Últimamente, cabe notar que la pregunta de las tradiciones de pensamiento propias de la derecha chilena cobró renovado interés para quienes buscan contribuir a la “renovación de su relato” (Valentina Verbal, 2017). En un anhelo por superar la “crisis intelectual” de la derecha chilena en la actualidad, Hugo Herrera propuso rescatar dos corrientes que suelen ser consideradas como secundarias por la historiografía (Sofía Correa Sutil, 2004): las tradiciones nacional-popular y socialcristiana, que se sumarían al conservadurismo y liberalismo. Recalca asimismo la existencia de una derecha intelectual, “anti-oligárquica” –en el sentido de que no se reduce a la defensa de los intereses económicos de una oligarquía– y “específicamente política”, lo que se debería a los vínculos entre aquellos intelectuales y la política (Hugo Herrera, 2014). La rehabilitación de estas dos tradiciones de carácter estatista permite al autor formular una crítica hacia los excesos economicistas de la tradición liberal. El tenor del debate recuerda por su parte la tensión que atraviesa la historia del sector entre lo que Correa Sutil llama, no sin juicio de valor, el “populismo socialcristiano” (un “peligro” que la derecha liberal busca combatir) vs. el “capitalismo liberal”.

Tomando parte en la lucha por la definición de la derecha actual, la historiadora Valentina Verbal sostiene al contrario que el anclaje ideológico histórico de ésta se encuentra en el liberalismo clásico y es compartido por liberales y conservadores (Verbal, 2017). Cuestiona en este sentido la relevancia para el sector de las corrientes socialcristiana y nacional-popular, argumentando que la primera, independientemente de su raigambre conservadora, se expresó más que todo a través de la Falange que se escinde en 1938 del Partido Conservador e inicia seguidamente su camino hacia la izquierda. La segunda, por su parte, careció de representatividad política y no calificaría como derecha por su rechazo al liberalismo económico (Verbal, 2017).

Sin embargo, la historiografía muestra que conservadores y liberales no siempre compartieron la misma visión en torno a la defensa de la libertad económica. La sensibilidad socialcristiana estuvo presente desde fines del siglo XIX en la élite del Partido Conservador, manteniéndose vigente después de la separación de la Falange (Pereira, 1994: 131). De hecho, “en la Convención del año 1901, presidida por Carlos Walker Martínez, el Partido Conservador había incorporado el orden social cristiano en su programa” (Pereira, 1994: 117), en un momento en que se percibía que la solución a la cuestión social radicaba en la doctrina social cristiana, no en la escuela individualista liberal, ni en otras ideologías. Sin reparar en ese largo pasado influenciado por el socialcristianismo, Verbal se refiere al “marcado discurso anticapitalista” del representante de esa vertiente en 1946 –Eduardo Cruz-Coke–, suficiente para descalificar al socialcristianismo como tradición de pensamiento de la derecha (Verbal, 2017. Lo cierto es que este discurso es pronunciado cuando se había instalado en el pensamiento conservador “una afirmación de la importancia del capital y una paulatina oposición a la creciente intervención del Estado” (Pereira, 1994).

Este desplazamiento de las líneas divisorias entre ambos partidos se inscribe en las dinámicas del campo político antes mencionadas, siendo fruto de tres acontecimientos centrales: la separación de la Iglesia y el Estado sancionada por la Constitución de 1925 que dio lugar a una superación de las luchas teológicas entre ambas colectividades, su convergencia en la lucha anti-ideologías de izquierda (Frente Popular, comunismo) y la irrupción en el juego político de la Falange, con el posterior ascenso de la Democracia Cristiana. Al generarse un partido claramente centrista en materias socioeconómicas (Valenzuela, 1995), el Partido Conservador fue empujado aún más hacia la derecha. Esa evolución desembocó en la fusión de ambas fuerzas en el Partido Nacional (1966), mientras el programa social cristiano que consistía en purgar al capitalismo de sus “vicios e injusticias” (Pereira, 1994) perdió paulatinamente relevancia como marcador distintivo.

En síntesis, la pregunta del número de tradiciones de pensamiento al interior de la derecha chilena no permite llegar a una respuesta unívoca y aún menos a una definición precisa de lo que es la derecha. Más bien, ésta invita a prestar atención a los usos polémicos de ciertas categorías en el marco de luchas simbólicas por dotar a la derecha de una identidad; e implica sobre todo reconstruir los procesos de adaptación de las organizaciones partidarias y de sus doctrinas a las condiciones cambiantes de la competencia electoral y a ciertas inflexiones en la vida política. A pesar de su constitución paulatina en un ideario centrista, el socialcristianismo constituye una de las corrientes de pensamiento arraigadas en el Partido Conservador, la cual se irá constituyendo en familia. Más que disociarla artificialmente del conservadurismo, cabe resaltar la superposición e interacciones, a veces competitivas, otras veces colaborativas, entre ambas visiones, plasmadas en 1949 en la división del Partido Conservador en Partido Conservador Tradicionalista (favorable a estrechar los vínculos con el Partido Liberal) y Partido Conservador Social Cristiano (contrario a esa posición).

A partir de esas evoluciones históricas, vemos así emerger y precisarse diferentes tradiciones de pensamiento: el conservadurismo valórico (oposición férrea a todo lo que pueda contribuir a la licencia de las costumbres y que tiene como pilar fundamental a la familia, “célula primaria de la sociedad, con derechos y deberes anteriores y superiores al Estado”); una concepción moderada del “equilibrio justo” principalmente observable en materia económica (rol regulador del Estado para corregir los errores del mercado, en pos de una mayor justicia social); y el liberalismo económico (que se caracteriza en Chile, al menos hasta mediados de la década de 1920, por su ortodoxia).

Los años 50 y los 60 marcan en cambio la gestación de una “nueva derecha” expresada a través del Partido Nacional y del Movimiento Gremial (Valdivia, 2008). Dos ideologías –entendidas aquí como un “conjunto de ideas y de valores concernientes al orden político que tienen la función de guiar los comportamientos políticos colectivos” (Stoppino, 1991: 755)– contribuyen a la construcción de esta nueva derecha: el corporativismo y el nacionalismo. Esta etapa ha sido analizada como un momento de “ruptura” (Benavente y Araya, 1981) o “discontinuidad histórica” (Moulian y Torres, 1988), pues significó el ocaso de la derecha oligárquica del siglo XIX (Partido Conservador y Liberal) impidiendo asimismo establecer una filiación entre ambos partidos y el enjambre de corrientes y organizaciones políticas que aparecen entonces en pugna. Según los especialistas, la novedad de esta derecha radica sea en su carácter “nacionalista”, “profundamente antimarxista”, y/o “abierta a las capas medias” (Valdivia, 2008); así como también en su contraste con la derecha tradicional que había adherido al ideario liberal y rechazado en gran medida los regímenes dictatoriales. Ambas ideologías comparten así una idea fundamental: la necesaria despolitización de la sociedad ante lo que es entonces percibido como una influencia desmesurada de los partidos y de las ideologías.

Durante esas décadas, el corporativismo se consolida entonces como la alternativa de la derecha frente a un pensamiento liberal en crisis, paralelamente al socialismo y al socialcristianismo. Reconocer esta influencia implica matizar el carácter unánime de la adhesión al proyecto de modernización capitalista (Correa Sutil, 2005) de parte de un empresariado tradicional que, en su gran mayoría, seguía siendo estatista (Valenzuela, 2008). Es también lo que contribuye a explicar la arremetida ideológica del corporativismo durante los años sesenta, en un contexto de extensión de la movilización popular durante el gobierno de Eduardo Frei Montalva.

Cabe sin embargo subrayar que este ideario no alcanza a ser una tradición de pensamiento de la derecha a la par del conservadurismo, liberalismo o socialcristianismo. En efecto, se trata primero de un fenómeno indisociable de las expresiones que tuvo el fascismo en el mundo, que buscó desactivar a las clases sociales entregando la dirección de la economía a una serie de asociaciones intermedias –las corporaciones–, y volver a un orden católico tradicionalista, amenazado por lo que era entonces percibido como una crisis de los valores católicos esenciales. Segundo, el corporativismo no es definitorio de ninguna tradición partidista o política particular, sino que permea distintos partidos o movimientos como la Falange, cuyos miembros empiezan a participar de este ideal de “renovación conservadora” al interior del Partido Conservador (Ruiz, 1992), el Partido Nacional o el Gremialismo. Asimismo, es incorporado a los principios del gobierno militar (Cristi y Ruiz, 1995), si bien es abandonado tempranamente. Por último, alimenta al nacionalismo chileno del siglo XX (Valdivia, 2008), sin permitir trazar claras fronteras entre ambas ideologías. La derecha hacia el final de la Unidad Popular se caracteriza así por la diversidad de sus corrientes ideológicas, proyectuales y de sus expresiones organizacionales, las cuales convergen no obstante en dos planteamientos: el de un Estado mínimo, y el de una organización corporativa del Estado y de la vida social en general, opuesta a toda forma liberal y democrática de participación política.

Paulatinamente, el argumento corporativista va a ser desplazado por la doctrina neoliberal de Friedrich Hayek y la Escuela de Economía de Chicago. La clave de la sustitución se encuentra en el hecho de compartir el mismo principio de defensa del orden natural que forma parte de la cosmovisión tradicionalista y religiosa de la derecha. Pero más que constituir un invariante universal, sostenemos que este principio y el corpus doctrinario al que se enlaza se revitalizó ante la amenaza comunista y en un contexto de crisis de los valores católicos. Esta convergencia queda también plasmada en un concepto: el principio de subsidiariedad, con su doble acepción corporativista de cuño franquista y crítica hacia los partidos, que enfatiza la concepción de la política como fenómeno natural; y otra neoliberal, que aboga por el fin de la intervención del Estado en la economía y que se vuelve hegemónica solo a fines de los años 70 (Ruiz, 1992). El principio de subsidiariedad, que tiene su origen en la doctrina social de la Iglesia, circunscribe la intervención del Estado a las situaciones en las que los particulares, familia, grupos o asociaciones intermedias, no cuentan con las competencias adecuadas para bastarse por sí mismas en sus respectivos ámbitos. La conexión del gremialismo con las tesis neoliberales pasa por una interpretación tradicionalista de aquella doctrina, materializada en la noción de “subsidiarismo católico”. Presentándola como una respuesta al estatismo, Jaime Guzmán, el fundador del Movimiento Gremial y principal redactor de la Declaración de Principios del Gobierno Militar, define esta noción como una “metafísica de la persona” –“creada a imagen y semejanza de Dios”–, que antecede a la sociedad (Guzmán, 1965; Cristi, 2000). Posteriormente al golpe de Estado, varias otras contribuciones político-intelectuales buscarán armonizar la opción neoliberal con la moral cristiana en base a su común preocupación por resguardar el orden natural. Este proyecto se verá facilitado por la influencia adquirida por el Opus Dei en las nuevas élites empresariales, en las que confluyen la doctrina neoliberal y el pensamiento conservador católico (Montero, 1997; Thumala, 2007; Romero y Bustamante, 2016).

Durante los años 80, la ideología neoliberal se vuelve así hegemónica en un campo político de derecha dividido en muchas organizaciones políticas en competencia. En el eje Estado/mercado, la brecha más marcada se produce entre los liberales “puros” y los nacionalistas estatistas –i.e de orientación corporativista ortodoxa–, críticos hacia el neoliberalismo. Su posición se agudiza al momento de la crisis económica de principios de los 80. En la práctica, es el principio de subsidiariedad el que se aplica a través de la focalización del gasto público en los sectores más necesitados, es decir la utilización de criterios de eficiencia económica en la política social. Según este enfoque economicista, que permea todos los ámbitos de la vida social, el rol del Estado se reduce a garantizar el ejercicio pleno de la libertad de emprender sin coartar la libertad individual, mientras el mercado pasa a ser el mecanismo principal de asignación de recursos (Allamand, 1993; Montero, 1997). Durante el periodo, aunque los nacionalistas terminen representados por dos grupos en disputa: Avanzada Nacional, fundada en 1983 y el Movimiento de Acción Nacional (MAN) creado en 1987; la poca influencia que logra esta corriente es reveladora del carácter ya anacrónico de su propuesta económica inspirada en el corporativismo. Se instala más bien un consenso sobre la defensa de la “sociedad libre”, que será en 1987 el principio fundante de Renovación Nacional.

Durante los 80, ser liberal remite así a la defensa de las libertades políticas. En RN donde existe una diferenciación entre “liberales” y “conservadores”, a diferencia de la UDI más monolítica (Alenda 2014), la “derecha liberal” es la que busca reforzar la democracia y abrirse hacia el centro político (Cañas 1992; Cornejo 2001; Godoy 2005; Mackinnon 2005). La aparición de un liberalismo cultural es más tardía. Es sólo a partir del momento en que se realizan enmiendas claves a la carta fundamental de la dictadura, que las diferencias entre “conservadores” y “liberales” empiezan a reorientarse hacia aspectos de orden cultural (divorcio, matrimonio homosexual, etc.) (Díaz, 2016), comprobando asimismo el carácter contingente de las sensibilidades políticas (…) El mapa complejo de tradiciones y ruptura históricas se reactualiza en el siglo XXI en sensibilidades políticas, conservando un parecido de familia con las tradiciones de pensamiento de la derecha (el conservadurismo, el socialcristianismo y el liberalismo).

Sensibilidades en Chile Vamos

Para actualizar las tradiciones de pensamiento en sensibilidades políticas que puedan ser rastreadas en las posiciones de los dirigentes de la coalición Chile Vamos, utilizamos los datos basados en las respuestas de los dirigentes de la UDI, RN, Evópoli y el PRI en la encuesta levantada por el Proyecto FONDECYT #1151503 entre el 10 de noviembre de 2015 y el 31 de octubre de 2016. La ventaja de indagar sobre las sensibilidades radica en la posibilidad de trascender las divisiones partidarias y ahondar en otras dimensiones propias de la centro-derecha. Así, una contribución adicional del proyecto radica en entender a la nueva centro-derecha a partir de tres sensibilidades sobre el eje Estado-mercado que aterrizan las tradiciones de pensamiento anteriormente descritas. De este modo, es posible hablar de una sensibilidad subsidiaria que es heredera directa de la confluencia liberal-católica de la dictadura; de otra sensibilidad solidaria principalmente relacionada con la tradición socialcristiana y conservadora; y de una última sensibilidad de raigambre liberal-ortodoxa que se reconfigura durante la dictadura chilena, a la que denominamos ultra-liberal.

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