A pesar de los terremotos, lluvias e inundaciones, aún se ven en los campos y pequeñas ciudades de la Zona Central, ejemplos magistrales de arquitectura chilena. Entre ellos, algunas casonas de la época colonial o republicana. Grandes volúmenes horizontales, de un piso, que forman patios rodeados de corredores. De otro lado, la casa campesina, igualmente de adobe y cuyo frontis también está recorrido por un corredor aporticado, instalado sobre basas talladas en piedra.

Como se ve, ambas comparten un elemento arquitectónico: el corredor.

También, su fidelidad a patrones heredados, como su materialidad en piedra, madera y barro, ligado a quechuas; y un programa que sigue un esquema de inspiración romana y española. Su funcionalidad a un tipo de economía, sociedad y medio ambiente las hizo perdurar. En muchos lugares -Copequén, Coinco, Peumo…- su vigencia se expresa vital pues se las sigue edificando o restaurando, con pilares.

Cuando está al exterior, construyendo la fachada, el corredor hace la imagen de la casa. Funciona como un espacio semiabierto, techado por un gran alero que se desprende o continúa desde la cubierta. Cuando es urbano y lo edificado se desarrolla en fachada continua, construye una vereda techada que le da gran unidad al conjunto pues se comparten alturas, proporciones, los materiales, composición de la fachada.

Sobre todo, el corredor aporticado le da continuidad al espacio público, a pesar de los desniveles que puede tener la calle.

Ejemplos notables

Así sucede en Pumanque, que posee notables corredores urbanos, calles “casi techadas” y que no impiden una atractiva individualidad pues cada casa está pintada con una gran gama de colores: ocres, lilas, violetas pálidos, sin dejar de ser una unidad.

Lolol es otro ejemplo de fachada continua que no interrumpe la continuidad de los corredores. La topografía de las calles, de altibajos, se salva con escaleras, gradas o pequeños puentes que siguen la pendiente, lo que confiere movimiento y graciosos ritmos a la arquitectura. Marchigüe, San Pedro de Alcántara, La Estrella, Tunca… también se caracterizan por tener corredores en las fachadas urbanas.

Guacarhue es un gran ejemplo, pues sus casas no pierden la continuidad de sus corredores los que se adaptan fácilmente a la vida doméstica y pública cuando a ellos se sacan sillones, sillas o se prende el brasero. También sirven de cobijo público a los transeúntes. De ese modo se participa del movimiento y la vida de la calle.

Desde lo práctico, el corredor techado permitió la construcción de la sombra y protección de la lluvia y el sol, acomodándose al clima estacional. Controló los cambios de aire y la graduación de la luz.

Facilitó la vida familiar y social al otorgarle un nuevo espacio a la casa; ya sea para ser usado como bodega o “salón” cuando permite la relación visual y de amistad con los que “están afuera”.

Una razón más práctica del corredor es la de mantener los muros de la casa alejados de la lluvia y la humedad, causantes directos de la ruina del adobe. Si en Guacarhue hay casas cuyos corredores son verdadera prolongación del living con su pavimento afinado con tierras de colores, encerados, en Pulín (zona costera) existen unos corredores de dimensiones extraordinarias y que además se usan para almacenar zapallos, cebollas, alcayotas.

En complicidad con esta arquitectura también está la policromía que entrega la vegetación circundante. Los pilares muchas veces sirven de guías o tutores a enredaderas de buganvillias, flor de la pluma, bignonias… Además promueven una atmósfera de frescura, aromas, verdor que hacen el hábitat perfecto para proteger a plantas medicinales como ajenjo, menta, toronjil melissa…

Austeridad y honestidad

Un repertorio de usos, de contenidos, de integración doméstica y urbana. Es que aunque tengan una tipología común, el uso que se hace de ellos y su manutención, siempre los muestran con variaciones que hacen su riqueza visual.

Los pavimentos, por ejemplo, son distintos. Los hay de huevillo, entablados o afinados con cemento y tierras de colores. Los pilares más antiguos fueron confeccionados con maderas autóctonas -patagua, molle, espino- y muchas veces trabajados con hacha. Ahora cambian de forma y maderas. Muchos de los antiguos son recubiertos con tablas e incluso cemento o yeso (San Felipe) conservando su “alma” de madera.

Como no era difícil conseguir los materiales -desde bosques que estaban en el entorno- se hacía fácil su cambio, reparación o ampliaciones. Así, su fisonomía general se mantuvo dando unidad visual a los poblados que, además, se integraban perfectamente al paisaje urbano y rural.

A los valores arquitectónicos que se conjugan en tal espacio, hay que sumarle aquellos intangibles que corresponden a la idiosincrasia de sus usuarios: solidaridad, gratuidad, sencillez. De ellos nacen la expresión tan austera y honesta que trasuntan; cosas que tienen que ver con una vocación de vida, un hábito. La honestidad, por su parte, nace del haber honrado la experiencia de una antigua tradición humana y constructiva, y continuarla.

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