“Aquí estoy, como león enjaulado”, responde Coco Pacheco desde su departamento en Vitacura.

Él es alma de Aquí está Coco, el emblemático enclave de Providencia, reinagurado el 2010 (después de que fuera arrasado por un voraz incendio), pero que tiene una larga historia que comenzó en 1973 con Coco Loco.

Jorge Pacheco Zapater, de 71 años, abrió su primer restaurante cuando solo existían 10 en Santiago. “Te los puedo decir de memoria”, dice. Se hizo de fama y fue precursor en los matinales locales. “Con Pancho Toro llegamos al ‘Buenos días a todos' y marcamos un cambio en la televisión, por mucho tiempo, hasta que después llegaron gratis otros más jóvenes a figurar. Los entiendo”, dice.

Fue el primer chileno en debutar, el 2000, en El Gourmet —canal que cumple 20 años como emblema gastronómico en Latinoamérica— donde tuvo vitrina internacional. Lo invitó el Gato Dumas, “un genio de la cocina”, recuerda. En 33 países ha representado a Chile afuera.

“Yo lo he pasado muy bien, por mi restaurante han pasado presidentes y los mejores artistas de planeta”, sostiene. “Tengo más cuentos que Rin Tin Tin. Es que soy el más viejito entre todos los que están sobreviviendo en este rubro. Llevo 47 años, toda una vida. Pero estamos viviendo algo muy difícil, que comenzó el 18 de octubre. Nos va a costar levantarnos. Van a desaparecer muchos colegas”.

Coco, que estudió un tiempo Ingeniería Mecánica, trabaja junto a su mujer Cristina Baquedano —con quien lleva 47 años de matrimonio— y sus dos hijas: María Paz, diseñadora y Francisca, arquitecta. “Ya veníamos con una mochila muy pesada. Mis hijas me dijeron: ‘Papá, mejor liquidemos y cerremos, porque esto viene para largo'. Una determinación muy dolorosa, pero razón tenían”, relata Coco.

“Mira, no tengo nada, pero no le debo a nadie y duermo tranquilo”.

—¿Puedes vislumbrar el retorno con todas las nuevas normas sanitarias?

—A los que abren con el 25% no les da para sobrevivir, ya lo vemos en regiones. Sirve para sentirte útil, no para pagar los costos fijos. Nosotros pagábamos en electricidad 2 millones 880 mil, con el restaurante cerrado, porque te amarran con los contratos. Con el restaurante lleno, no nos preocupaban esas injusticias, pero ahora cada peso que uno bota te duele el estómago. Vendí la casa en Cantagua y con esas lucas vamos a sobrevivir un tiempo. Estoy como perro con pulgas, en una jubilación obligada. Pero no es lo que quiero, toda mi vida he trabajado.

—¿Siempre fuiste un tipo ordenado con tus platas?

—Eso es lo que me está salvando. Entiendo a los jóvenes que se pegan saltos y se creen dueños del mundo, yo también lo hice, pero esos están muy complicados. Tener un restaurante dejó de ser un gran negocio. Como uno ya es zorro viejo, ya no me encalillo, no estoy para sufrir, estoy para disfrutar a mis nietos y mis amigos.

“Yo me hice solo”

Coco recuerda su infancia internado, desde los 9 años, en el Patrocinio San José, en Bellavista. Ahí fue monaguillo. “Pero llegué ahí por malo, porque me tomaba el vino y me comía las ostias con manjar”, dice riéndose. “Fui un niño muy inquieto. En el Internado era la ley del más fuerte. Nos sacaban la cresta los curas. Lo llamábamos San Quintín, porque era una cárcel. Yo tenía tres misas diarias, pero lo pasaba bien porque me llevaban donde las monjas que me regalaban pasteles. Yo quería sobrepasar al resto para poder sobrevivir. Aprendí mucho”, apunta.

“Mi mamá me iba a ver dos horas los fines de semana y me llevaba comida. Ahí empecé a ser corrupto, porque yo era disléxico. Y cambiaba mis sanguchitos de arrollado a cambio de que me soplaran en las pruebas los mateos”.

“Todos los veranos me iba a Chiloé —continúa—, con mis amigos pescadores. Familiarmente, con mis hermanos, no estábamos muy unidos. Ahora sí. Yo tuve una infancia en la que me hice solo. Me crié con mis padrinos en el sur. Ahí me conquistó Chiloé con sus mareas y sus mariscos”.

—¿Hasta cuándo estuviste en el Internado?

—Hasta que me expulsaron. Porque en La Vega vendían una llaveritos de cámara fotográfica; tú lo mirabas y se veía la Marilyn Monroe en pelotas. Apretabas botón y cambiaba la foto. Se la mostré a mis amigos y no faltó el chupamedias que me delató. A las 3 de la mañana llegaron cuatro curas, me iluminaron con una linterna y me agarraron a patadas y puñetes. Me gritaban: ¡Degenerado, entrega la pornografía! Al día siguiente, llegó mi mamá, yo en la mitad del patio con mi bolso y mi colchón. El número 57 expulsado. Todo eso me sirvió. Por eso a veces uno tiene miedo de que los nietos vivan en una burbuja, porque después llegan abajo y se los comen.

—¿Después de eso llegó la época que pasaste trabajando en La Vega?

—Me fui a trabajar con mi papá, que tenía una bodega en Gandarillas. La Vega me enseñó mucho, porque ahí llega de todo: patos malos y patos buenos. La cocina se la debo a esa etapa. Estuve varios meses barriendo y tragando polvo. Después fui pioneta, chofer, empecé a hacer las compras... Mi papá murió y me quedé en el mundo de la cocina.

—Hiciste una buena carrera y fuiste pionero en la era de los chefs estrella; porque hoy son tan estelares como el más estelar de sus comensales.

—(risas) Siempre Guillermo Rodríguez me decía que yo ayudé mucho a cambiarle el pelo a la cocina chilena. Porque cuando partí, el 73, era parte de una servidumbre. Entraba y salía por la puerta de atrás del restaurante. Ya en los 90, cuando entré a la TV, todos querían que entrara por delante y me sentara con ellos. Antes, si iba a un banco y decía que era cocinero, era como decir que era recolector de basura. No era bien visto. Entré al jet set criollo y me abrieron las puertas, todos querían saber las copuchas de Rod Stewart o Camilo Sesto.

—Supe que Rod Stewart fue el único que te pidió que le sirvas a su equipo antes que a él.

—Sí. “Yo soy el último en atender”, me advirtió apenas entró. Entonces, cuando uno ve a un recién aparecido que se gana dos Gaviotas, que llega con un séquito de guardaespaldas y se saca fotos con flash sin rollo para figurar… ¡Estoy hablando de la época en que el Festival era extraordinario! Me pasó que venía alguno con la guitarra a pedir pega para tocar entre medio de las mesas, y después ganaba una Gaviota y llegaba con toda la parafernalia. A mí me daba risa. Ya no te saludaban. Así uno conoce a las personas.

—¿Tus habituales favoritos eran Julio Iglesias, Miguel Bosé, Luis Miguel?

—Julio Iglesias fue el primero en llegar, para el Festival de 1975, la locura. Un fachón tremendo. Tenía una labia con las minas, las dejaba locas. Yo vi mujeres desmayarse. En el restaurante lo seguían al baño. Llegaban con chalecos con “Julio te amo”, le tiraban las llaves. Si venía tres días a Chile, por lo menos pasaba dos al restaurante. Yo le conocía todos sus gustos, sus vinos. “Ven a sentarte al lado mío”, me decía y nos matábamos de la risa. Un gozador de la vida. “Julio, tú me diste la buena suerte, me ayudaste a partir”, le dije yo una vez. “No. Tú me la diste a mí, porque a mí no me conocía nadie”, me dijo. La última vez que vino me invitó a su concierto.

—Igual complicado Luis Miguel, que pide que le cierren todos los espacios y que no lo miren a los ojos.

—Es que lo conocí cuando tenía 14 años y llegaba al restaurante con su papá. Su manager era amigo mío, (Julio) Sáenz. Se formaba un grupo muy familiar, no dejábamos entrar a nadie por seguridad. Yo creo que después cambió, tenía malas juntas. Conmigo se anduvo enojando porque lo fotografiaron cuando salió curado del restaurante, me echaron la culpa a mí de que yo había dado el soplo y no fue así, porque se fue a rematar a otro bar. Después pedía comida al hotel, porque ya no no lo dejaban tranquilo. También chupábamos juntos, hablábamos de canciones. Era un agrado. Son personas muy normales, pasa que los manager les abren una cancha, que la cortina, que la alfombra, que qué le van a dar, te dejan loco.

—¿Y es cierto que Mick Jagger, en 1995, miró con ganas tu auto MG de colección?

—Un MG 1.500 deportivo rojo, de 1955. El tipo se volvió loco, porque seguramente era el auto soñado de los lolos en su época. Con Mick nos encontramos en el baño, en la Viña Concha y Toro. Me vio que pasé al auto a buscar algo y me dijo que quería subirse. Me contó que era su predilecto y me preguntó si lo vendía, pero le dije que no. Era mi auto regalón. ¡Pero Carlos Cardoen me jodió tanto! Cada vez que iba al restaurante me decía: “Este se va al museo. Ponle precio, ponle precio”. Yo le respondía: “No se vende, no se vende” (risas). Pero pasa que a esos autos hay que meterles lucas. Finalmente, se lo cedí por unos pocos pesos para que quede como un recuerdo y hoy está en su museo.

“Tengo más conchas que Pablo Neruda”

En Quemchi, Coco Pacheco está preparando el que pretende sea su gran legado: un museo de conchas llamado “Las conchas de sus mares”. “Es un nombre cabrón, pero pegajoso. Estoy ansioso de poder empezar. Lo único que quiero es dejar una huella en el tiempo. Todo partió por mi amigo Coco Legrand. En uno de sus shows dice: “¿A qué ha venido ustedes a la Tierra? A comer y cagar. No dejan huella, no dejan nada. Son contaminantes del planeta”. Eso me pegó en la cabeza. Al lado mío estaba Carlos Cardoen, que ha dejado su museo, uno de los más grandes de Sudamérica. Y el Coco, que se lo ha ganado todo y ha hecho libros. ¿Y qué mierda he hecho yo? Primero pensé en un museo de la cocina, pero después del incendio, falleció mi consuegro y su hija me regaló las conchas que él coleccionó durante 60 años”.

—¿Y cómo estás armando ese proyecto? ¿comenzaste a construir?

—Compré un terreno con un palafito y estamos armando una cafetería y un espacio de souvenir para que se autofinancie, para que cuando yo desaparezca de esta tierra no quieran venderlo porque cuesta mucha plata. Yo soy un roto agradecido de la vida, porque me ha dado mucho. Mis hijas pudieron estudiar en Cambridge, tengo nietos maravillosos. No puedo irme sin dejar algo.

Tenemos un cartel de madera tallado con el nombre y todos los turistas paran a sacarse foto. Porque es parte de la picardía del chileno. Será una fundación sin fines de lucro. Me estoy asesorando con mi hermano chamán, Carlitos Cardoen. Tengo más de 2000 conchas, tengo más conchas que Pablo Neruda. Este museo es parte de la formación de la Tierra. Consta de cinco etapas: parte cuando el planeta era todo mar. Aparecen los primeros seres, su evolución, las criaturas del mar y las conchas de los cinco continentes. La joyería, los primeros libros empastados de nácar...

—¿Planeas jubilar y pasar la última etapa de tu vida en Chiloé?

—Ahí quiero dejar mis cenizas. Apenas pueda, me voy a instalar un par de meses. Pasa que el invierno es bravo y mi señora no tolera la lluvia. Mientras con la vieja nos soportemos y sigamos juntos, voy a tener que aguantar. Pero sueño en las noches con este museo. Lo voy a hacer cueste lo que me cueste.

Coco Pacheco.

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