, mi confidente. Y le agradezco infinitamente todo lo que me enseñó, en especial, a ser humilde. Algo que ella hacía tan bien. O el amor a Dios.

Pero, además, me transmitió su gusto por la decoración, el diseño, o la obsesión por la limpieza en el hogar -Soy igual a ti, mamá, me gusta todo muy ordenado y todo muy limpio-.

Su partida interrumpió las clases de tejido que me estaba haciendo. Era increíble el trabajo que hacía con la lana: chalecos, vestidos, incluso adornos para la casa. Lo último que hizo fue una alfombra y se demoró menos de un día en tenerla lista. También hacía caminos de mesa y yo la ayudaba: entre las dos hacíamos el borde, yo cocía y estampaba. Nos complementábamos muy bien.

Mamá, estaré eternamente agradecida de ti por escuchar mis alegrías, tristezas y secretos mas profundos; por tus lecciones, por tu alegría, por hacernos la familia unida que somos. Y no sabes lo que extraño y extrañaré dormir contigo. No hay caso, soy y seré siempre, mamona.

ALEJANDRO ZÚÑIGA (71)

Por Jorge Zúñiga (65), hermano.

No fue fácil anunciarle a mi madre la muerte de mi hermano. De hecho, no fui capaz de hacerlo. Sabía que a sus 95 años, y con una salud extraordinaria -es autovalente-, la noticia le destrozaría el corazón. Él era su primer hijo, el hermano mayor de seis. Eso es lo primero que se me viene a la cabeza cuando pienso en su muerte: mi madre vio morir a su primer hijo. Ese que, se supone, trae todas las ilusiones de la vida. Ese que, tras el fallecimiento de mi padre, y dada la diferencia de edad -a mí, que soy el cuarto, me llevaba seis años por delante-, sin querer queriendo terminó adoptando ese rol protector de la figura paterna. “¡¿Qué andai haciendo ahí?!, Ándate pa la casa!”, recuerdo que me reprendía cuando éramos chicos.

Poco a poco se fue alejando. Se fue para Argentina, donde vivió por más de 20 años. Cuando volvió, lo hizo para vivir solo. Separado de su familia, de sus hermanos, de sus hijos. Él era así, un solitario. No fue fácil para él, entonces, pasar los últimos seis o siete años en silla de ruedas y hacerse dependiente de otros, de nosotros. Alejandro sufría de diabetes y, luego de un accidente, debió sufrir la amputación de su pie derecho. Desde entonces estuvo con licencia laboral y entre los hermanos nos turnábamos para ayudarlo. “Bah, ¿y qué haces aquí?”, decía cuando me veía llegar. Malgenio el hombre. Pero si dejaba de ir por un rato, me lo sacaba en cara más adelante: “hace tiempo no venías a verme”. Era su forma de mostrar cariño.

Fue un amante de la naturaleza, desde pequeño. Fue su verdadera pasión. Más que la confección de vestuario a la que se dedicó cuando joven, siguiendo los pasos de mi padre, tal como los sigo yo hasta el día de hoy. Más que los autos, que alguna vez se dedicó a vender. De vez en cuando nos decía, “hermanito, vámonos a un lugarcito a pescar”. Era mi hermano Carlos el que le hacía caso y lo acompañaba en ese ambiente que tanto le gustaba, en la soledad, en la paciencia, en la calma. No sé cómo se habrá sentido cada vez que nos juntábamos 60, 70, 80 personas, entre amigos y familiares, para los cumpleaños de nuestra madre. Porque así somos, aclanados, muy unidos. Pero él no, siempre más solitario, independiente.

Es raro pensar que fue su accidente el que nos acercó más. Fueron los últimos tiempos los más cercanos. Y sabíamos que si lo agarraba este bicho de la pandemia, se lo iba a llevar. Me hubiese gustado conocerte más, hermano. Me hubiese gustado disfrutarte más. Me hubiese gustado que siendo todos tan hermanables, hubieras estado más cerca de nosotros. Te voy a extrañar siempre, tus hermanos te extrañarán y, sin duda, nuestra madre te extrañará más. Como a quien se le va la fuente de sus ilusiones.

MARGARITA MORENO (92)

Por Tatiana Campos (29), nieta.

Mi abuela era un personaje único. No conozco a nadie más que, por ejemplo, solo tenga un nombre y un apellido: Margarita Moreno. Así está inscrita en el Registro Civil. Sin segundo nombre, sin apellido materno. Otros tiempos, supongo. Pienso en ella y lo primero que se me viene a la cabeza es lo extremadamente luchadora que era. Me cuesta creer que con la vida que tuvo, haya logrado salir adelante como lo hizo. Cualquiera hubiera dado la pelea por perdida, creo, pero ella no. Y eso que quedó huérfana siendo muy pequeña. Su mamá murió en medio de su nacimiento. Su papá, cuando ella tenía solo cinco años. Si no fuera por unas tías que la rescataron, habría pasado toda su infancia en un orfanato. No fue tan distinta su etapa adulta, terminó criando a cuatro hijos, sola. Es, sin duda, la mujer más fuerte que he conocido.

Hay días en los que me siento angustiada, sobrepasada por el día a día y todo lo que ocurre alrededor. Pero pienso en ella, en su vida, en su fuerza y no me queda otra que seguir adelante.

Recuerdo cuando mis papás me dejaban con ella, siendo chiquitita. No era de esas abuelitas que llena de regalos materiales a sus nietos, ella lo que entregaba era un cuidado único, la sensación de estar profundamente protegida. Claro, para ella la familia era lejos lo más importante. Se encargó de construirla y cuidarla hasta la muerte. Siempre preocupada por sus hijos, sus nietos. Pero también de sus amistades. Es que ‘la mami', como le decimos, siempre estaba bien acompañada. Cómo no, si era buena. Pero buena de campo. Podía tener tres chauchas y compartía dos. Por eso era tan querida. Y creo que ella se sintió así. Eso me llena el corazón.

Todos sabíamos que estaba viejita, pero nadie se esperaba que se fuera tan pronto. Y menos de esta manera. Yo no estaba preparada para su muerte. No hay día que no piense en ella, no hay noche que no la recuerde antes de quedarme dormida. Es como que siguiera creyendo que la volveré a ver. Y me da mucha pena pensar que no la aproveché todo lo que debí hacerlo. Por eso me duele tanto. Aunque fue ella quien me regaló el oficio que amo, el diseño de vestuario. Recuerdo cómo me ayudaba, cuando yo recién empezaba. Ella me enseñaba a cortar, a cocer, a hacer terminaciones, a hacer ojales, como solo una sastre sabe hacer. ¡Me sacaba de apuros! Me hubiera gustado que me viera hoy, más grande, más responsable, que viera lo que ha crecido mi proyecto. No habría llegado a esto sin ella. Y más que darle las gracias por todo lo que hizo por mí, lucho cada día por no defraudarla, por ser exitosa para honrarla. Si ella salió adelante sobreponiéndose a la orfandad, al machismo que tanto daño le hizo, al hecho de criar a cuatro hijos sola y ser la responsable del sustento de su hogar, lo que menos puedo hacer es trabajar duro en su nombre. Es mi manera de demostrarle cuánto la admiro. Es allí donde puedo volver a conectarme con mi ‘mami'.

Edgardo González

Mirza del Carmen Leal

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