“¡Se viene el agua, se viene el agua!” iba gritando por las calles de Cabildo el niño Lorenzo Avalos, que ese día se transformó en el mensajero del río Petorca.

Todo, verdadero y extraordinario porque en agosto de 2015 hubo días en que llovió tanto, que después de diez años de sequía el cauce seco del río volvió a fluir. Nadie olvida esa fecha, ni tampoco a Lorenzo al que algunos comenzaron a llamar Simbad el Marino.

Los niños que en ese tiempo tenían menos de 14 años y nunca habían visto correr las aguas del río se emocionaron. Y nació una costumbre.

Cada vez que “se vienen las aguas” -no sólo por el Petorca, sino también en Pupío, Quilimarí, El Sobrante, Alicahue y el río Ligua- … la gente acude presurosa hacia los puentes y orillas a mirar cómo corre el hermoso torrente. Así también sucedió a fines de junio y ahora, a principios de este mes, en 2020.

Las lluvias y sequías son estados naturales e intermitentes del clima.

A veces llueve mucho en poco rato y, otras, no hay precipitaciones durante años. Así fue siempre hasta que, lentamente, dejó de llover, de nevar, y aquellos que dependían de la agricultura, el pastoreo, dejaron de tener agua.

Camiones aljibes

En la Quinta Región Interior y la Provincia de Petorca ni siquiera hay agua para beber; deben llevarla en camiones aljibe. Algunos habitantes más optimistas migran hacia otros lugares.

Por los campos de Catemu, La Canela, Pedernal se piensa en una calamidad pasajera; en Valle Hermoso hablan de “castigo divino”. En Cabildo se es impotente frente al robo de aguas para regar “industrias” de paltos. La pandemia del coronavirus vino a agravar este “castigo tras castigo”, como explican algunas mujeres y hombres de edad avanzada.

Pero a fines de junio comenzaron algunas lluvias. No eran gratuitas ni menos “espontáneas”.

Habrá que pagar las mandas hechas a San Isidro y no abandonar las rotativas, los bailes chinos, ni los conjuros que con tanto fervor se hicieron para que volvieran las lluvias.

El año pasado, el alférez Jaime Cisternas, cantaba en Pucalán: “Ahora te voy a implorar / A ti, Hijo de María / que veai estos campos secos / te pido por la sequía. / En el nombre de María / en el nombre del Madero / en el pueblo'e Pucalán / yo te pido un aguacero”.

Es que la Cordillera de la Región de Petorca es baja y eso significa que neva poco y la escasa nieve no dura mucho. Los ríos fluyen sin poder contener sus aguas en algún embalse.

Sin embargo, aunque no germinaron los cereales, se perdieron las siembras de pimentón y de comino, los frutales, y que muchos vieron morir sus animalitos, por estos días se ve animación. Es la Esperanza del Pobre, que es la más larga, como dice el refrán popular.

Hay ánimo hasta para conversar. Doña Herminia Casanga, de Cantarito (Petorca arriba) ha dicho que estaba segura de estas lluvias: “Hace unos días vi muchas filitas de hormigas llevando comida”. No sólo ella. Es que, desde el portento y el dolor otras mujeres y hombres comienzan a contar los vaticinios de las aguas que estaban por llegar.

Amable Puelle, del sector de La Monhuaca, dice que pasando por El Almendrillo sintió un intenso olor a jazmines. Y por ahí no hay casas ni jazmines, y recordó a su abuela que decía que el perfume del jazmín trae lluvias, aunque no haya jazmines.

El perfume de las fresias

La llegada de estas prodigiosas lluvias no soluciona los estragos causados por una sequía de 15 años. Pero anima mucho.

Aquí, en estos poblados, marcar los hitos de la vida, las edades de viejos y niños con un antes o después de la gran sequía o la gran inundación, es un modo de medir el tiempo desde la telúrica. En esta precordillera del Petorca, la gente vive rodeada de señales que le anuncian la desgracia y el pulso de los tiempos que vienen: si una planta no crece, si perfumaron o no las fresias, si las golondrinas vuelan alto o bajo…, son avisos de cómo viene la vida… o el agua.

Hasta en lugares costeros escasea el agua de las napas. Hace unos 20 años, pozos con algo de agua tenían ocho metros de profundidad. Hoy, el agua está a ochenta o cien metros… con suerte.

Los floricultores de Longotoma, a un kilómetro del mar, entre los ríos Petorca y la Ligua ya no tienen agua. Sin embargo, el 4 de julio, en un bus local La Porteña, tres mujeres, trabajadoras de un rosedal en la Poza Verde, conversaban de podas de rosas, de si habría nueva temporada, porque se habían secado los “palitos” (esquejes) plantados el año anterior.

Quince años de sequía es mucho tiempo. Una muerte que este invierno parecía alargar.

El calentamiento global, el deseo de someter a la Naturaleza desde una pretendida omnipotencia o ciencia humana, un “calendario de lluvias” que no caen, no es cosa que a los petorquinos les haga gracia ni los ayude a creer en tiempos mejores.

Ellos también tienen la confianza puesta sobre universos más sensibles que lo físico. Tienen la rogativa, la creencia y, sobre todo, la fe en que presencias naturales, mágicas y religiosas les acompañan en esta tragedia.

Para eso también existe el conjuro que es un ruego poderoso, personal, que pasando sobre la sequía, puede traernos el agua necesaria.

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